París, punto y aparte

 

Supongo que te sonará Woodstock… —dijo Gunhilda. Asentí con un movimiento de cabeza.

—Lo imaginaba, lo viviste de primera mano, en el mejor lugar posible, en aquella época de los hippies. Cuéntame, ¿qué recuerdos guardas de todo aquello? Me pareció que en ese lugar había una especie de espiritualidad, una filosofía de vida, un ímpetu de cambio de la sociedad… Estoy segura de que me hubiera apuntado, si hubiera estado allí.

—Woodstock, podríamos decir, fue el momento culminante de aquella época. A pesar de que llovió torrencialmente, nos mantuvimos entre el barro, confiando en nuestro poder, seguros de que pararía la lluvia; de que podríamos dominar todas las fuerzas de la naturaleza; de que podríamos cambiar el mundo; de que conquistaríamos definitivamente la paz y la libertad. Fue como una especie de espejismo. Yo tenía veintinueve años. Me daba cuenta de que nuestra fuerza pacifista se desmoronaba. A pesar de que el mensaje permanecía vivo, las respuestas a las preguntas que nos hacíamos entonces y a las que aún hoy se hace la humanidad, siguen estando —como decía Dylan— flotando en el viento. Por allí pasaron músicos como Joan Báez, Janis Joplin, The Who y otros muchos, ¡ah! Y Hendrix, la actuación final de Jimmy Hendrix fue memorable. Fue una experiencia muy intensa que nos afectó profundamente a todos los de nuestra generación.

Aquel momento supuso un giro radical en mi vida. Con mis amigos, Leo y Daniela, preparábamos el salto a Europa. En realidad, se trataba de un viaje de iniciación para todos. Leo era italiano y los abuelos de Daniela vivían en una isla griega. También para Martín, quien era de origen francés y había estudiado Arte en Canadá, —habíamos preparado la tesis con el mismo tutor— pero su sueño era volver a Europa e instalarse en París. Él y yo nos queríamos mucho, pero yo no estaba dispuesta a comprometerme con nadie, solo disfrutábamos de una convivencia amable y divertida. Lo único que teníamos planeado era la fecha de inicio del viaje, volaríamos de San Francisco a Nueva York y de allí a Madrid.

—¿Quieres decir que no teníais una ruta predeterminada? ¿Unos tiempos de estancia en cada país? Debe ser difícil compaginar los intereses de cuatro personas sobre la marcha. 

—Sí, la verdad es que no fue nada fácil. En Madrid alquilamos una furgoneta preparada para vivir cuatro personas, pero el viaje se truncó antes de lo previsto. Discutíamos con Leo de manera continua porque la droga estaba causando estragos en él y no quería darse cuenta.

¿Cómo es que te fuisteis con él sabiendo que teníais el problema encima?

—De cierta manera, además de que todos queríamos viajar a Europa, lo aceptamos pensando en que podríamos ayudarle a escapar de aquel ambiente, y que las nuevas rutinas, —si un viaje de amigos por el mundo, puede tener algo de rutinario— le devolverían el interés por vivir. En ese momento, su novia Daniella nos necesitaba y nosotros nos volcamos con la idea.

—Eso es lo que significa ser un amigo, Gunhilda. Supongo que hay que tener mucho valor y generosidad para llevar a cabo un proyecto de esa envergadura.

—Lo cierto es que sí. Sin embargo, estuvimos dispuestos a aceptarlo. Entre nosotros había un cariño y una camaradería que podía con todo, y lo más importante era que confiábamos en nosotros mismos… y en él.

En Madrid y en Barcelona nos encontramos con el Arte de los grandes maestros. No solo visitamos museos, sino que también pudimos admirar la arquitectura en las calles, la vida bohemia, la actividad nocturna, la excelente comida y las fiestas populares… Veníamos de otro mundo y estábamos impresionados. A lo largo de la ruta francesa por la Costa Azul, además de conocer ciudades como; Saint Tropez, Cannes, Niza o Montecarlo en Mónaco, paramos en pequeños pueblos costeros, en algunos encaramados a las rocas —nos encantó Éze—, nos bañamos, incluso dormimos alguna noche al aire libre en playas paradisíacas. Visitamos las ruinas romanas en Arlés y otros pueblos medievales en los que paramos a comprar frutas y verduras frescas para las comidas. Nos perdíamos por las carreteras rurales serpenteantes, con las ventanillas del coche abiertas y nuestra música a todo volumen, nos dejábamos seducir por los aromas y el color de los campos de lavanda. Disfrutamos mucho de las charlas con los lugareños. En general nos recibían con amabilidad, a veces compartíamos vinos con ellos —quizá debido a la curiosidad que sentían por nosotros— y nos hacían recomendaciones de rincones especiales de sus pueblos que no aparecían en las guías de viaje.

A pesar de lo maravilloso que pueda parecer ahora, no fue fácil. Ya te lo he dicho. —Susurró Gunhilda como si necesitara un descanso—. A veces, Leo se alejaba entre las calles y, en más de una ocasión, lo encontrábamos al volver a la furgoneta, colgado casi sin pulso. Lo mismo de siempre, a urgencias, a esperar a un diagnóstico de sobra conocido y a darle otra oportunidad a su arrepentimiento apenas convincente. Sin embargo, lo teníamos que hacer por él y por Daniella. Llegó un momento en el que nos planteamos seguir cada uno nuestro camino porque Leo, aunque cuando estaba centrado nos agradecía el esfuerzo que estábamos haciendo, se escudaba en que le fallaba la fuerza de voluntad, como si la voluntad fuera ajena a él. La tensión llegó a hacer irrespirable aquel ambiente. Decidimos avanzar juntos hasta Florencia y allí evaluar nuevamente el viaje.

Pero no llegamos a nuestro destino. Recordé que la madre de mi amiga Rita, que era italiana, además de otras recomendaciones, me había hablado especialmente de la famosa Pigna, el casco antiguo de San Remo. Daniella y Leo se excusaron y decidieron ir por su cuenta para solucionar un asunto pendiente que les ocupaba aquella tarde. Paseamos Martín y yo por las callejuelas iluminadas como de cuento, por el puerto y los jardines, comimos una pizza auténtica y cuando volvimos a la furgoneta nos encontramos con Daniella viendo la televisión, envuelta en una manta, en el sofá.

—¿Qué sucede, Daniella? —preguntamos al mismo tiempo, asustados. ¿Dónde está Leo?

—Hemos discutido. Ha dicho que regresará más tarde, que necesitaba estar solo.

—¿Dónde se supone que lo has dejado? —Preguntó Martín— ¿Por dónde habéis andado? ¿Se encontraba bien o estaba tocado? ¡Joder, me cago en la puta! —explotó Martín dando un golpe en la mesa— Voy a ver si lo encuentro. Vosotras esperar aquí, ¿vale?

Daniella estaba traspuesta, no tenía ganas de hablar de nada y yo respeté su silencio. Me senté a su lado y la abracé sin saber qué más hacer. La espera se hizo eterna, salimos a la calle para respirar alrededor de la furgoneta, estábamos en un parque bien iluminado donde había grupos de jóvenes sentados en el césped con su propia juerga. Cuando ya no quedaba nadie, nos fuimos a dormir. Ninguna de las dos podía conciliar el sueño.

Martín entró en la furgoneta solo, su rostro era el gesto del dolor, de la rabia, de la furia, de la crispación.

—¡No ha podido soportar la última dosis de heroína! —farfulló.

Lloró durante muchas horas aquella noche tumbado boca abajo en la cama. La muerte de Leo nos sumergió en la negrura de la culpabilidad. Nosotros habíamos fracasado y él estaba muerto. Nunca antes nos habíamos planteado esta cuestión. Nos habíamos embarcado en el viaje, sintiéndonos solidarios, poderosos y triunfantes; creíamos que podríamos controlar todas las pasiones… Y ahí estábamos sin comprender nada. Habíamos fracasado en nuestro intento. ¡Leo había muerto!

La policía italiana nos brindó ayuda en los trámites, envió un telegrama a la familia y el consulado de Estados Unidos en Milán resolvió que el cuerpo fuera enterrado en el cementerio de la ciudad. Fue aún más doloroso saber que los padres renunciaban al traslado de su hijo a casa.

Daniella decidió volver a San Francisco y Martín y yo no estábamos en condiciones de continuar el viaje hacia ninguna parte, estábamos extenuados. Pasamos noches en vela hablando de nuestras opciones, nos sentíamos náufragos en una isla desierta en mitad de un océano de incertidumbres. Tal vez nuestra salvación fue estar juntos en aquellos momentos de ruina total.

—Gunhilda —dijo un Martín abatido que nunca antes lo había visto así—, estamos a ochocientos kilómetros de París. Sugiero que nos pongamos en contacto con mi familia allí. —Siento que necesitamos algún tipo de protección, aunque solo sea temporal. El desapego familiar me pesa ahora como una losa —dijo con una sonrisa mirándome y esperando mi respuesta.

—Podría hablar con ellos para ver si nos pueden encontrar un sitio para dormir cerca de su casa y nos quedamos con ellos unos días. Estoy convencido de que nos hará bien a los dos descansar un poco.

No sé si accedí por él o por mí. Estábamos tan aturdidos y desorientados que nos daba igual dirigirnos hacia el norte o hacia el sur, despertar o morir.

Vivían en Villene sur Seine, un pequeño pueblo a media hora de París. Durante el trayecto, Martín me fue hablando de ellos. Eran una pareja con un hijo, —la mujer era hermana de su padre—. A pesar de la distancia, las familias habían mantenido una buena relación. Martín y su primo Fabián habían sido compañeros de juegos de niños, pero luego tomaron caminos diferentes. Martín se trasladó junto a sus padres a Canadá, donde se establecieron y él estudió Bellas Artes. Terminó su último curso y terminó la tesis en Stanford. Fabián, no obstante, vivió la revolución del 68 en París, era una persona muy especial, con una gran sensibilidad por el Arte. Se ganaba un poco de dinero vendiendo cuadros en la calle, además de ayudar a sus padres en la tienda de flores.  En aquel entonces, vivía solo porque la pareja con la que había compartido los últimos dos años decidió irse a vivir a Sudáfrica, y él no estaba dispuesto a acompañarla. Se identificaba bien con el ambiente bohemio de París.

Nos recibieron con cariño y respeto. Su familiaridad nos ayudó a superar la situación por la que estábamos pasando. Fueron unos días de descanso, reflexión y charlas filosóficas interminables visitando la Provenza francesa. La forma de vida, su ritmo, sus intereses y preocupaciones, eran bien distintas a lo que habíamos vivido hasta entonces. Ayudábamos por las mañanas en los trabajos del campo y por las tardes salíamos a pasear por los alrededores. 

Desde allí había una hora de coche hasta el centro de París, y la tienda de las flores de los tíos de Martín se encontraba en la calle Saint Péres, en el Barrio Latino. La ciudad tuvo mucho que ver con nuestra recuperación. Nos fue cautivando día tras día hasta que llegó un momento en el que decidimos establecernos. Tuvimos mucha suerte de encontrar una buhardilla en alquiler en la plaza de los Vosgos que acababa de quedar libre. Cambiamos la furgoneta por un coche convencional y nos dedicamos a buscar trabajo. 

—¡Mamá Louise! —exclamé—. Sentí un escalofrío al oír su voz al otro lado del teléfono.

Aunque su voz me llegaba desde lejos, noté la emoción en sus palabras. La última vez que hablamos fue desde Madrid para que supiera que ya habíamos llegado a Europa. Me dijo que estaba trabajando en el proyecto del Ártico y que vivía en Bergen. Se alegró de saber que estaba más cerca… La conversación me dejó pensativa unas cuantas horas después.

Fabián tuvo una agradable conversación con Martín sobre sus expectativas de futuro cuando le reveló que su deseo era establecerse para vivir en París y encontrar un trabajo en el área de las Bellas Artes. Al terminar de cenar, su tío tocó con el tenedor la copa, para llamar nuestra atención. Nos habló con voz grave.

—Martín, he hablado con mi mujer y mi hijo. Me gustaría comunicarte que estaríamos en disposición de ofrecerte un puesto de trabajo en París. Fabián será el responsable del local de las flores cuando no estemos y está amortizado. Existen suficientes metros para expandir el negocio y, si cuenta con tu participación, podría dársele un giro actualizado.

Martín me miró en silencio. —Yo no tenía mucho que decir allí—, pero me sorprendió muy agradablemente la propuesta y sonreí encogiéndome de hombros. Vi el brillo en sus ojos antes de acomodarse en la silla y dirigir la mirada hacia su familia para responder con tranquilidad.

—Bien, —dijo, como pensándolo— Parece una buena idea en principio. Deberíamos preparar un proyecto y estudiarlo juntos. Puede interesarme y agradezco sinceramente que contéis conmigo.

El padre de Fabián nos invitó a brindar. La conversación se prolongó hasta bien entrada la noche. Formarían un equipo perfecto en el arte floral y la decoración de eventos.

A solas en la habitación hicimos el amor apasionadamente, la magia de las caricias invadía cada poro de nuestra piel desprotegida, el deseo brotaba como un animal insaciable en toda su locura… Aquella noche —continuó Gunhilda con una sonrisa nostálgica— hicimos arder el fuego con los restos del pasado. —Y continuó— París iba a cambiar radicalmente mi vida a su lado. Fue la experiencia más intensa que he vivido nunca —tanto antes como después de aquellos días— Nos instalamos en una buhardilla en la Plaza de los Vosgos. Yo ayudaba en la floristería con la administración; presupuestos, permisos para obras y otras gestiones, hasta que encontré un trabajo como dependienta en una tienda gourmet en uno de los mercados cercanos. Solo me duró dos meses porque una tarde, al salir, me abordó una persona desconocida —o quizá sería mejor decir un hombre—, calculé que era algo mayor que yo, era de aspecto elegante, pulcro, con una melena corta bien cuidada.

—¡Hola! Me dijo atrayendo mi mirada. ¿Me permites que te interrumpa?

Durante un instante pensé que quizá me quisiera vender algo.

—Me llamo David Holder, tal vez mi apellido le resulte familiar porque veo que su trabajo, de alguna manera, está relacionado con el mío.

—Lo siento mucho —respondí, disculpándome.

Era educado y cercano, de esas personas que te hacen sentir cómodo a su lado. De repente, me acordé de que la única vez que había oído su apellido fue relacionado con una empresa que producía macarrones —dulces típicos franceses—. No podía creer que aquel hombre del que yo había oído hablar tanto en los últimos meses, estuviera ante mí solicitando una cita. Dudé y respondí:

—Bueno, ya me has interrumpido… —Sonrió.

—Entiendo que te parezca extraño este encuentro. Lo que quiero decir es que te he estado observando en tu puesto de trabajo durante días y creo que eres la persona adecuada para nuestra empresa. Disculpa que haya sido tan directo. Me gustaría conversar contigo sobre esta cuestión de manera tranquila.

Acepté su compañía, aún aturdida, mientras caminábamos por las calles estrechas a esa hora de la tarde en la que los comercios estaban a punto de cerrar y las cafeterías y los salones de té con sus terrazas iluminadas se llenaban de ambiente. Sin embargo, no me invitó a sentarnos.

