¡Te lo dije!


—¡Te lo dije!

Gritaba mi abuela desde el tercer piso, dando órdenes, moviendo sus brazos de forma grotesca como en los momentos que me amenazaba con darme una paliza.

—¡No va a entrar! —te has empeñado, pero no va a ser posible.

Los trabajadores se afanaban en mover aquel bulto de dimensiones descomunales mientras el conductor, atento al tráfico que levantaba polvaredas envolviéndole en nubes de vapor de monóxido de carbono, sujetaba la gran puerta del camión sin poder evitar mirar a los coches que pasaban, ceñidos a su cuerpo a gran velocidad, especialmente a los de gran cilindrada que le obsesionaban desde que era un niño: los viejos «bemeuves» de segunda mano conducidos por jóvenes a toda máquina, los jaguares majestuosos, algún ceremonioso bentley con chofer, los porches que se habían convertido ya casi en vulgares, los estrepitosos bugattis negros de líneas rojas, y alguna que otra camioneta de reparto que a esas horas de la mañana se afanaba por llegar puntual a entregar la carga en los mercados. Se había quedado absorto con la maniobra del mustang amarillo y su bramido mientras aparcaba en la acera de enfrente.

—Quiyo, tira p’ayá que megtafisiando con el burto en lo cojone!!! —gritaba el bajito calvo a su compañero, un atlético individuo de casi dos metros de alto y uno cuarenta de ancho mientras se atusaba el flequillo que le caía sobre el ojo izquierdo.

La maniobra no podía ser más caótica. El jefe había aceptado la primera hora de la mañana para hacer la descarga a petición de su cliente. Pero las cosas y las calles y las carreteras van tomando aspectos diferentes con más rapidez que antaño, y la calle de los Orcos se había convertido en un estrecho y sinuoso atajo perfecto para evitar los cuatro kilómetros de semáforos que hacían del camino al centro de la ciudad una procesión dolorosa cada día.

—¡Eh, Joaquí, egpera tío! que me tengo que soná.

El alto deslizó el bulto sobre sus rodillas y, a pulso, lo colocó en el suelo asegurándose de que no se dañara por ninguna esquina. Le había costado indemnizar por su cuenta a un cliente porque en una ocasión había entregado un bulto menor con una esquina rota y había querido hacerse el loco argumentando que lo había recibido así. Su chulería le costó la friolera de trescientos pavos que le descontaron de su paupérrimo sueldo, además, coincidiendo con su época de vacaciones, lo que hizo que tuviera que reducir en alta proporción la cantidad de gin-tonics que solían alegrarle las noches de farra.

—¡Quiyo!, —¿passa ahora?

Para disimular, el alto, mientras sacaba el móvil de uno de los bolsillos de su buzo para mirar en la pequeña pantalla quién le llamaba, sacó un pañuelo y simuló un estornudo. El pequeño hizo un gesto de fastidio y lanzó una mirada asesina a su jefe —el conductor— que seguía mirando al tráfico, embobado, haciendo caso omiso de lo que se pergeñaba en la trasera del camión.

Había movido todos los muebles del único espacio posible de la casa para colocarlo. La mesa de escritorio con el ordenador delante de la ventana, la estantería de los libros la había apretujado contra la pared, unos centímetros, todos los que se pudieron, y vaciado y desarmado el armario verde de Ikea que, después, ya pensaría en cómo hacerle hueco. Me llegaban como en sordina, lejanamente, los sonidos del tráfico, bocinas y voces de los trabajadores en una caótica amalgama en hervor. Había conseguido no ir al colegio ese día para hacerme cargo de la llegada del bulto. Reconozco que mi abuela estaba mucho más nerviosa que yo. No hacía nada más que lavarse las manos y frotárselas en el delantal y dar vueltas por la casa quitando el polvo y moviendo cosas, de un lado a otro, que siempre habían tenido su sitio perfecto hasta aquel momento.

Había soñado tantas veces con ello que más que una ilusión, mis sueños se habían convertido en una obsesión.

No cabía en el ascensor. No era la primera vez que los transportistas se habían encontrado con una situación parecida, era lo normal en esos casos. Sofocados en el portal, mirando hacia las escaleras, juraban en hebreo y discutían la forma de hacerlo entre los tres; el jefe el pequeño y el largo.

Mi abuela me llamó para que me asomara a la barandilla de la escalera, pero no fui capaz. Miraba y medía los espacios de mi habitación en la esperanza de que me hubiera equivocado en algunos centímetros y todo terminara como yo había soñado. Había llamado al afinador —un chico estupendo, según me habían comentado mis amigas, todas enamoradas de él—. Yo me rizaba las pestañas frente al espejo del baño y pensaba que en último término siempre habría un espacio posible quitando el bidet de su sitio.

—Buenos días. ¿Dónde se supone que tenemos que colocarlo? —preguntó el jefe.

—Por aquí, por aquí, salí presurosa a medio vestir con la barrita de rímel en las manos. ¡Siganme!

Los trabajadores miraban al pasillo haciéndose cábalas sobre dónde iba a caber aquel bulto en aquella casa, esperanzados de que se abriera un gran salón a su paso donde colocar lo que fuera que hubiera dentro del cajón. Pero no. No había un gran salón esperando. Había una pequeña habitación de escasos diez metros cuadrados casi descuartizada con libros apilados por los suelos y una alfombra peluda que nadie había tenido la intuición de quitar para facilitar la maniobra. Me abracé a mi abuela no tanto con la alegría de ver mi sueño cumplido, sino con el convencimiento de que ahí acabaría el fin del mundo.

Sigo escuchando la música de Beethoven, de Bach, de Chopin, y observando con admiración las manos de los pianistas, especialmente las del chico estupendo que vino aquel día a casa para afinar mi piano.

Mis amigas no me dirigen la palabra desde entonces.


@mjberistain
imagen de la colección de Karlos Giménez

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