Se despidió de mí tomando mi mano y haciendo una leve reverencia. —Debo admitir que me sorprendió, pero me gustó. Tampoco estaba acostumbrada a aquello. Quedamos en que me recibiría en su despacho de los Campos Elíseos al día siguiente una vez finalizada mi jornada. Me ofreció un sobre con información de la empresa, la historia de la familia fundadora y un cuidado catálogo de sus productos. Me quedé inmóvil viéndolo marchar, sin saber qué hacer. Subí las escaleras de casa lentamente mientras leía incrédula. “La historia de las “tea-rooms” de París está ligada íntimamente a la familia Ladurée. Todo empezó en 1862 cuando…”

Mi futuro había comenzado…


Música y marihuana

Yo temía el momento de volver de vacaciones. Procuraba que nuestros planes turísticos terminaran cada día unos minutos antes, para poder acudir a mi encuentro con la mujer que llevaba en su interior el libro que yo deseaba escribir. También notaba en ella una ilusión creciente, una especie de complicidad, que se hacía más intensa a medida que llegaba a la narración de su propia vida.

Los reflejos de su juventud asomaban entre sus canas y sus cuidadas arrugas.

—Recuerdo que te conocí pegada a una botella de Bourbon —le dije.

Mi comentario le hizo soltar una amplia carcajada.

—¡Es verdad! Tienes razón —dijo, mientras reíamos juntas—. A dejar la bebida me ayudaste tú, ya es hora de que lo sepas, mi querida amiga.

—No sé si yo he podido influir de alguna manera, pero el mérito en estas cosas es del que toma la decisión, así es que es todo tuyo; espero que cada día vayas sintiéndote mejor.

Le tomé de las manos y le pedí que siguiera con su relato. Se me estaban agotando los días de vacaciones. Hasta tal punto estaba yo embarcada en su historia, que estuve madurando la idea de pedir un permiso sin sueldo y quedarme, algún tiempo más en el valle, cuando mis amigos viajaran de vuelta.

Mis recuerdos de infancia —continuó con su mirada encendida—tienen más que ver con mis abuelos que con mis padres. No fui consciente de todo esto hasta pasados varios años. Sin embargo, era una niña feliz rodeada de amigos, lejos del ruido de las ciudades, la naturaleza era el paisaje de mis juegos, tal y como le hubiera gustado a mi madre. —Gunhilda se quedó pensativa unos segundos—.

En aquella época —continuó— yo pensaba que Ulma era mi madre y, de alguna manera lo era, aunque ella cada noche me contaba cuentos de historias verdaderas y también de leyendas de Noruega. Juntas rezábamos por Louise, la mujer que se había marchado no hacía mucho tiempo en un barco, para buscar una casa donde vivir las tres juntas lejos de la guerra. Rezábamos para que algún día pudiéramos volver a verla.

Ulma cuidaba también de los abuelos. Ella les atendía como si fueran su propia familia. No tengo conciencia del momento en el que nos despedimos de ellos definitivamente. Tampoco tengo apenas recuerdos del viaje que hicimos en barco Ulma y yo a los Estados Unidos.

Sí recuerdo el encuentro, al bajar del barco, con aquella mujer que lloraba desconsoladamente abrazándome, y yo no entendía por qué.

Desde aquel momento mi madre fueron dos. Vivíamos en un pequeño pueblo cerca de la Universidad, en una de las casitas agrupadas entre bosques y caminos y lagos. Ulma preparaba cada mañana el desayuno para las tres y después me acompañaba al colegio. Mamá Louise nos despedía soplando besos desde las palmas de sus manos, sin dejar de mirarnos, largo rato, mientras desaparecía en sentido contrario.

—Ulma, estoy pensando en cambiar de trabajo. —escuché decir un día a mamá Louise mientras cenábamos—. Estoy madurando la idea de dejar la enseñanza.

—¿Qué dices, Louise? —dijo Ulma espantada— Apenas han pasado unos meses desde el final de la guerra. Ahora que por fin hemos conseguido la estabilidad que nunca habíamos tenido, ¿se te ocurre ahora hacer saltar todo por los aires de nuevo?

—Precisamente por eso, la guerra ha terminado y el país parece recuperarse; algo se está moviendo. Habrá oportunidades de trabajo y a mí me gustaría dedicarme a algo más directamente relacionado con la naturaleza en lugar de a teorizar sobre ella en las aulas. Siento que ya he cumplido con esta etapa y ahora necesito reiniciar nuestra vida: la tuya, la de la niña y la mía. No me niegues que siga apostando por ello.

—Estaré contigo siempre que me necesites. —Dijo Ulma con un suspiro y una sonrisa maternal.

Así fue cómo cambió mi vida, —dijo Gunhilda, dando una palmada alegre en la mesa— Sí querida, ahí comencé a madurar.

A mamá Ulma la perdimos cuando yo tenía doce años. Hasta entonces no había sido del todo consciente de la fortaleza y del amor incondicional que me habían ofrecido aquellas dos mujeres. Dejé de comer, no quería ir al colegio, me refugié con mi tristeza por primera vez en brazos de mamá Louise. La muerte no entraba en mi esquema mental, odié a los médicos cuando dijeron que no podían hacer nada por ella… y la dejaron morir así, sin más, en el frío de una habitación de hospital. No sirvieron de nada nuestros besos…

Quizás alguna vez eché en falta tener un padre. Eso era cuando veía a mis amigos del colegio aprendiendo a jugar al béisbol. Me quedaba algunas tardes después de las clases, mirando embobada a los hombres; y a los niños muerta de envidia. Yo no tenía padre que me enseñara a jugar. Decidí por entonces que lo que yo deseaba era tener un hermano mayor…

—Recuerdo aquellas sensaciones como si fueran hoy… —añadió una Gunhilda risueña— Un poco más tarde aprendí a mirar a los hombres de otra manera —y sonrió dedicándome un guiño.

Desde que me quedé sola con mamá Louise fue un modelo para mí. Era cariñosa, inteligente, audaz, apasionada…, me enseñó a valorar la familia, la amistad y la naturaleza como —según me explicó— antes lo habría hecho mi abuela con ella. Al principio de conocernos me leía cada noche cuentos de príncipes y princesas paseando a caballo por los bosques de Baviera que siempre terminaban en bodas. Más tarde me leía cosas de los animales, de las plantas y de las flores; dónde vivían, cómo se reproducían.  Supongo que, cuando pensó que yo podía comprender mejor, me habló de los astros, de las razas, de las religiones y también de las guerras… —Gunhilda se detuvo un momento y continuó con la voz apagada y pensativa— De la maldad de la crueldad y del miedo…

Fue entre libros como me acercó al mayor drama de la humanidad que todavía estaba tan próximo en el tiempo. La II Guerra Mundial había terminado en Setiembre de 1945 —hacía tan solo 10 años—. Llegó a hacerme consciente de que yo había participado con un papel fundamental en ella. Escuchaba sus relatos, muchas veces con incredulidad. Me parecía mentira mi propia historia. Debió de ser un milagro haber sobrevivido a la noche sórdida de mi nacimiento rodeada de muerte, o haber dormido dulcemente refugiada en los brazos de aquel hombre que quiso ser mi padre y…, haber salido ilesa. Él había detonado el último explosivo contra su cuerpo, seguramente, porque no pudo soportar el horror de los crímenes cometidos —eso pensaba yo— o porque no fue capaz de enfrentarse a la justicia o a sí mismo.

Viajábamos mucho por el trabajo de mamá Louise. Había dejado su puesto en la facultad y disfrutaba de su nuevo empleo como responsable en el Servicio de Ciencias y Naturaleza para la revista National Geographic. Eran viajes cortos que hacíamos con amigos de la universidad y sus hijos, normalmente coincidiendo con los fines de semana. Así fui conociendo el país; las costas, los parques naturales; las secuoyas, los glaciares, las reservas de las tribus indias. También me enamoré entonces.

—Gunhilda, ¿vas a venir el próximo fin de semana al parque de Yosemite con nosotros? —me interrumpió mi madre un martes por la noche gritándome desde la cocina mientras hablaba por teléfono con mi amigo Thomas—.

Pienso que a mamá no le gustaba demasiado mi amistad, siempre buscaba excusas para separarnos. Ahora sé que Thomas, en realidad, fue mi primer amor. Teníamos trece años entonces, éramos compañeros de colegio y de juegos, hablábamos y nos reíamos mucho juntos, peleábamos en broma y nos besábamos y nos tocábamos a veces escondidos detrás de las puertas o en la oscuridad de los matorrales de los alrededores de nuestras casas.

—¡Vale…, mamá! —yo respondía arrastrando las palabras con un tono de fastidio para que no se me notara el interés que tenía por ir con ellos.

Porque yo iba a aquellas excursiones con mi madre y sus amigos porque estaba enamorada del señor Nathan. Él era profesor, compañero de trabajo de mi madre que podía tener treinta años más que yo pero que fue el primer hombre con el que yo me sentía como una verdadera mujer. Era el que organizaba las excursiones. A mí me parecía un auténtico líder; un hombre culto, aunque simpático y con sentido del humor, atento y atractivo hasta no poder soportar su presencia cerca porque yo temblaba como una tierna gota de lluvia a punto de caer al vacío desde lo alto de una brizna de hierba. Tampoco podía soportar los celos que me producía verlo acercarse a otras mujeres del grupo sin que me mirara, a la vez, aunque fuera de pasada o de reojo. Era viudo y tenía dos hijos de mi edad a los que yo odiaba —no tenía muy claro el por qué; supongo que estorbaban en mis sueños.

Los años de universidad fueron una locura; y después también. Mamá hacía viajes cada vez más largos y pasaba varios días fuera de casa. Yo sustituí rápidamente a mis dos amores por otros más divertidos. Descubrí que mis amigos podían ser de todas las razas del mundo. Los jóvenes estábamos empeñados en cambiar el sistema, nos angustiaba la idea de un futuro incierto, defendíamos la justicia social a través de la paz, y Dylan representaba nuestras quejas y nuestra filosofía de vida lejos de la violencia. Me uní al grupo de Sam, un músico negro con el que había coincidido en algunas materias en la facultad. Era magnífico con su armónica, su guitarra y su triste blues. Era todo un personaje, recuerdo que me escapé unos días con él a Chicago, donde participaba en un concierto, sin que nadie nos echara en falta. Fueron excitantes tiempos de amor, de música y marihuana, bailábamos hasta la extenuación, nos emborrachábamos de placer y rock&roll. Hubo sexo y ruido, sentadas, y continuas manifestaciones pacíficas contra la Guerra de Vietnam, apoyando la vuelta a casa de los soldados americanos.

Podría decir que fue una etapa de rebeldía total en la que me distancié de mi madre, no soportaba sus críticas y sus recomendaciones. Conseguí un trabajo de camarera en un bar de música para conseguir algún dinero y algo de libertad antes de pensar —como decía ella— seriamente en mi futuro. Aguantaba educadamente sus visitas, pero yo era feliz en aquel ambiente de amor libre y de pseudo-independencia que me permitían los dólares que me dejaba cuando aparecía cada semana. Me fastidiaba que las conversaciones de los últimos meses solo trataran de mis planes de futuro, lo cierto es que yo tampoco mostraba interés alguno por su vida, aunque ella me hacía partícipe de algunas anécdotas de sus viajes. En una ocasión me dijo:

—Gunhilda, quiero que sepas que voy a solicitar a National Geographic que me incluya en el grupo que se desplazará de aquí para participar en el proyecto del Ártico. Si lo aceptan supondría volver a instalarme en Noruega, no sé por cuánto tiempo, pero posiblemente pasen algunos años. Quizás sea mi último destino. Me gustaría que, entre tus opciones, una vez que termines la universidad, contemples la posibilidad de venirte conmigo. Piénsalo despacio, tómate tu tiempo y seguiremos hablando…

—Bueno…, no suena mal —dije, sin darle demasiada importancia.

La idea me resultaba a priori interesante teniendo en cuenta que en aquel momento la ilusión de mi vida era viajar con mis amigos y conocer el mundo. Europa sería, sin duda, un buen comienzo. Otra cosa era que yo tendría que contar con la ayuda de mi madre hasta que pudiera independizarme económicamente.

No dudé, aunque lo medité durante unos cuántos días antes de atreverme a pronunciarme. Mi madre aceptó concederme un año sabático.

—Por cierto, mamá, —pregunté por mera curiosidad— ¿va alguno más de aquí?

—¡Ah, sí! No lo habíamos comentado. De esta universidad iríamos un amigo antropólogo, profesor de arqueología y yo. Por cierto, ¡tienes que acordarte de él…!

El estómago me dio un vuelco; me quedé paralizada, muda, deseando que la tierra me tragara…

—¿Te acuerdas de Nathan?


firma

El Dahls

De nuevo volvía a mirar los mapas, las distancias, la situación, consultaba compulsivamente los datos meteorológicos en la zona durante las estaciones de primavera y verano y no lo apuntaba porque tenía una fe ciega en sí misma, había retenido siempre todos los datos que leía y escuchaba o veía a su alrededor, había sido como una máquina «tragadatos», tenía una memoria prodigiosa y además sabía que estaba capacitada para gestionarlos con relativa facilidad y velocidad. No es que hubiera sido una niña prodigio; no, eso nunca se lo plantearon las personas que la educaron o las que más tarde la conocieron, pero ella sabía de sí misma mucho más de lo que dejaba entrever en público.

Eran las cuatro de la tarde y estaba aturdida. Sí.

Las cuatro de la tarde.

Se incorporó de nuevo para comprobar que no se había equivocado de hora. La luz de la tarde empezaba a caer, los papeles ya se le habían caído al suelo antes, el mug de chocolate que afortunadamente se sostenía boca arriba y al que le quedaba como un tercio de líquido sin beber, presentaba un aspecto poco apetecible porque hacía rato que tenía marcada en color oscuro la línea hasta donde había estado lleno. Se arrebulló en la manta y cerró los ojos. No quería saber nada de nada. Ni de nadie.

Adiós a las agencias de empleo, adiós a las oficinas de turismo, adiós a las clases particulares para niños impertinentes, adiós a los puestos del mercado donde todos eran inmigrantes que solo venían a ganarse un dinero para largarse cuanto antes a viajar por el mundo, adiós a las clases de música y a las clases particulares de canto para mayores, y a la dirección de coros (por supuesto que también para mayores). Adiós a la universidad, no quería depender de él. No. Eso lo tenía claro. Sencillamente no.

Se dio la vuelta, desparramó su cuerpo boca abajo soltando un grito enfurecido que afortunadamente quedó amortiguado por la almohada. En realidad, sus vecinos no tenían la culpa de nada de lo que a ella le rondaba por la cabeza.

¡Ja!, estaba simplemente desequilibrada. Los meses estaban pasando por delante de ella sin que se atreviera a intervenir de manera activa en la nueva vida que se le presentaba. No quería ni pensar en la palabra depresión, pero ahí estaba, sumida en un pozo negro del que no sabía cómo salir. Nunca hubiera pensado que le afectaría tanto la muerte de su madre. En realidad, y si era capaz de reflexionar sobre ello, el hecho era que esa circunstancia siendo desequilibrante, sin embargo, no era lo único que la tenía incapacitada. Había sido un cúmulo de situaciones vividas en serie desde su ruptura voluntaria con su vida anterior. Había huido de Estados Unidos sin un proyecto de vida claro. Su viaje iniciático había terminado en tragedia y ahora se daba cuenta de que había sido un riesgo meditado y aceptado por el grupo el de embarcarse en aquel proyecto para ayudar a su amigo a desengancharse de la droga. El altruismo no había sido suficiente para evitar el fatal desenlace y eso les había marcado a todos profundamente, pero ella sentía su propio dolor como una gran carga emocional difícil de superar. Después de aquello, le había costado recuperar su estado de ánimo y vivió algunos episodios amorosos ilusionantes, escarceos como meros momentos de alivio y diversión, pero sin ningún sentido, hasta que tuvo que enfrentarse al dramático hecho de la muerte de su madre y al inquietante reencuentro con Nathan…

Estaba agotada.

Sonó el móvil que estaba en el suelo. Calculó que estaba a una distancia de por lo menos cuatro pasos de su cama. Lo miró con cara de desprecio, no tanto porque le incomodara una llamada de algún amigo como por la distancia que tenía que salvar para atenderlo que le obligaba a levantarse. Justo cuando decidió poner un pié en el suelo, se hizo el silencio. No retrocedió y pensó que era buena señal; no retroceder. Siempre se lo había dicho su madre: «un paso atrás… ni para tomar impulso». Sonrió con cierta nostalgia. Estaba sola, si, pero tenía gente alrededor con quienes compartir afectos y risas y sexo y otros momentos especiales, fiestas y encuentros culturales, y viajes. Había logrado hacerse un hueco en el ambiente de la universidad.

—Hey,  preciosa. Cómo vas con tus entrevistas? Hace días que no sabemos nada de ti.

Su voz sonó impetuosa y alegre.

—Vamos a ir esta tarde a ensayar al Dahls y de paso a tomar unas cervezas. No hace falta que digas nada, te esperamos.

Escuchó el monótono del móvil antes de poder pensar en una excusa.

No podía hacerles la faena de faltar. El grupo lo componían cuatro voces, dos hombres; John y Lucas y dos mujeres Ofelia y ella misma. Además, contaban con colaboraciones de guitarra, bajo, batería y saxo. Cada uno de ellos era indispensable. Además, la fecha de grabación de la maqueta se acercaba y ya se había perdido demasiado tiempo dando largas con su duelo. Se revolvió el pelo delante del espejo, se lavó los dientes y salió sin pensar en más. El estudio estaba a pocas manzanas de su apartamento. Intentó estirar la piel de su cara dándose pequeños pellizcos en las mejillas y esbozando una sonrisa fingida que no le dio mal resultado, incluso se hizo gracia a sí misma. Las luces del atardecer daban a la ciudad un aspecto festivo y trató de tararear los nuevos temas mientras conseguía un taxi para llegar antes que los demás y entonarse un poco.

La cerveza fría le entró directa en vena. Alguien la cogió desde atrás por la cintura y le gustó sentirse enroscada por el abrazo de John —conocía sus manos grandes y sus gestos poderosos—. La ilusión de compartir otra cerveza y dejarse animar por el fino sentido del humor de su amigo se vino abajo cuando entró como un huracán Ofelia dando todo tipo de explicaciones sobre algo a lo que no prestaron atención, porque ya se sabía, las excusas eran su fuerte y por principio general siempre llegaba tarde a todas partes.

Lucas comenzó dando unos pequeños toques rítmicos con su pie derecho en el suelo del local, impaciente. Pidió que suavizaran las luces para dar un ambiente más profesional, aunque fuese un ensayo, algo así como de mayor intimidad. Estaba harto de sentir que era únicamente él quien se tomaba en serio el grupo. Había compuesto la mayor parte de los temas que iban a incluir en el disco y estaba dispuesto a cualquier cosa con tal de que quedaran perfectos. Confiaba más en los músicos que en las voces que para ese momento llevaban ya un par de cervezas encima cada uno. Se sorprendió al escuchar la voz suavísima de Gunhilda sugiriendo más que cantando


El Ártico

La línea invisible que separa en el mar de Noruega el círculo polar ártico está señalada en tierra por un pequeño poste que sostiene una tabla de madera con una inscripción y una exigua bandera apenas perceptible desde el barco. Lo recuerdo como si fuera este mismo momento, mis madres Ulma y Louise abrazándome en el medio de sus cuerpos señalándome el cruce al Ártico, subida yo a un peldaño del casco del barco al que no me dejaban subir sola. Vuelvo a recordarlo con añoranza de momentos vividos cuando aún no sabía apreciarlo. Me consuela a veces, cuando hablo con mis amigos, el saber que esta sensación la hemos vivido todos de una u otra manera. Solo nos damos cuenta de la suerte que hemos tenido cuando ello se ha convertido nada más que en un precioso recuerdo.

—¿Alguna vez te has parado a oler la nieve?

Se había dado la vuelta repentinamente lo que provocó que yo que iba mirando al suelo —lejos en mis ensoñaciones siguiendo sus pasos— casi me topara con él causando un desequilibrio del que nos salvamos gracias a los bastones que hacía tan solo unos días había decidido que teníamos que llevar en nuestras excursiones por la montaña. Acepté más por él que por mí, aunque más tarde entendí que eran de gran ayuda en determinadas situaciones.

Ya he dicho que yo seguía sus pasos. Y eran días de felicidad compartida. Él había vuelto a ser aquel profesor al que le apasionaba organizar viajes y excursiones y rodearse de gente que tuviera curiosidad por la naturaleza o la historia de su país. Entonces, que tenía más tiempo disponible, se pasaba las tardes estudiando planos y libros de historia, de biología, tomando apuntes en folios que llenaba con una letra desordenada y difícil de descifrar para cualquier otro ser humano que no fuera él mismo. Me daba mucha paz mirarlo desde el salón, la puerta de su despacho acostumbraba a dejarla entreabierta porque decía que así me sentía cerca. Algunas veces me pedía que revisara sus borradores manuscritos antes de pasarlos al ordenador.  Aquello me llenaba de una sensación íntima de felicidad, aunque me costaba deducir el significado de determinados garabatos y signos en los márgenes o entre las líneas de aquellas páginas y tenía que recurrir irremediablemente a él para darles sentido. Él sonreía condescendiente y yo me arrimaba a su costado mientras él besaba mis ojos. Eran unos segundos de plenitud. Descubrí que aquél era el sentido de mi vida.

Tiré los palos al suelo. Me agaché e hice una bola de nieve con mis manos enguantadas y me las acerqué a la cara como para oler la nieve.

—¿A qué huele la nieve? —Dime, Profesor, ¿a qué huele la nieve? y se la pasé por la cara empujándole con mi cuerpo hasta que perdió el equilibrio y terminamos los dos en el suelo nevado entre quejas y risas.

Hubo un tiempo, sin embargo, que me marché de Bergen. Trabajé en el centro de Oslo, en un amplio local en la zona del puerto, franquicia de una de las firmas internacionales más lujosas de ropa de caballero. Tenía cinco empleados y personalmente me ocupaba de la dirección y gestión de la propia franquicia, así como de trámites con la casa matriz. Viajaba y disfrutaba de la relación social que aquel estatus me aportaba. La idea había sido, cómo no, de mi amigo Enric que era emprendedor por naturaleza y hombre de negocios quien me había animado a salir de mi estado de inquietud permanente. Aunque yo amaba profundamente a Nathan, trataba de evitar una relación de dependencia por parte de los dos.  Ello no impedía que compartiéramos muchos momentos divertidos, interesantes y entrañables. Enric y yo fuimos socios durante un tiempo largo, además de amigos.

El accidente de avioneta de Nathan fue lo que hizo que se abortaran todos mis planes de futuro. Decidí que me ocuparía de él. En aquellos momentos el no pudo opinar sobre la cuestión.

Todavía había luz afuera, hacía frío y el edredón nos cubría a los dos escasamente. Me lamenté de su tamaño, lo que hizo que —a regañadientes, con aquella sorna que me descolocaba siempre de mis posiciones de verticalidad en la vida— me apretara hacia él para ofrecerme la cálida acogida de su abrazo. ¡Tantas veces había soñado con momentos como éstos!

— Ya veo que no pensaste en volver a compartir tu cama.

Me quedé recogida en posición fetal a su lado sin pretender dar ni un paso más. El yacía boca arriba leyendo lo que parecía ser un guion, a juzgar por el esquema de sus páginas, aunque yo no alcanzaba a leer su contenido. Parecía realmente interesado porque además me había pedido unos minutos de silencio para terminarlo. Yo contaba las hojas que le quedaban entre los dedos de su mano izquierda tres, dos… y sin poder reprimirme desplegué mi cuerpo y me abracé a él que soltó los papeles como pájaros espantados que miraban desde el aire cómo nosotros enredados también caíamos a trompicones de la cama y nos rendíamos en la alfombra.

—¿Volarás conmigo? —preguntó más tarde, cuando el latido salvaje de nuestros corazones había cedido y dormitábamos uno junto al otro.

Había un brillo en sus ojos que yo desconocía hasta aquel momento. Imaginé entonces que ya nunca más lloraríamos juntos, quizás habíamos cruzado la fina línea del miedo a la culpa y nos habíamos tropezado inevitablemente con la pasión, tan cercana, y tan esquiva a la vez. Agotados nos abrazamos como si aquel momento formara parte de una despedida, más que de un deseado primer encuentro.

Sonaron las notas de un carrillón a lo lejos.

—Tendremos que cenar algo —dijo Nathan dándome unas suaves palmadas en la espalda.

No quería moverme de allí, podía sentir el fluir lento de nuestras sangres hermanadas. Me había desarmado su entrega y aquella luz que se acababa de encender en su mirada limpia y solícita, agradecida.

Intenté salir de la situación de alguna manera con levedad. Aceptando su idea pregunté:

—¿Has dicho volar en serio?

—Nunca te había visto tan preciosa. Esa sonrisa relajada por fin en tu boca, y tu vestido nuevo revoloteando por mi alfombra…

Todavía no había amanecido y apenas circulaban vehículos por la ciudad. Nathan había quedado con su amigo Joe —el profesor Williams— en el puerto, junto al museo Norway Fisheries para pasar el día juntos. Se conocían desde hacía muchos años y ahora que Joe se encontraba en Bergen dando unas conferencias sobre el cambio climático iban a aprovechar para disfrutar de alguna actividad juntos. Convinieron en contratar una excursión de día en hidroavión. Sobrevolar el cielo noruego despegando desde el mar tenía que ser una experiencia emocionante. Disfrutar desde el aire de la belleza de la ciudad de Bergen y la naturaleza que la envolvía, de su espectacular puerto, de las cadenas montañosas nevadas, de los glaciares, de las pequeñas aldeas salpicando las zonas de los fiordos, los inmensos bloques de hielo rumbo al Norte. Estaban ilusionados con la idea, aunque Nathan no había conseguido que yo me animara a compartirla. Había preferido dejar a los dos amigos vivir su experiencia y compartir sus recuerdos solos después de tanto tiempo. Habían desayunado tranquilamente en el hotel intercambiando anécdotas de su vida en común e historias de su etapa posterior. Joe estaba a punto de dejar la docencia y de quedarse únicamente con aquellas conferencias que le llevaran a lugares a los que él mantenía verdadero interés por conocer.

El agua salpicaba los cristales de la cabina del hidroavión a medida que avanzaba alzando el vuelo. El piloto, después de todas las recomendaciones de rigor, se volvió hacia ellos haciéndoles con el dedo pulgar en alto la señal de «todo en orden, señores, volamos hacia el Círculo Polar Ártico».

Fuga de monóxido de carbono en la cabina de la avioneta.


Vivir (sin equipaje) en la cuerda floja.

Cada recuerdo tiene la forma de un alfiler que navega a lo hondo
con una precisión de cuchilla que rasga el pétalo carnal del tiempo y de las rosas.
F.Benitez Reyes

Como cada mañana me despierto antes de que el día se proponga alumbrar la esquina más oriental del planeta. Difícil propuesta retórica. ¡Que estupidez, impropia de una persona que se supone que conoce desde hace más de medio siglo que el planeta no es cuadrado, que podría dedicarse a dar mil vueltas a su alrededor y no llegar a ningún lado! Bueno, en realidad esto sí lo sabe porque de otro modo no estaría sentada delante del ordenador intentando escribir y bostezando como un pez antes de tomarse su café.

Decía que amanezco antes de que las luces del día se presenten ante mi como fieles soldados de un ficticio ejército, para limpiar la estancia del polvo que han levantado las estrellas jugando con la memoria en el despiadado laberinto de las noches.

Soy una especie de alienígena aturdido aferrado a un timón descalabrado que se desprendió en algún momento de la nave orientada rumbo al norte y que, ahora, solo sirve como báculo de su pequeño reino de taifas; o sea, para gobernarse a sí mismo mientras busca la difícil verticalidad en este universo de mareas vivas.

La última copa… el último cigarrillo, la última onza de chocolate…

Así fue la última vez que pensé en el suicidio. Pero… ¿Por qué debería de renunciar a la vida, o, a la idea que llevo tatuada en mis genes sobre la felicidad? ¿En favor de qué o de quién?

Por lo menos, dudé.

Abro el baúl en el que guardo gastadas las viejas fotografías que ya han virado, en la mayoría de los casos, hacia el color sepia. La casa está vacía. Oculté la luz de las ventanas, cuando ya no estabas, con cortinas de niebla y sedas salvajes, sin saber que del tiempo vivido solo quedaría una madeja de amor enredado en un hondo vacío, y que vivir seguiría siendo una búsqueda constante de verbos sin futuro. Hoy soy el único habitante aquí, el superviviente de un juego mortal al que llegué un día cualquiera de abril con las cartas marcadas.

Vivir sin equipaje es una falacia, o sea, una mentira. Somos lo que queda después de que todos se han marchado de la fiesta; la ambigüedad de la resaca del buen vino, la utilidad de las máscaras rotas, abandonadas por los pasillos, el extremo del extraño viaje por coordenadas equivocadas dentro de nosotros mismos. Y el huir de un tiempo de luz, con los deberes sin cumplir.

Así que, me queda la cuerda floja…

Como en un akelarre aquí, en este baúl, se me convoca cada vez que me atrevo a bailar sobre ella.  Aparecen algunas fotos del mar tomadas en mis rutinas diarias por el paseo de la playa camino de mi trabajo, cuando aún soñaba en el amor con mayúsculas y lo verbalizaba con versos de adolescente. El amor de mis mayores, el amor fundamental (el de la ternura, el de la complicidad, el comprometido), los amores marginales, los de los amigos. Aún me parece escuchar el eco de las piedras que solía tirar sin tino al aire mientras jugaba con mi perra y que ella nunca supo hacia dónde volaban, ni dónde terminarían cayendo —yo tampoco. Sí sé que, además del olfato, afinó el oído conmigo—. Me llegan desde el papel satinado de sus miradas limpias, las risas de mis hijas y el despertar de los abrazos por las mañanas. —Siento frío—. Vuelvo a encontrarme con las montañas, los «tresmiles» que rodeaban nuestros días de vacaciones y a los que intentábamos llegar una vez y otra por todos los caminos posibles. Recuerdo las pequeñas heridas, los rasponazos en las rodillas, los picotazos de los mosquitos, las marcas en los brazos, de las moras y de los arañones que recolectábamos entre los espinos. Reconozco los disfraces que inventábamos para la función de teatro de agosto en la piscina, hechos con restos de ropas y abalorios inservibles de otras épocas. Y ahora la caja de las fiestas; los bautizos y comuniones, las bodas, los bailables de algún final de curso. Y los tesoros; el pasaporte con los sellos de los países a donde viajábamos, y mi foto preferida (sentados, tú y yo, en el suelo de una haymah). Servilletas de papel arrugadas con palabras escritas en letra de mosca, pétalos guardados entre las hojas de los diarios, cartas llegadas del extranjero que se reconocían por una guirnalda de colores impresos en diagonal en los bordes de los sobres, y sellos exóticos que coleccionábamos como las postales, las felicitaciones de cumpleaños, las dedicatorias…

Es casi mediodía, en algún momento se ha debido de hacer la luz. No espero a nadie, tendré que inventarme una historia para vivir este día; quizás un paseo por el monte, un café con cafeína o con alguien conocido, quizás salir a buscar imágenes de luces imposibles o historias verdaderas para contar, porque la vida, en realidad, es la de cualquiera que tenga un corazón latiendo mientras corre el tiempo como un animal salvaje entre los recuerdos y el futuro imperfecto de los verbos.


@mjberistain

El impermeable azul

La última vez que te vi fue hace más de dos años.

Esta mañana he releído este pequeño texto que escribí entonces. Aparto las lágrimas que me asaltan y recibo tu abrazo de silencio con respeto.

Caminabas despacio, embutido en tu viejo impermeable azul de hombros gastados; las manos siempre en los bolsillos. Te imaginé con una rama de tamarindo finísima entre los labios.

Entre una sombra y otra, la luz amarillenta de las farolas del paseo iluminaba tu figura. Una lluvia persistente escurría desde tu gorro hasta la bruma de tus ojos, casi cerrados contra el viento. Arrastrabas tus pasos con ritmo lento como el de las viejas canciones de piano bar. Luchabas, tal vez, a corazón abierto, contra un futuro comprometido.

En un artículo de Rosa Montero leí estas palabras:

… La enfermedad solo adelantó cruelmente esa decadencia que todos los humanos hemos de afrontar. A medida que cumples años, a medida que envejeces, te vas acercando a los confines del mundo. El pasado tira de ti como si llevaras a la espalda una mochila de piedras y empieza a asustarte mirar hacia adelante. Dentro de poco comenzará la edad de la heroicidad.

Todavía estamos a tiempo. Quiero decirte que respeto tu silencio, sin ganas. Comprende que, a alguien necesito decirle que me gustaría acompañarte en el camino, también en esta etapa de la vida, como durante aquellos años en los que nos crecían pequeños poemas por cualquier esquina, y subrayábamos con tinta temblorosa frases que nos identificaban, y que nos hubiera gustado poder firmar.

¿Te acuerdas?

En realidad, esto es solo una reflexión. Soy consciente de que esta pregunta es pura retórica porque se la estoy haciendo a la página en blanco, con quien mantengo una relación de soledad estrecha desde que tú no revisas mis papeles.

Porque, escribir era como subirte a una cometa con cintas de colores en manos de un niño sin saber hacia dónde te llevaría el aire. Volar muy alto y caer de bruces y remontar el vuelo, una vez y otra con las alas hechas trizas, hacia una nueva dimensión.

Jugábamos a ser poetas, —si es que se puede llamar poesía a escribir en líneas que no llegan al borde de la cuartilla—. Había algo misterioso y bello en envolver con endecasílabos las cenizas de la vida que quemábamos. Compartíamos versos, espacios en blanco e incluso los puntos suspensivos hasta que la tristeza, la desilusión o los miedos caían derrotados.

Sé que prefieres hacer el camino en silencio, a solas, —ya me lo has dicho—.  A pesar de que reconozco un punto de dolor y decepción en mi amistad, respeto tu libertad. 

Me gustaría acompañarte en el camino…

Prometería no incomodarte. Llevarte té caliente y pastas de naranja para cuando tu ánimo flaqueara. No te daría conversación, me sentaría cerca de ti algún rato a escuchar tu silencio, o a leerte poemas conocidos, y cuando te recuperaras, tu sonrisa sería mi amuleto. Me marcharía despacio en dirección contraria a tu destino.



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@mjberistain

Una corta primavera

En el campo la primavera era muy corta, así que, antes de entrar en aquel voluminoso edificio, me entretuve unos instantes en oler y tocar algunas flores. Observé detenidamente sus colores, aunque en mi retina aparecían difusos, como si una lluvia de miedo me invadiera con suavidad imperceptible ante las pocas personas con las que me crucé subiendo los peldaños que me separaban del desastre.

—Pase a esta sala, por favor, señorita. Enseguida vendrá alguien a atenderle.

Abrió una puerta casi cuadrada, blanca. Busqué como una posesa la fuente de luz, una ventana, quizás, más que por la luz, fue por tener controlada la huida; la posibilidad de poder escapar de allí en un momento determinado. Me flaqueaba el espíritu. Y me temblaba el cuerpo. Posiblemente no estaba preparada para vivir aquel momento. Había asientos de plástico unidos en hileras a lo ancho de las inmensas paredes. Una gran columna cuadrada cerca de una esquina y una exigua mesita vacía a su lado eran el resto del mobiliario, todo blanco. No había relieve. Yo me tambaleaba. Busqué asiento en aquellas hileras de plástico vacías y tuve problemas para elegir uno de ellos. La luz de frente, la luz a las menos diez, la luz a las y veinte… ¡La luz, por dios!, ¿qué me importaba de dónde venía aquel día la luz si estaba ciega de horror?

Si hubiera estado allí mi madre Ulma todo hubiera sido distinto. ¡Cómo la echaba en falta, incluso después de tantos años!

—Buenos días, —se escuchó una voz demasiado fuerte.

Le seguí por los interminables pasillos de puertas numeradas a uno y otro lado. Aquella pulcritud inhumana me exasperaba. Mamá yacía tranquila. No supe interpretar muy bien su posible diagnóstico hasta que detuve mi mirada en sus ojos cansados, de color amarillo. Me tomó de la mano y la acercó a su pecho. Literalmente caí sobre ella con toda la gratitud que, solo en aquel momento, fui consciente de que se la debía.

Afuera se había quedado Nathan.

A pesar de que era una persona acostumbrada a destacar por su personalidad, su gran humanidad y sentido del humor, era un hombre comedido, aunque comprometido, y especialmente respetuoso. Nos habíamos abrazado en un fatídico instante contenido y nuestras miradas se habían entendido. Como en otras ocasiones. Pero de eso hacía ya muchos años.

La ventana de la habitación daba a un pulcro jardín dispuesto por parterres en los que convivían en armonía flores de variados colores, en plena floración entonces; brotes de jacintos, tulipanes, macizos de rododendros y bellísimos árboles, sauces de un verdor brillante y algunos robles definiendo un camino en la realidad apenas frecuentado. Sí se podía, sin embargo, disfrutarse desde las ventanas cerradas del hospital. La música suave apaciguaba las emociones y favorecía el dormitar levísimo de los enfermos que esperaban su final. Todo estaba escrito y firmado por cada uno de los pacientes y sus familiares. Pensé, en algún momento, que también esas horas o días podían ser un tiempo feliz. Tiempo de reencuentros y despedidas, tiempo de reconocimiento y tiempo de verdades que ya no serían a medias sino verdaderas. Pensé que era una suerte poder llegar allí consciente y rodeado de las personas a las que alguna vez amaste y te amaron, y poder despedirte de ellas antes de emprender el viaje a una nueva vida. Eso, independientemente de que tuvieras convicciones religiosas, fueras creyente o no. Desde aquella ventana pasamos lentos atardeceres y madrugadas. La belleza de la escarcha que cubría la parte sombría del jardín nos hacía imaginar la fragancia que más tarde aspirábamos. Aprovechábamos los momentos de aseo de mamá para descansar y tomarnos un café caliente juntos, hablábamos en voz muy baja para no interrumpir la paz de aquella naturaleza.

—¿Vendrás conmigo a casa?

Nunca, hasta ese momento, había escuchado de Nathan una propuesta semejante. Tampoco me lo había planteado. ¿Qué sería cuando mamá ya no estuviera entre nosotros? Yo era un alma libre. Así me habían educado y así quería seguir viviendo. Pero ¿qué hacía ahora en Noruega, mi país de origen, sin un proyecto, sin mis amigos que se habían desparramado por Europa después de la experiencia del viaje iniciático que nos marcó a todos con la muerte de Leo. La idea de volver a Estados Unidos no entraba en mis planes.

Tengo que reconocer que me invadía una gran tristeza y soledad sin saber muy bien a qué se debía cada una de ellas y sin poder formular una sencilla queja a nadie. Solía encontrar a Nathan con la cabeza baja ocultando su pena sobre el lado del corazón de mamá cuando ella dormitaba. Yo apenas le tocaba el hombro y volvía a dejarles solos. No supe calcular las horas que habíamos pasado juntos cuando mamá nos dejó vacíos.

Deambulé por las calles de Bergen sola. Estaba destemplada. La ciudad empezaba a despertar entonces, el ruido de los camiones de reparto, los olores de fuel y de pescado de los barcos que descargaban en el puerto y que el viento no disipaba me hicieron acercarme a una nueva realidad, la de una ciudad pequeña y acogedora en comparación con lo que había vivido hasta entonces. Sus gentes, eran una multitud de razas compartiendo espacios y cultura en equilibrada convivencia. Por supuesto que los oficios menos valorados por los nórdicos eran ocupados por inmigrantes negros, latinos o chinos. Sin embargo, el ambiente de la ciudad era agradable, las conversaciones parecían amigables, y el movimiento de trabajadores se podía decir que era disciplinado y eficiente. Los camiones de limpieza, apenas aparentes, hacían brillar el asfalto de las calles del centro y la ciudad amanecía resplandeciente como cualquier otro día. Pero para mí no era cualquier día. Todo había sido repentino y tan rápido que no había tenido tiempo ni ganas de reflexionar, no había sido capaz de encajar estas nuevas piezas en el difícil puzzle de mi vida. Grises, blancos. Blancos, grises. Evitaba, a toda costa, incluir los negros. No me hubieran dejado mis madres. Mi mente automáticamente los viraba a grises: gris oscuro, gris medio, gris neutro, gris claro… Ella, junto con Ulma, habían procurado llenar mi vida de color desde el momento en que me tuvieron en sus manos, y yo no iba a decepcionarles. Pensé en la voz grave y triste, entrecortada de Nathan. Pensé en sus palabras, pensé también en su soledad y en la mía. ¿Era un disparate?

Decidí no coger el funicular para subir al monte Floyen sobre la ciudad, casi era mediodía, caminé despacio, el día era fresco entre la arboleda. La inmensidad del fiordo y la ciudad allí abajo, rodeada de sus siete montañas y con el océano tan próximo me envolvieron con una naturalidad generosa.

@mjberistain


La espiga

Me llamo Wild Oat.

Soy avena silvestre. Algunos me llaman Flor de Bach, porque el famoso músico Johann Sebastian Bach escribió una minúscula partitura para mi. Pero esa historia ocurrió hace más de trescientos años.

Yo le amaba, y a su música.

El sol brillaba aquella tarde silenciosa. En el regazo de una pequeña aldea mis compañeras y yo éramos felices. Sabíamos que la vida era efímera pero no pensábamos en ello entonces. Éramos campesinas. Distinguidas y estilizadas adolescentes de largas melenas rubias. Felices en nuestra parcela de tierra jugosa de color cobrizo, indiferentes al paso de las horas. Amábamos el sol, y crecíamos jugando al escondite con los vientos y chapoteando en el barro que formaban a nuestros pies las lluvias de primavera.

Aquel día estábamos inquietas. Veíamos cómo a lo lejos se levantaba una gran polvareda. Atravesando los campos, acercándose a nosotras cada vez más, llegaba la cosechadora amarilla.

Quise huir.

Inclemente, el sol cubría por entero los campos, hacía mucho calor. Sería difícil escapar y esconderme salvo que encontrara un fino haz de su luz junto a una sombra y pudiera camuflarme en ella. No lo dudé, me tiré al suelo y me arrastré avanzando torpemente entre las piernas de mis compañeras que, ante el estupor de ver de cerca la cosechadora, no se daban cuenta de mi maniobra.

El ruido del motor era aterrador. Llegué hasta el cobertizo de la casa y me refugié en el lado sombrío de un saco de abono abandonado. Estaba exhausta, me quedé quieta viendo la siega de mis compañeras que saltaban por los aires como pequeñas briznas doradas y caían después, una sobre otra, de nuevo a la tierra.

Un rayo de luz cegadora se me acercó y ocupó mi sombra. Se me ocurrió trepar por sus finas fibras para llegar hasta el sol. Sentí que un viento suave tiraba de mí succionando dulcemente. Era, como fluir entre livianas corrientes de aire; como volar sin gravedad.

El sol me recibió con un abrazo cálido. Sin embargo, —me dijo— voy a pedirte algo. Has tenido el coraje de perseguir tu sueño y aquí estás, lo has conseguido. Ahora tienes que ser agradecida a la vida y compartir tu felicidad con los demás. Te convertiré en flor, serás mi flor preferida. Tú te ocuparás de cuidar la tierra. Volverás a ella en forma de lluvia cada primavera para que germinen las semillas y se llenen los campos de espigas. Y lleguen los nuevos veranos y las cosechadoras, y haya trabajo y alimento para todos.


@mjberistain

¡Te lo dije!


—¡Te lo dije!

Gritaba mi abuela desde el tercer piso, dando órdenes, moviendo sus brazos de forma grotesca como en los momentos que me amenazaba con darme una paliza.

—¡No va a entrar! —te has empeñado, pero no va a ser posible.

Los trabajadores se afanaban en mover aquel bulto de dimensiones descomunales mientras el conductor, atento al tráfico que levantaba polvaredas envolviéndole en nubes de vapor de monóxido de carbono, sujetaba la gran puerta del camión sin poder evitar mirar a los coches que pasaban, ceñidos a su cuerpo a gran velocidad, especialmente a los de gran cilindrada que le obsesionaban desde que era un niño: los viejos «bemeuves» de segunda mano conducidos por jóvenes a toda máquina, los jaguares majestuosos, algún ceremonioso bentley con chofer, los porches que se habían convertido ya casi en vulgares, los estrepitosos bugattis negros de líneas rojas, y alguna que otra camioneta de reparto que a esas horas de la mañana se afanaba por llegar puntual a entregar la carga en los mercados. Se había quedado absorto con la maniobra del mustang amarillo y su bramido mientras aparcaba en la acera de enfrente.

—Quiyo, tira p’ayá que megtafisiando con el burto en lo cojone!!! —gritaba el bajito calvo a su compañero, un atlético individuo de casi dos metros de alto y uno cuarenta de ancho mientras se atusaba el flequillo que le caía sobre el ojo izquierdo.

La maniobra no podía ser más caótica. El jefe había aceptado la primera hora de la mañana para hacer la descarga a petición de su cliente. Pero las cosas y las calles y las carreteras van tomando aspectos diferentes con más rapidez que antaño, y la calle de los Orcos se había convertido en un estrecho y sinuoso atajo perfecto para evitar los cuatro kilómetros de semáforos que hacían del camino al centro de la ciudad una procesión dolorosa cada día.

—¡Eh, Joaquí, egpera tío! que me tengo que soná.

El alto deslizó el bulto sobre sus rodillas y, a pulso, lo colocó en el suelo asegurándose de que no se dañara por ninguna esquina. Le había costado indemnizar por su cuenta a un cliente porque en una ocasión había entregado un bulto menor con una esquina rota y había querido hacerse el loco argumentando que lo había recibido así. Su chulería le costó la friolera de trescientos pavos que le descontaron de su paupérrimo sueldo, además, coincidiendo con su época de vacaciones, lo que hizo que tuviera que reducir en alta proporción la cantidad de gin-tonics que solían alegrarle las noches de farra.

—¡Quiyo!, —¿passa ahora?

Para disimular, el alto, mientras sacaba el móvil de uno de los bolsillos de su buzo para mirar en la pequeña pantalla quién le llamaba, sacó un pañuelo y simuló un estornudo. El pequeño hizo un gesto de fastidio y lanzó una mirada asesina a su jefe —el conductor— que seguía mirando al tráfico, embobado, haciendo caso omiso de lo que se pergeñaba en la trasera del camión.

Había movido todos los muebles del único espacio posible de la casa para colocarlo. La mesa de escritorio con el ordenador delante de la ventana, la estantería de los libros la había apretujado contra la pared, unos centímetros, todos los que se pudieron, y vaciado y desarmado el armario verde de Ikea que, después, ya pensaría en cómo hacerle hueco. Me llegaban como en sordina, lejanamente, los sonidos del tráfico, bocinas y voces de los trabajadores en una caótica amalgama en hervor. Había conseguido no ir al colegio ese día para hacerme cargo de la llegada del bulto. Reconozco que mi abuela estaba mucho más nerviosa que yo. No hacía nada más que lavarse las manos y frotárselas en el delantal y dar vueltas por la casa quitando el polvo y moviendo cosas, de un lado a otro, que siempre habían tenido su sitio perfecto hasta aquel momento.

Había soñado tantas veces con ello que más que una ilusión, mis sueños se habían convertido en una obsesión.

No cabía en el ascensor. No era la primera vez que los transportistas se habían encontrado con una situación parecida, era lo normal en esos casos. Sofocados en el portal, mirando hacia las escaleras, juraban en hebreo y discutían la forma de hacerlo entre los tres; el jefe el pequeño y el largo.

Mi abuela me llamó para que me asomara a la barandilla de la escalera, pero no fui capaz. Miraba y medía los espacios de mi habitación en la esperanza de que me hubiera equivocado en algunos centímetros y todo terminara como yo había soñado. Había llamado al afinador —un chico estupendo, según me habían comentado mis amigas, todas enamoradas de él—. Yo me rizaba las pestañas frente al espejo del baño y pensaba que en último término siempre habría un espacio posible quitando el bidet de su sitio.

—Buenos días. ¿Dónde se supone que tenemos que colocarlo? —preguntó el jefe.

—Por aquí, por aquí, salí presurosa a medio vestir con la barrita de rímel en las manos. ¡Siganme!

Los trabajadores miraban al pasillo haciéndose cábalas sobre dónde iba a caber aquel bulto en aquella casa, esperanzados de que se abriera un gran salón a su paso donde colocar lo que fuera que hubiera dentro del cajón. Pero no. No había un gran salón esperando. Había una pequeña habitación de escasos diez metros cuadrados casi descuartizada con libros apilados por los suelos y una alfombra peluda que nadie había tenido la intuición de quitar para facilitar la maniobra. Me abracé a mi abuela no tanto con la alegría de ver mi sueño cumplido, sino con el convencimiento de que ahí acabaría el fin del mundo.

Sigo escuchando la música de Beethoven, de Bach, de Chopin, y observando con admiración las manos de los pianistas, especialmente las del chico estupendo que vino aquel día a casa para afinar mi piano.

Mis amigas no me dirigen la palabra desde entonces.


@mjberistain
imagen de la colección de Karlos Giménez

La china


«Al salir, pagó el café que se le había olvidado tomar…» (Truman Capote)

Una lluvia aburrida se había instalado en la ciudad cayendo incansable desde lo alto de un cielo plomizo como el de ayer y el de anteayer, como posiblemente el de la próxima semana según los partes meteorológicos que ya no sabían cómo explicarlo de forma diferente cada día. Se había hecho de noche. Al volver la esquina vomitó. Tiró el periódico empapado en una papelera y se dejó allí colgado el paraguas. No tuvo la precaución de arrancar la página de los anuncios antes, pero tampoco le importó.

Pasaban los días y por muchos esfuerzos que hacía no veía ninguna posibilidad de encontrar un trabajo como el que pensaba que merecía de acuerdo con su historial profesional, su preparación académica y el estatus de su familia. Le quedaban pocos días para cumplir cincuenta años y aunque ese aspecto, en condiciones normales de mercado, hubiera podido ser considerado, en un hombre, como un buen fichaje para cualquier empresa, se encontraba defraudado, solo, como una isla desierta en mitad de un océano hostil. Tampoco había querido llamar a las puertas de los amigos. La realidad era que no había dicho que se encontraba en semejante situación. Cómo iba a imaginárselo nadie a su alrededor. Era del todo increíble aun admitiendo que entonces los puestos directivos de las empresas se regían más por movimientos políticos y eran menos estables o más dinámicos que en otros tiempos. Ya no servía de nada el pasado. Servía saber venderse para un futuro impredecible. Alguna vez escuchó que era fundamental saber vender humo…

Ocupaba un apartamento en el decimoquinto piso de uno de los miles de horribles edificios a los que llamaban rascacielos que se amontonaban en un barrio bajo de las afueras de la ciudad. Se miró al espejo del ascensor, estaba roto, y sus trozos garabateados con frases y dibujos obscenos. Aún pudo darse cuenta de que su aspecto físico era demoledor. Su calvicie prematura, su piel y su mirada desvaídas, sus cejas caídas en diagonal que le daban un aspecto lastimoso, sus hombros deformados por el peso de los días sin ver el sol. Todo ello no solo maltrataba su espíritu, sino que, además, anulaba su poder de camuflaje; traspasaban todas las líneas de fuego de sus tripas y de sus venas hasta asomarse al exterior de su cuerpo sin condescendencia. Sin embargo, aquella tarde oscura la china del último bar al que había llegado tambaleándose para tomarse un café bien cargado le había mirado con detenimiento, con piedad o conmiseración, o, no sabía muy bien cómo interpretar aquella mirada apaisada que apenas dejaba entrever lo que él pensó que eran unos seductores ojos negros que le habían aturdido durante un instante. Quizás, para ella, era imposible mirar de otra manera. Se demoró después aferrado a la barra del bar observándola mirar al resto del personal que se movía alrededor de él entrando deprisa, consumiendo deprisa y saliendo deprisa, y pensó que se estaba volviendo loco. Además, Margot había decidido quedarse a vivir en un pueblo del sur en una comunidad de gente bohemia, artistas en su mayoría. Se había dedicado a la danza, había sido bailarina profesional y ahora estaba retirada por una lesión de espalda. Su vida de pareja definitivamente estaba rota. Afortunadamente les habían unido pocas cosas durante su vida juntos, aparte del buen sexo mientras vivieron el encanto de los primeros meses. Se habían conocido en un viaje de empresa descubriendo la Antártida en un crucero de lujo, pero pronto aquel hielo imponente, aquel azul frío, y el silencio como un gran vacío de cristales afilados se habían instalado en su relación irremediablemente.

Se sintió viejo por primera vez en su vida. Había escogido aquel país, aquella ciudad para comenzar de nuevo porque nadie le conocía. Se sentía un tanto ofuscado, era cierto, pero aquel mundo que le rodeaba se le antojaba un campo de exterminio, la gente uniformada en gris caminando lóbregamente sobre el polvo de un satélite desconocido que estaba cubierto con una gran bola de plástico reciclado, como un cielo plateado del que se desprendían como lluvia punzantes hilos de lava y de ceniza.

El bar estaba cerrado, la china oliendo a perfume de Pachuli permanecía sentada en el zócalo de la puerta a su lado. Sujetaba con sus dos manos una jarra llena de café bien cargado ya frío, y miraba a los viandantes que se desplazaban apresuradamente, intentando evitar los charcos, bajo la luz todavía mortecina de otra madrugada lluviosa para llegar a tiempo a sus quehaceres diarios. Cuando le sintió moverse, aventuró:

—Buenos días, señor, le estaba esperando. Ayer se marchó usted sin tomarse el café…



@mjberistai

Let it Be

Cuando se acercó a ella, directamente dijo: ¡Hola, cariño! Además de medio desmayada, se quedó horrorizada. No le conocía de nada y no le gustaban las personas que iban llamando cariño a todo el mundo a la primera de cambio, aunque en esa zona, a trescientos kilómetros de su casa, sabía que era bastante habitual. No se encontraba en condiciones de polemizar en aquel momento, se dejó coger de la mano y pudo sentir después sus cálidas caricias por su hombro y por su brazo izquierdo. Le miró a los ojos y solo pudo rendirse ante el afecto que aquel hombre le ofrecía.

Su mirada era de color azul casi transparente. Su forma de hablar acentuaba sus palabras orgullosamente identificándose con su tierra aragonesa, su voz sonaba tosca y muy cercana, sonreía con una naturalidad innata e inevitable.

Ella no pudo evitar una mueca cuando una maniobra extraña hizo que sus huesos se resintieran de tal forma que hicieron derivar la conversación hacia el tema del dolor. Alejandro era un hombre joven, de configuración cuadrada, curtido —más tarde lo supo— en todos los tipos de dolor que pudieran existir y, sin embargo, su vocación le había llevado a dedicarse a ayudar y consolar a todos aquellos que lo necesitaran.

Confesó que sus tobillos estaban hechos trizas de empujar en primera línea con su equipo de rugby, también su espalda y su cabeza casi rapada. Llevaba una barba rubia de tres días y un pendiente de plata en su oreja izquierda —tres aros de distintos tamaños engarzados—. Consiguió hacerla sonreír cuando apostó porque ella hubiera tenido unos parecidos en su época hippy. Estaba casado y tenía dos niñas, la más pequeña de ellas había nacido con una de esas enfermedades «raras» de las que tan poco se conoce todavía. Su conversación y su sonrisa aliviaban. A pesar de los envites del dolor que ella padecía en su cuerpo magullado. El trayecto se le antojó que había sido excesivamente corto cuando llegaron a destino porque sintió que había quedado mucho por conocer de aquel hombre entrañable. Se abrazaron con emoción contenida y se besaron las manos.

Se quedó con que él era músico, que había estudiado saxo desde niño, primero alto, después se dedicó al saxo tenor… Se quedó con el nombre de su grupo: Ska Blues & Jazz.

Se quedó con su sonrisa, con la transparencia de su mirada. Se quedó con su coraje y el brillo de su vida ocultos discretamente debajo de aquel uniforme de colores fosforescentes. Se quedó con el sonido especial de su voz cerca de su corazón mientras lejanamente oía la sirena de la ambulancia que la había trasladado hasta urgencias.


@mjberistain

A cinco metros de mi

Las altas puertas están abiertas. La lluvia cae con fuerza en el jardín de los jacintos. Hoy el verde no brilla como lo hace otros días. Subo las cinco escaleras que me separan de la entrada. Entro en el Museo, a esta hora nadie se atreve, solo han dado licencia a unos pocos, ocultos tras máscaras, y distantes. Llueve afuera, ya lo he dicho, cae una lluvia densa sobre el asfalto como lo hace en los momentos más rabiosos del otoño. Pero estamos en mayo. Ya quitaron de los mapas abril, este año, y parece que también borrarán el mes de mayo. Solo unos pocos saldrán a las calles, otros saldrán a pesar del temor y de las leyes; saldrán por encima de todo. Y volveremos a empezar; volveremos al principio. La tierra está herida y la muerte acecha afuera. Los muertos se cuentan por miles, mientras sean los de otros.

Entro en el Museo, hay un silencio blanco de techos altos que deslumbra y duele en los ojos. Sigo adelante por los inmensos pasillos vacíos, no hay más puertas, solo paredes pintadas de puro blanco, esquinas y rincones, nada, parece que estuviera en el limbo de los justos, nada me conmueve, suena en el vacío el eco de mis propios pasos, me he dado cuenta de que arrastro un poco uno de mis pies, tendré que hacérmelo mirar, procuro enmendarlo, me estiro, me esfuerzo, quiero estar atento, que no me abrume la soledad, ni el silencio, a falta de cuerpos cercanos. Ya sé que sobrevivo al vacío con cierta facilidad, pero no quiero hundirme en él. Miro hacia un lado, nada; miro hacia el otro y nada, otra sala blanca, una tras otra, salas blancas, sin relieve, sin sonido, pareciera el Museo del Vacío.

—¿Y qué hago yo aquí? —me pregunto— ¿Qué espero encontrar? ¿A qué he venido? ¿Qué busco?

!Ah, sí!, he venido a un Museo, a pasar el tiempo, a llenar el que no puedo llenar con el cariño de los míos. Se han tensado tanto los hilos que una caricia es un lejano roce de puntillas, con las puntas de los dedos de las manos enguantadas. Y siendo mucho, no deja de ser muy triste. Escucho sus voces como un eco metálico a través de los cables, siento que se me electrocuta el corazón mientras se queman las palabras a través del frío y de los cristales líquidos.

¡Deja de pensar!, —me digo—.

Veo a lo lejos un punto negro. Quizás una señal, un contraste, un punto de realidad, una mota de polvo. Sigo arrastrando un pie, pero me muevo con más agilidad que antes. Distingo a una persona vestida de negro sentada en un banco alto. Apenas eleva su mirada hacia mí, despacio. Espera. No dice nada. Le miro a los ojos, también sin ánimo de nada. Un miedo visceral me sacude por dentro, pero no digo nada. De nuevo el vacío. La sala es amplia, blanca, la nada no me calma.

Siento frío.

Solo hay polvo, polvo gris, polvo de ceniza. Se acumula en montones, montones de ceniza bien ordenados, separados unos de otros por la misma distancia. Ocupan toda la sala. Treinta, cuarenta, o cincuenta. ¿Por qué imagino que son pares? Podrían ser impares. No. Es un perfecto cuadrado. Podría contarlos, pero me confunden, son exactamente iguales. Algo se mueve, no sé si en mí o en ellos. Vuelvo a intentarlo. Empiezo por el que tengo más cerca; el que está a cinco metros de mí. Ahora desde el otro ángulo, pretendo avanzar entre hileras, sumo, cuento las filas, calculo las columnas, multiplico, me confundo. Qué importa. ¿Cuántos?

¿Cuál es su significado?

¿Qué es lo que queda después del tiempo que me han dado?, ¿Qué he conseguido hacer de ello?

Me vuelvo a la persona que cuida la sala. De nuevo levanta hacia mí discretamente su mirada y sigue sin decir nada.

Comprendo.

Perfecta formación de montones de ceniza acumulada. Eso es todo; es La Obra.

Se muestra mi miedo en un temblor de mi propia sombra que me persigue por los pasillos a zancadas.

Me dieron flores para engrandecer el jardín de los jacintos, me llamaron por mi nombre y vuelvo tarde y con los brazos llenos de vacío, el cabello húmedo y no tengo palabras, no sé si estoy vivo o muerto, me busco en el corazón de la luz; y solo llevo silencio.

La Obra; esa perfecta formación de montones de ceniza acumulada…


@mjberistain

Cuando perdí mi futuro

Cuando llegaba el verano y mamá guardaba los uniformes, los libros, las maletas y los zapatos de cuero en el desván, para que pudieran utilizarse el curso siguiente, se organizaban encuentros de amigos en el descampado del barrio. Los chicos sacábamos nuestros juguetes a la calle y las chicas se vestían de colores porque también sus madres habían guardado los largos uniformes azules para que los utilizaran el curso siguiente sus hermanas menores.

A mí me gustaba Laura, tenía una larga melena rubia que cuando la aventaba la brisa del sur a mí me parecía que volaban con ella todos mis sueños. Se parecía a mamá. No era la más simpática del grupo, en realidad era la más seria, pero yo no dejaba de mirarla cuando estábamos sentados haciendo corro, porque procuraba ponerme, si no podía ser junto a ella, por lo menos tenerla a un lado para poder verla de vez en cuando mirándola de reojo. La verdad es que no me atrevía a hacerlo de frente. Mi corazón latía más fuerte cuando ella salía a jugar con nosotros. De vez en cuando nuestras miradas se encontraban y me sonreía con sus ojos azules brillando, el problema era que a veces, en vez de a mí, yo le veía sonreír de la misma forma a mi hermano. Pero yo pensaba que solo era porque, en realidad, no nos reconocía. Xabi había nacido antes que yo y eso le otorgaba cierto rango, un aire imponente y de listo que yo admiraba, y le dejaba hacer, aunque no aguantaba que se hiciera más amigo que yo de Laura. Cuando íbamos hacia casa discutíamos, pero él negaba que estuviera enamorado.

En el grupo le llamábamos el txapas. No le costaba ningún esfuerzo hacerse querer, era simpático, juguetón, era el que decidía a qué íbamos a jugar cada día; a guardias y a ladrones, o al txorromorropikotaioke, al escondite o a txapas. Lo del pañuelito era lo que yo prefería porque podía coincidir que me tocara salir corriendo para pillarlo antes de que llegara a la línea del centro del campo la niña contraria —porque solíamos jugar chicos contra chicas—. Cuando le tocaba el turno de salir a Laura, me emocionaba verla venir corriendo hacia mí desde el otro lado y, como yo era más rápido, solía quedarme unos segundos tocando el pañuelo esperando, sin llevármelo. Solo hacía un leve amago y dejaba que ella lo agarrara de verdad y se lo llevara corriendo orgullosa hacia su lado. Lo mejor era traspasar la línea central, perseguirla y pillarla por detrás y que me mirara de cerca sofocada y sonriente. Era la suerte la única oportunidad que yo tenía de tocarla. Cuando jugábamos a txapas las chicas no jugaban con nosotros, se marchaban a jugar a txingos o a la comba o a cromos y mi hermano, como sabía que yo me aburría un poco, para animarme me regalaba una de las txapas que él había fabricado. Las de mi hermano eran las mejores, las hacía con cromos de colores de equipos de ciclistas. Dibujábamos carreteras y hacíamos montañas con la tierra, a modo de circuito, que tenían que recorrer los equipos hasta llegar a la meta. Muchas veces ganaba Xabi y eso me gustaba porque, como ya he dicho, yo le admiraba y le quería porque después me regalaba a mí la mitad de las nuevas que había ganado. Nos queríamos mucho, a veces íbamos al colegio agarrados del hombro, yo me sentía entonces muy orgulloso y tan importante, al menos, como él.

Aquella tarde Laura se quejaba de que no estaba bien. Mi hermano al levantarse rápidamente del suelo para acompañarla a casa se dio un resbalón en la tierra que deshizo la pista de carreras. Nos dejó allí fastidiados, viéndo cómo desaparecían los dos juntos entre calles. Al cabo de un rato empezamos a inquietarnos porque Xabi no aparecía, se estaba haciendo de noche. Me fui a por él antes de que mi madre saliera a buscarnos. Desde el cuarto piso la madre de Laura me gritó que la niña estaba con fiebre en la cama pero que mi hermano se había marchado hacía un buen rato. Pensé que podíamos habernos cruzado por el camino y volví esperando encontrármelo allí con los demás chavales en el descampado.

Quise morir cuando vi a Xabi debajo de las grandes ruedas de —lo que años más tarde me enteraría de que había sido— un camión Pegaso 3046, rodeado de gente que gritaba y lloraba. Las txapas que él solía guardar en el bolsillo izquierdo de su pantalón estaban esparcidas por el suelo entre charcos de gasolina. A su lado vi con espanto a mi madre destrozada por el llanto y, como si hubieran sido macabras pistas de carreras, las trazas alargadas y negras del frenazo. Hacía mucho frío cuando me acosté en el asfalto a su lado. Quise decirle que le dejaba a Laura para él solo, que él era el líder, y que se la merecía más que yo, pero que no era justo que se separara así de mí. Le pedí que me dejara un hueco allí, debajo del camión en su lugar, y que él corriera a jugar porque todos los amigos le estaban esperando.

Total, nadie nos distinguiría…

II

Hoy es el día de mi cumpleaños y no soy practicante. Me he despertado muy temprano, bueno, eso no es verdad, en realidad, es que no he podido dormir casi durante la noche. He dado un beso suave a mi mujer y a mis hijos y he salido sigiloso de casa para no despertarles. Las calles, ya se sabe, están en silencio a esas horas, estremece el ruido del motor de cualquier vehículo, incluso el de un híbrido que pase cerca, y las luces de los semáforos parpadean ansiosas de que llegue el día para poder lucirse con todos sus colores. Hoy es el día de mi cumpleaños y el de mi hermano Xabi.

Estoy solo, sentado en el tercer banco de la iglesia, el sacerdote que hacía guardia ha comprendido mi extraña visita y ha encendido unas pocas luces en el altar mayor para que me sintiera más tranquilo. Las vírgenes y los santos de mi alrededor dan vueltas en mi cabeza en una especie de danza descabellada con sus túnicas volando vertiginosamente como si fueran murciélagos. Tampoco sonríen. Yo intento no hacerles caso porque desconozco las costumbres de los murciélagos y de los santos, o, mejor dicho, desconozco las de los murciélagos y he olvidado las de los santos. Me mantengo en silencio. Cuando han vuelto a sus pedestales miro al buen pastor, allí arriba, de pie dentro de su hornacina escasamente iluminada por el párroco. —Sé que era el párroco porque él mismo me lo ha dicho cuando me ha explicado que estaba allí porque el sacerdote al que le tocaba hacer la guardia era un anciano y ese día, que llovía, le había excusado de levantarse tan temprano. —Me ha parecido bien—.  Observo a Jesús, con su oveja preferida. Solo observo, sin pensar en nada. Unos segundos más tarde, me doy cuenta de que me voy encolerizando y no puedo evitarlo. Necesito acusarle y no me atrevo.

—Hijo mío, tienes que ser siempre agradecido a la vida —me decían—, Dios nos la da y Dios nos la quita—.

Dejé de estar de acuerdo con aquella frase el mismo día que murió mi hermano.  —Aunque tenga que reconocer que mi vida es un regalo sin que entienda todavía muy bien a quién, además de a mis padres, deba de agradecérselo—. He sido respetuoso con las leyes y con el ejemplo que he recibido de mis mayores hasta hoy, y es lo que intento inculcar también a mis hijos. Pero, después de muchos años, que no sé cómo se puede perdonar a un dios, siento la necesidad de encararme con él y acusarle de que me robó lo que más quería y que sigo sintiéndome como si solo fuera la mitad de mí mismo. Que no sé si soy capaz de olvidar la faena que me hizo el día que el camión aplastó a mi hermano. 

Agarraba la mano de mamá pensando que, en cualquier momento mi hermano aparecería, se agarraría de su otra mano y nos marcharíamos juntos los tres a casa.
—Porque papá tampoco estaba. Se lo llevó, al año de nacer nosotros, una rara enfermedad que no se pudo diagnosticar a tiempo—. Evitaba mirar a nadie, no quería besos ni abrazos de esos pegajosos que dan los mayores a los niños intentando consolarles o hacerles sonreír. Mantenía mi cabeza gacha, había admitido salir a la calle con aquella horrible gabardina, sin capucha para la lluvia, que había sido de mi padre, con la que mamá, por no desprenderse de ella porque, según decía, era de muy buen tejido, había cosido dos pequeñas, iguales, para nosotros. Admití ponérmela aquel día, aunque me sentía como un fantasma. Desde que no estaba mi hermano, yo procuraba no hacer llorar a mamá, así que, en principio, casi siempre hacía lo que ella decía.

No entiendo por qué no nos marchamos de la iglesia al terminar la misa. Ella quiso quedarse a recibir el pésame de los presentes y, además, que yo me quedara con ella, quieto, a su lado. Yo entendí que necesitaba mi protección y, curiosamente, me sentí importante, Las telas húmedas de las chaquetas y gabardinas de la gente me rozaban la cara al ir a abrazarla. Desde mi altura yo solo veía los zapatos recién embetunados y brillantes de los que se acercaban a acompañarle en el sentimiento. Un movimiento extraño, una leve presión de su mano me hizo levantar la mirada y la vi. Laura venía despacio por el pasillo cuando ya no quedaba prácticamente nadie en la iglesia. Ella sola. A cierta distancia le seguían sus padres. No puedo decir de qué color eran sus zapatos o si eran de charol, ni si llevaba sombrero ni collar de ámbar colgando del cuello sobre su pecho, ni lazos de raso rodeando su cintura cayendo sobre su vestido almidonado, como cuando coincidíamos los domingos en la misa mayor de las doce. Descubrí que su mirada había perdido el brillo que yo recordaba, que su melena larga y rubia caía oscura y lacia por sus hombros. No nos dijimos nada, nuestras madres se besaron. Mamá lloraba muy suave cuando se dirigió a mí, y abrazándome, me dijo con su voz debilitada; hijo, vámonos a casa.

La tía Úrsula, que era religiosa, no se separaba de nosotros. Había pedido un permiso en el convento para acompañarnos y cuidar de nosotros, al menos, durante los primeros días de duelo. Mamá se negaba sin fuerzas. En un momento de despiste de mi tía, tiré de la mano de mi madre y al oído le dije que quería estar solo con ella. A pesar de su sonrisa triste, recuperó un poco su determinación. —Creo que fue aquella una de las más bellas sonrisas que le he visto dirigirme a la cara desde que tengo uso de razón. De nuevo sentí que yo, especialmente para ella, era importante—.

No fui al colegio los días siguientes. Todos me parecían días de fiesta, aunque no teníamos nada que celebrar. Los amigos llamaban al timbre de casa por las tardes para que saliera a jugar, pero me escondía debajo de la cama porque sabía que mamá vendría enseguida a avisarme, por si acaso no me había enterado. Yo lloraba y le decía que me dolía la pierna y que no podría correr. Me miraba con una mueca simpática de incredulidad, como para hacerme dudar, pero me lo consentía todo. No quería comer. Ni tan siquiera quería la merienda, hasta que conseguí que, de acuerdo con el médico, me metieran en el cuerpo fuertes dosis de jarabe de hígado de bacalao porque, solo así se conseguiría que recuperara el ánimo y las fuerzas. Ver a mamá que compartía conmigo el asqueroso líquido oscuro de aquel frasco pegajoso me hizo más soportable la medicina, además, porque la farmacéutica me había dicho en secreto, que también ella la necesitaba.

Hoy es mi cumpleaños y el recuerdo más fuerte que tengo de mi vida de niño, aparte de la muerte de mi hermano, es el del primer día que salí a jugar al descampado.

—¡Xabi!, ¡Xabi!… —corrían emocionados todos a mi encuentro.

Su nombre, aquel sonido sibilante, que en otras ocasiones había relacionado con la música, se clavaba en mi pequeño estómago como una fina cuchilla cortante, cada vez que lo escuchaba de sus voces inocentes, paralizándome. A duras penas había conseguido mantenerme en pie mientras me abrazaban. —Si hubiera sido yo, solo hubiera deseado el abrazo de Laura—, pero, aquel día, Laura se había quedado apartada del grupo, mirándome con el azul de sus ojos apagado, y yo me había quedado callado, sin saber qué hacer, compungido.

—¡Venga Xabi!, que te estábamos esperando, a qué quieres que juguemos hoy —dijo Tontxu con falso desparpajo, para conseguir animarme.

Los demás, poco a poco fueron uniéndose a su iniciativa. Yo los miraba en silencio. No me salían las palabras. Mientras se ponían de acuerdo mi ánimo volaba como una paloma blanca hacia el cielo. Allí estaba mi hermano.

—¡Vamos!, —escuché que me decía como si estuviera a mi lado gritándome al oído.

Sentí el poder de su fuerza en aquellas palabras alentándome a que continuara con el juego. Pero, aquel mensaje, como un destello sobrenatural me invadió de tal manera que consiguió desestabilizarme por completo. Debí de caerme al suelo, desmayado. En urgencias le dijeron a mamá que solo había sido un susto porque me estaba quedando muy débil. Nada importante.

Yo escuchaba, sin decir nada.

III

El accidente no había provocado derramamiento de sangre del cuerpo de mi hermano. La mía se había quedado helada, petrificada, como todos los órganos de mi cuerpo, asustados hasta el infinito. Pero, recostado a su lado en el asfalto, había podido sentir cómo una nueva sangre fluía con lentitud en mi interior. Como si la de Xabi se estuviera adueñando de mi cuerpo y estuviera invadiendo mis venas para salvarme —él a mi— ofreciéndome la calidez de la suya.

Sentado en el banco de la tercera fila de la iglesia, permanezco ido, mis pensamientos se entrecruzan alocados en hilarante danza con la de los murciélagos. Me pregunté muchas veces durante mis años de mudo que, cómo era posible que un ser humano muriera, si su cuerpo no se había vaciado de sangre.

Me espantaba de mí mismo, porque, a partir de quedarme sin habla, mi mente proponía pensamientos que yo no había sido capaz de elaborar antes. Seguía siendo todo muy confuso. Me afanaba en recuperar mi voz, pero solo podía hacerme entender por mi diario. Mamá sabía interpretar mis gestos y me ayudaba con sus palabras y yo solo tenía que asentir o negar lo que ella proponía. Me abrazaba cuando me notaba en dificultades. Yo no entendía lo que pasaba y peleaba por vivir mi verdadera vida, ¿pero a quién podría decírselo si me había quedado sin palabras que expresaran mi profunda incoherencia? La angustia se había instalado en mi retorciendo los cables en mi cerebro de niño. Me sentía incomprendido y estaba desolado en el silencio en el que me había sumido. Sentía que había perdido mi futuro cuando, acostado en el asfalto al lado de mi hermano, acepté el regalo de su sangre.

—¿Quién sería yo ahora, si hubiera continuado con mi vida verdadera? —me lo he preguntado muchas veces durante todos estos años.

—Es terrible, ¡pobre niño! —decían las vecinas— que se haya quedado de repente sin habla; seguramente habrá sido por la impresión que recibió al presenciar la escena del cuerpo desarticulado de su hermano debajo de las ruedas del camión.

—Esa pobre criatura tan alegre, tan espontáneo él, y tan risueño, tan buen estudiante; es que lo tenía todo, ¡pobrecito!, y ahora mudo. ¡Lo que le faltaba a esa mujer!

Todavía lo recuerdo —decía otra— cómo los mandaba su madre al colegio, que iban siempre juntos de la mano, tan relimpios y recién peinados. Era una delicia verlos.

Los profesores me protegían a su modo confiando en que el problema fuera pasajero. Yo escribía cada día en mi diario. No solo me iba dando cuenta de que no podría recuperar mi futuro, sino que tenía la cruda certeza de que jamás volvería a ver a mi hermano. Lloraba por las noches, porque en mi interior era incapaz de imaginar en qué tipo de monstruo me estaba convirtiendo al haber aceptado el empujón que me dio mi hermano cuando me había dicho ¡vamos!, y yo entendí que siguiera adelante con la farsa de suplantarle, y ser él, como los demás querían. Y yo mudo, aceptando aquel regalo envenenado. Sé que lo hizo pensando en mi bien, pero yo me había equivocado al aceptarlo, porque la realidad —visto desde ahora— es que me hizo mucho daño—. Yo sé que se habrá arrepentido muchas veces, pero en aquellos momentos ya no podía discutir con él sobre ello, y solo me quedaba polemizar con mi diario.

Crecía con la angustia de no ser yo, algo así como la idea de estar usurpando su recuerdo en el corazón de los demás. Mi cerebro era incapaz de ordenar los continuos estallidos de neuronas que producían un humo cegador, parecido al que vi en televisión, años más tarde, cuando despegaban los cohetes que se enviaban al espacio. Lloraba y escribía por las noches, cuando me llegaba desde la oscuridad el sonido de la fuerte respiración de mamá en la habitación de al lado, y yo entendía entonces que estaba dormida. Pasaba muchas horas, apostado en la ventana de mi cuarto, mirando al vacío. En el silencio, sin embargo, me calmaba escuchar, como en sordina, el latido de las campanas de la iglesia que silenciaba el párroco por las noches, para no perturbar el sueño de los vecinos.

Soñaba con la ingravidez, con volar como lo hacían los cohetes de la Nasa, para salir al espacio a buscar a Xabi. Creo que así se me ocurrió la idea de ser astronauta. A veces, incluso me pareció escuchar sus carcajadas.

—¡Astronauta! —me llamaban los amigos—. De vez en cuando conseguía responder con gestos de simpatía, porque aquella palabra me hacía menos daño que el que me llamaran por el nombre de mi hermano.

Solo a mí se me había ocurrido ser astronauta, aunque nunca expliqué el por qué. Los demás, elegían cosas más vulgares, como policía o bombero. Lo normal. En el caso de las chicas era querer ser bailarinas o azafatas para viajar por todo el mundo. Bueno, aquello era otra fórmula que se parecía algo más a lo mío, aunque no fuera tan exótico.

Cuando sentía las ganas de morir, pensaba en mamá. No deseaba dejarla más sola aún de lo que se quedaría si yo me marchaba. Así es que tuve que acostumbrarme a vivir sin pedir más, porque, en aquella época, yo estaba muy enfadado con Dios.

Sigo en silencio. Y sigo sentado en el tercer banco de la iglesia. Estoy agotado. Necesito darme un respiro, aunque no pueda evitar seguir pensando. Puedo oír el tañido silenciado de las campanas de menos cuarto, aún me quedan unos minutos para llegar a tiempo al trabajo.

IV

Yo solo venía a hablar con Dios.

No pretendía pensar en nada especial esta mañana, cuando el cura me ha dejado entrar en la iglesia y ha encendido la lúgubre luz en la hornacina para que me sintiera más tranquilo.

Pero, me siguen llegando a la mente los ecos de las vecinas.

—¡Pobrecito! Este niño no parece recuperarse a pesar de los tratamientos, ¡qué pena!, después de tantos meses de psicólogos—decían las brujas del tercero—.

Era a primera hora de algunas mañanas, cuando las oía hablar mientras fregaban la escalera. Yo entonces bajaba sigiloso las que había desde el quinto hasta el tercero. Me daba tiempo de escuchar sus conversaciones hasta que advertían mi presencia, y entonces me sonreían, y me hablaban con esa voz afectada que utilizan los mayores cuando se dirigen a los niños. Yo no decía nada, bajaba la cabeza y, simplemente, hacía un leve gesto de saludo. ¡Brujas!, —pensaba, mientras pasaba entre ellas— las odiaba, las imaginaba con las caras arrugadas y verrugas en las narices como las de los cuentos que nos contaba cada noche mamá antes de que nos quedáramos dormidos.

—Y su madre, tanta desgracia junta, es que es para morirse. —Si no le hubiera quedado este hijo mudo de quien cuidar, vaya usted a saber qué disparate hubiera hecho—.

Sus comentarios me hacían sentir más culpable todavía. Culpable por no haber muerto en lugar de mi hermano. Culpable por haber admitido suplantarle. Culpable por no ser capaz de confesarlo. Pero entonces yo era un niño, y, además de mi propio dolor, tenía muchas dificultades para hacerme entender por los mayores. No sabía cómo interpretar el futuro de mi hermano. Quería morirme. Pero también pensaba en mamá. Mamá, tan triste. Yo era su única razón para seguir viviendo. Y ¡cómo iba a abandonarla! No quería verla morir. Algunas noches la encontraba abrazada a la almohada, pretendiendo esconder allí su llanto. Entonces, me hacía un hueco a su lado, y me rodeaba con sus brazos y me apretaba a su pecho tan fuerte que yo sentía estar recibiendo el amor que no había podido dar en vida a mi padre y a mi hermano. De nuevo me sentía como estar usurpando su recuerdo en el corazón de los demás.

Nos trasladamos a un piso más pequeño en el centro de la ciudad y me cambió de colegio a uno de educación especial. Fueron años durante los que recibí distintos tratamientos porque decían que, en mi caso, la pérdida del habla había sido selectiva, motivada por un fuerte trauma. Los médicos tenían confianza en mi curación, aunque no podía determinarse en qué plazo se conseguiría.

Meses más tarde me llevó al despacho de una psicopedagoga. Desde los ventanales de su casa se veía el río y el sol de los atardeceres. Yo solía ir cuando salía del colegio. Los primeros días, ella me hablaba, pero no me preguntaba nada. O tarareaba alguna canción que yo conocía y me invitaba a seguir el ritmo con la cabeza, como hacía ella. Dibujaba y pintaba muy bien, me animaba a coger pinturas para que yo le hiciera algún dibujo de lo que veía por la ventana; árboles, un perro jugando o personas sentadas en los bancos o paseando por los jardines. Tenía un gran libro de juegos infantiles, en él me hacía identificar los que más me gustaban. Con ella aprendí a pronunciar palabras sin voz. También me hacía soplar muy fuerte para comprobar si me salía el sonido por la boca. Recuerdo que nos reíamos mucho intentándolo juntos. Nos dábamos abrazos de alegría cada vez que era capaz de articular alguna palabra. Así fue como hizo que fuera descubriéndome de nuevo a mí mismo, poco a poco, gracias a su gran paciencia, hasta que por fin me atreví con el “no”.

A mamá se le saltaban las lágrimas cuando escuchaba mi nueva voz.  Aquella mujer con su sensibilidad y su cercanía, con su paciencia y su alegría hizo que volviera a descubrir, dentro de mí, todo lo que se me había quedado paralizado de repente. Ahora puedo decir con inmenso agradecimiento que fue ella la que me salvó de un futuro equivocado, y que me ayudó a reconciliarme con el mío propio. Aunque seguían quedando algunas resistencias, sin embargo, por la confianza que llegamos a tener, recurrí a ella en determinadas ocasiones después de terminado el tratamiento. Sus consejos y las conversaciones que mantuvimos a lo largo de los años fueron definitivas y me sirvieron siempre de ayuda para reafirmarme en lo que soy ahora. Sigo admirándola como profesional y como gran persona que es, a la que quiero como parte de mi propia familia.

Gracias a ella fui capaz de disfrutar de mi adolescencia, aunque yo seguía hablando con mi diario. Me apasionaba la música, el baloncesto y las chicas. No quise apuntarme a la congregación mariana que entonces hacía excursiones y organizaban cine forum en el colegio, porque, como ya he dicho, en el fondo, estaba muy enfadado con Dios. Así que me apunté a los boy scouts, que pensaba que eran más divertidos. Yo tocaba la guitarra y cantaba a mi manera, pero me convertí en el alma de todos los saraos. ¡Tantas veces pensaba en mi hermano!, Sin embargo, fue una parte de mi vida muy feliz.

Y estudié Derecho, como quería mamá. Conocí a mi mujer en el viaje de fin de estudios y, a los pocos meses, ya teníamos muy claro que queríamos formar una familia juntos. Para entonces, ya me había curado. Bueno, es un decir, porque todavía estoy aquí, sentado en este banco de la iglesia, intentando hablar con Dios, porque parece que algo se me debió de haber quedado pendiente, y todavía lo tengo sin resolver.

Respiro hondo. Pasa el rato y empiezo a estar cansado.

Hoy es el día de mi cumpleaños, es viernes, y también es el cumpleaños de mi hermano. Soy un hombre solo en mi intimidad, en la que no caben, desde que murió mi madre, ni mi mujer ni mis hijos, ni, por supuesto, los amigos de la playa de los domingos. Supongo que debo de andar por la mitad de la vida, más o menos. Posiblemente no llegue a vivir completa la otra mitad, porque pienso que el castigo que han tenido que soportar mis neuronas aparecerá, en forma de desgaste de cerebro, o de alguna rara enfermedad como le pasó a papá.

Se fue mamá y el gran vacío que me dejó anegó todas mis penas, igual que lo hace un tsunami consiguiendo arrasar todos los signos del tiempo pasado. Creo que lo de marcharse, lo hizo a propósito, cuando se dio cuenta de que yo ya no la necesitaba tanto. Al final, sí, había estudiado Derecho. Durante unos años compaginé mis estudios de leyes con la física, porque en mi mente, supongo que aún infantil, se mantenía la ilusión de ser astronauta para viajar al cielo a ver a mi hermano. Pero la vida, que nunca sabes por dónde te lleva, me ayudó, porque, cuando fuí consciente de que mi pasado estaba arrasado, decidí, con el orgullo y la determinación que le hubiera gustado a ella verme, que volvería a empezar desde cero; que seguiría viviendo.

Todavía no me he reconciliado con Dios. Miro al reloj. Creía que estaba perdiendo la noción del tiempo, pero me doy cuenta de que la he perdido hace ya un buen rato. Me quedan cuatro minutos para llegar a tiempo al trabajo. Tengo mi propio despacho con ayuda de otros dos abogados. Dejé de pensar en ser astronauta. —Supongo que me curé a tiempo—.

Continúo en silencio. Miro hacia el altar mayor y observo, ahora con detenimiento. Ahí siguen el buen pastor y junto a él su oveja preferida. Después de unos segundos comprendo. Rezaría una oración, pero no sería suficiente. Bajo la mirada, me cuesta decírselo a la cara. Pero necesito hacerlo. Hacerle saber que hoy venía a acusarle de que cuando me robó, no solo el futuro, sino además a mi hermano, me sentí traicionado. Que quiero acabar con esto, y que necesito su ayuda. Que le pido perdón por la osadía de haber entrado en su casa con toda mi decepción y mi coraje, con el orgullo y el rencor que me han mantenido alejado de él durante estos años, odiándole tanto.

Desdoblo despacio el pañuelo blanco de fino lino con mis iniciales, —las propias— que mi mujer se ocupa de regalarme cada cumpleaños y me seco de nuevo las lágrimas que se me han escapado.

Decido llamar al despacho para decirles que no me esperen, que la noche ha sido dura y muy larga.

Me levanto y camino despacio por el gran pasillo de la iglesia vacía. Las campanadas ya se escuchan por la ciudad anunciando la celebración de la primera misa del día. Al llegar a la puerta de salida, me vuelvo, ahora ya me siento capaz de mirarle a Dios a los ojos. Le pido que cuide de él, como cuida a esa oveja que tiene a su lado. Me marcho convencido de que en el lomo lleva tatuado el nombre de mi hermano.

Por fin siento una gran calma y una profunda alegría, respiro hondo, y me dejo invadir por la suave brisa de la mañana. Quiero volver a mi casa para abrazar a mi mujer y a mis hijos, ahora sí, con toda mi alma.

@mjberistain


¿Qué pasa si se colapsa internet?

Que, siempre nos quedarán los libros…

Tuve ayer en mis manos una fotografía que tomé en uno de mis viajes a Valencia que se llama «El asilo del libro».

La propia fachada de la librería ya es un homenaje a esos antiguos espacios coloridos y, como ahora diríamos «vintage», del tipo de librería de libro antiguo o usado, que reclaman la atención de cualquiera que pase cerca, pero especialmente la de los amantes de los más raros, más especiales y/o artísticos, y/o más prohibidos. Son esos volúmenes que ocupan un sitio destacado —aunque, según el espacio que haya quedado en la librería abarrotada de ejemplares, el único sitio posible pueda ser el suelo en lugar de un anaquel destacado. Pero que ahí están.

¿Qué haremos cuando se colapse el tráfico de internet?

Hemos visto en los «papers» estos días que puede llegar esa situación en cualquier momento debido al intenso tráfico en las redes motivadas por el cautiverio al que está sometido el mundo por culpa del «virus» (en este caso del covid-19) —podría ser cualquier otro en cualquier otro momento—. Y esto es una alerta como no se había vivido nunca (eso dicen), o por lo menos desde que yo vivo, y ya van varios años.  Nos hemos recluido en casa por decreto general. Vale. Y nos hemos colgado de las redes. Y, de momento todo funciona, ya, pero ¿nos hemos parado a pensar que los invisibles hilos que conducen la información no nacen por generación espontánea?

Claro, podemos pensar (porque ahora pensamos mucho), que la tierra es infinita, que se regenera, que tiene infinitos recursos para no agobiarse por mucho que sus hijos insaciables tiren de ella. Pues va a ser que no, y es tiempo que nos demos cuenta de ello. Bueno, pero estamos investigando el cosmos y allí hay mucho más sitio… ¡Qué ilusos! —pienso yo— El cosmos de momento no va a respondernos como lo ha hecho hasta ahora nuestra madre tierra. Con nuestro maltrato insistente hemos conseguido que nos pare los pies, que nos dé un tirón de orejas, un toque de atención durísimo para que reflexionemos, pero no sé si estará dispuesta a dejarnos su espacio por mucho más tiempo.

Llevamos décadas hablando o escuchando (oyendo hablar) sobre el cambio climático, ¿durante cuánto tiempo? Y nosotros pensando que serían lo que ahora llamamos «fake news» (noticias falsas). Hablábamos y veíamos reportajes sobre la invasión de la basura en los océanos del planeta, de los vertidos industriales en los ríos, de los gases tóxicos que eliminamos a la atmósfera pensando que todo ello se disolverá por arte de magia. Y otros pecados capitales que se me ocurrirán cuando haya dejado de escribir este texto a modo de reflexión.

De pequeña, en fin, yo no pensaba en absoluto en estas cosas. Creía que el mundo estaba ahí como lo estaba la casa de mis padres y mis abuelos y mi ciudad y mi mar y mi país. Y que el globo terráqueo me contendría eternamente con un amor y generosidad que, aunque yo no mereciera, estaría ahí mientras vivieran mis seres queridos. Yo no me planteaba que al mundo lo tenía que cuidar yo, porque de otro modo se nos vendría abajo. Esto, supongo que lo voy comprendiendo poco a poco a golpe de libros y noticias en los telediarios. Y no quiero pensar que, ahora, pudiera ser que fuera tarde.

No soporto cuando llego a casa con la compra del supermercado. Más de la mitad de mi factura está compuesta por plástico y cajas de cartón que destino inmediatamente a la basura; a la de reciclaje, eso sí, ahora.  Es decir, envoltorios que únicamente me han servido para traer la compra hasta casa, pero que sirven a la sociedad para alimentar el afán de consumo implacable en el que somos los reyes del mambo, sin darnos cuenta de que nos estamos atacando a nosotros mismos, a nuestra propia Naturaleza. Que la estamos invadiendo, sofocando, y que ya no puede respirar. Y se queja.

¿Teníamos que llegar hasta este punto?

Vale, el mundo está recluido para evitar el contagio. Teóricamente todos parados. Pero eso es una falacia. No salimos a la calle. Pero tenemos internet. Y las telecomunicaciones, tal y como están concebidas hasta el momento, están poniéndose nerviosas porque no puedan soportar el tráfico alucinante que deja en simples, casi infantiles, imágenes para el recuerdo, los millones de vehículos que se mueven en el mundo, llamado evolucionado, por carreteras cualquier día a horas punta o en los fines de semana de salida de vacaciones, en el mejor de los casos.

Menos mal que siempre nos quedarán los libros. Ahí estamos a salvo. Los libros, todo el conocimiento está ahí. Volvamos al «back to basics» (lo que significa volver a las cosas sencillas y más importantes, dice el diccionario), a la calma del pensamiento, a la reflexión, a la relación humana.

Ya no quiero una vida virtual. Reivindico la mía propia.

Estos días no hago nada más que pensar en el agua. África y agua. Y aquí estamos lavándonos las manos. (se me ocurren varios sentidos para esta frase). ¡Qué afortunados somos! Tenemos Agua. El bien más preciado junto con el aire. Si respiro, necesito agua. Si no respiro, no necesito nada.

Madre Naturaleza, perdónanos porque no sabemos lo que hacemos.


@mjberistain

*Vintage es el término empleado para referirse a objetos o accesorios con cierta edad, que no pueden aún catalogarse como antigüedades, y que se considera que han mejorado o se han revalorizado con el paso del tiempo.

La mascota

Su casa era lo que se llama un «Hogar» fantástico.

Un gran oso de peluche, de tamaño natural, —de ese tamaño que, si pretendes cogerlo te faltan brazos para rodearlo— había sido, hasta hacía unos meses, el personaje principal del dormitorio de los niños.

Recuerdo cuando se lo regalaron al nacer su segundo hijo.

Salía yo de la maternidad emocionada y feliz. Se habían superado con éxito los difíciles cuarenta minutos del parto de mi hija menor que nos habían mantenido en máxima alerta a médicos, enfermeras, y a la familia que esperaba noticias en la puerta del paritorio. Decía que salía yo feliz…

Un gran Land Rover se detuvo al otro lado de la acera ocupando parte del paso de cebra cuando yo me disponía a cruzar la calle. De él saltó hacia mí un gran oso peludo. Detrás, apenas podía yo imaginarme a Pepote. Sus pequeños ojos risueños me miraban como pidiendo perdón. Fue difícil aventurarnos en un abrazo con el oso por medio.

¡Ah! Lo fantástico que puede ser tener un ejército de dinosaurios de todos los tamaños que aparecen y desaparecen por cualquier rincón de la casa, —siempre pensé que se habían extinguido—, y miles de minúsculos monstruos de piezas desmontables que se clavan inmisericordes en los pies descalzos, porque, eso sí, los zapatos, zapatillas, botas, botines y demás, se quedan (por cierto, perfectamente ordenados) en un mueble hecho al efecto en la entrada. Ello sin hablar de los típicos patos, algún delfín, tortuga o serpiente articulada de color y tamaño casi natural —por la que casi muero un día que hice de «canguro» y me la encontré en la bañera.

Nunca hubo ocasión para tener que autorizar la presencia de cualquier otro animal en casa, —me refiero a animal doméstico del tipo «mascota».

Pero Angie se marchó. Ella y su pareja lo llevaban pensando durante los últimos meses. Las cosas del trabajo no estaban fáciles, así que aceptaron probar mejor suerte, entonces que los niños eran pequeños, y decidieron trasladarse a Estados Unidos. Viajó toda la familia.

Excepto Chet.

Así se instaló Chet en aquella casa, cualquier día, de sopetón.

¡Zas!, una mascota.

La gran amistad tiene estas cosas. De repente te encuentras con que admites cuidar de la mascota de tu mejor amiga cuando ella no puede atenderla. Los niños encantados la admiten como uno más en la familia y se pelean por sacarla a pasear por el pasillo cada tarde después de hacer los deberes. Es el momento en el que la mascota corretea jugueteando con ellos y soltando pequeñas cagarrutas negruzcas a diestro y siniestro. Lo de tratar de atraparla para que vuelva a su jaula es un divertimento exasperante, —exclusivamente para los mayores que están deseando de que los peques se vayan a la cama.

¿Se le pueden hacer cosquillas a una chinchilla debajo de la barbilla?

Más allá de provocarme una tierna sonrisa, la pregunta me dejó boquiabierta.

¿Es posible que un niño de cinco años consiga esta bellísima aliteración?

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@mariajesusberistain
Imagen: Daniel Sulbarán

Ver: https://www.mascoteros.com/blog/historia-y-cuidados-de-la-chinchilla/

* La aliteración es una figura retórica que se caracteriza por la repetición consecutiva de un mismo fonema, fonemas similares, consonánticos o vocálicos en una oración o verso. … La finalidad de la aliteración es embellecer la prosa y la poesía con el objetivo de producir sonidos y musicalidad


El viaje

Hay nubes que rompe en finos hilos la madrugada,
nácar que cubre el paisaje de húmedas fragancias
como llanto que se desborda silente
al límite de miradas sospechosas.

Pensaba en el viaje.

Toda la semana había estado pensando en marcharme. Los viajes tienen algo de renovación, siempre. De búsqueda (inquietud) de nuevos espacios y personas, de vivencias nuevas, de encuentros, incluso y especialmente con uno mismo (de hablar solo), de que sonreír no sea solo una respuesta a algo amable o divertido que a alguien se le ocurra expresar en tu presencia, sino a una íntima sensación de agradecimiento a la vida, de una liberación íntima (sin excusas).

De un viaje se vuelve, o puede ocurrir también que uno no vuelva…

Fue la pastora quien dijo: «ése es el único viaje que no quiero hacer». Se refería a llevarle a Joxé a una residencia de ancianos. Dijo: mientras yo pueda con él… Y podía con él al que aseaba con mimo cada día y conseguía sacarlo del dormitorio y casi arrastrarlo hasta el porche y sentarlo en su silla preferida de toda la vida, eso sí, ahora lo dejaba atado para que no se deslizara sin darse cuenta y se cayera al suelo y se hiciera daño mientras ella atendía a los animales. Y podía cada día con sus cuatrocientas ovejas y con su perro viejo al que adoraba; y él a ella. Y así llevaban más de cincuenta años, pastoreando por los valles del país, monte arriba, monte abajo.

Un precioso rincón con flores al lado de un hayedo era su pequeña parcela —sin acotar— en las inmensas campas al pie del Aitzkorri*. Allí habían construido una pequeña borda para el verano —porque el invierno lo pasaban a refugio en el caserío a varios pueblos de distancia de la montaña—. En ella podían abrigarse de la lluvia, de la niebla y de las tormentas que les visitaban con frecuencia. También sus hijos y sus nietas les visitaban con frecuencia. En la chimenea de piedra latían los rescoldos de un buen fuego. Afuera, solo una valla liviana marcaba el territorio de los animales desde donde nos miraban apacibles. También era su hogar.

El camino es duro, pendiente y rocoso. Me digo: —el viaje es el camino.

Y dice mi conciencia: —Atrévete…

Atreverse, atreverse… a andar, a compartir, atreverse a amar… «La medida del amor es amar sin medida» frase que llevo tatuada desde niña en el corazón. (Esto lo dijo un hombre conocido por su santidad, quizás fuera San Francisco de Sales)

¿Y la niebla?

Después vendrán las consecuencias. Magulladuras…

«Arriesgas mucho en todo y luego pasan estas cosas, pero eres fuerte y lo superas, sabrás salir adelante» —me dirá mi gran amigo Iñaki—.

Zuk zer dezu Arantzazu, amets kabi, otoitz leku………*

El bosque de hayas está cubierto de hojarasca húmeda y brillante que el viento ha ido acumulando. Cae al abismo entre trozos de árboles rotos y rocas sueltas.

Nadie antes ha pasado por aquí…

Viajar de vuelta, hacia mí misma… lejos, a salvo de mí



*Aitzkorri.
Montaña de 1.528 metros de altitud situada en Guipúzcoa, País Vasco.
A sus pies se encuentra el Santuario de la Virgen de Arantzazu y el pueblo de Oñate.

  • ¿Qué tienes Arantzazu, nido de sueños, lugar de oración…?

@mjberistain

Café amargo

Llegó hasta allí sola. Se sentó en una silla y sintió el frío del metal bajo sus muslos como una sorpresa placentera. Hacía calor y aquella sensación le hizo sonreír tristemente.

No prestó atención al camarero que esperaba mientras ella sacaba su móvil del gran bolso que solía llevar siempre colgado de su hombro izquierdo.  Lo sintió, pero no lo miró, se quedó pensativa con la cabeza baja y absorta en sus pensamientos como sin atreverse a tomar una decisión importante.

Él se inclinó hacia ella educadamente y anotó en su cuadernillo: un café americano, sin leche, sin azúcar. A su pregunta de si deseaba algo más, respondió con un escueto: solo. El nudo en la garganta le apretaba cada vez más, casi hasta llegar a la asfixia, pero ella se negaba a darse por vencida. El día era caluroso, demasiado para lo que acostumbraba a ser en esta época del año y en aquella zona del planeta. Mientras esperaba a que le sirvieran el café detuvo su mirada en la gran pantalla de uno de los edificios de enfrente, al otro lado del río. Imágenes grandiosas y coloridas, píxeles enormes se solapaban uno sobre otro a gran velocidad anunciando los próximos eventos culturales en la ciudad. Las escasas diez personas que ocupaban el local leían el diario de la mañana con calma. Pensó que quizás tendría que comprarse el periódico y quedarse un rato leyendo, aunque solo fueran las columnas de opinión o la guía del ocio para relajarse, porque no estaba dispuesta a saber nada que tuviera que ver con los acuerdos y desacuerdos de los partidos políticos ante el nombramiento del nuevo presidente de la nación. Había dejado de creer también en las negociaciones, especialmente en las de conveniencia para unos, y no para otros. No se movió. Estaba mejor paralizada. O, mejor dicho, quizás hubiera estado mejor paralizada, porque de repente, sin pensarlo más, escribió tres frases en el móvil que no quiso revisar, simplemente las lanzó a la pantalla con la furia de una loba herida.

El café estaba amargo.

La noche anterior, finalmente, se había olvidado de sacar dinero. Soltó sobre la mesa toda la calderilla que llevaba y que tanto le pesaba y se dispuso a utilizar las pequeñas monedas hasta llegar a acumular el importe del precio del café.

—Dos veinte, por favor.

—Si, sí. Ya voy —respondió un tanto contrariada, más consigo misma que con la cajera que le atendía amablemente tratando de evitarle la dificultad al pretender leer el recibo en aquel mínimo papel lleno de caracteres minúsculos impresos por una máquina a falta de tinta negra.

Cruzó el puente deprisa. Pensó que el calor del sol podría reblandecer el asfalto y abrir agujeros negros a su paso como en sus sueños de adolescente. Y buscó la sombra por el paseo, solitario e inhóspito a esas horas. Le llegó el sonido del timbre de una bicicleta que venía por detrás de ella y que pasó a su lado a toda velocidad rozándole el costado hasta casi conseguir desequilibrarla del todo. Estaba abatida y ni siquiera le importó el incidente. Su orgullo, su dignidad, ¿dónde los había olvidado?

El aire era denso y no llegaba a respirar bien, se apoyó en una de las verjas de hierro de las casas señoriales del paseo y esperó unos minutos a recuperarse.

Se revolvían en su cerebro las imágenes. Diosas del sexo con pañuelos blancos ocultando sus ojos alumbraban con velas rojas la gran estancia mostrándose desnudas. El roce de sus pies descalzos al moverse a su alrededor atenuaba el rumor de la marea creciente no muy lejos de su cama. Estaba atada. Largos lazos de tul la envolvían sujetándola de pies y manos a los barrotes de hierro de una descomunal cama en la que solo un hombre sentado con las piernas cruzadas la observaba mientras ella se revolvía con violencia, su pecho y su vientre intentando ahuyentar su sueño y salir de aquella trampa morbosa.

Dos segundos de ternura. Solo le había faltado eso…


@mjberistain

El jardín de senderos…

Tengo que contaros algo.

Empecé a AMAR la Literatura cuando tenía diecisiete años. Entonces yo era una niña. Era la mayor de cuatro hermanas y la educación en mi casa era muy exigente. Sentía cómo crecía dentro de mí una cada vez más aguda necesidad de escaparme de aquella atmósfera un tanto sofocante para mi adolescencia y quise buscar en el exterior una vida que me permitiera «crecer» como persona. —Así pensaba yo— porque en aquél momento todo me era negado salvo asumir unas responsabilidades dictadas con devoción y corrección. El resultado de los esfuerzos que hiciera nunca sería el suficiente.

Mister Evans era una soñador; un filósofo, un pensador, un gran hombre y un magnífico profesor.

Su rala melena blanca no impedía que su aspecto fuese el de un hombre admirable con sus casi dos metros de altura que movía con una especie de desgana engañosa. Como su sonrisa. Como su mirada. Durante los años que estuvimos en contacto, él no olvidó nunca de vestir su vieja gabardina que llevaba desabrochada de forma permanente. Quizás fuese una seña de identidad. Otra, su pajarita, siempre de color verde oliva, que rodeaba y anudaba al cuello de su camisa arrugada y blanquecina. Sus maneras eran despaciosas, silenciosas y elegantes.

Nadie faltaba a sus clases, eran como una celebración. Todos y cada uno de nosotros representábamos para él un papel importante en aquella liturgia literaria que se extendía más allá de los horarios lectivos.

Supongo que en aquella época estábamos todos agradecidos de tener una persona con un cierto carisma paternal, un líder a quien admirar y seguir, siendo que estábamos todos muy lejos de nuestras familias.

Sus alumnos le adorábamos.

Empecé entonces a interpretar y comprender los textos más complejos y difíciles que había leído hasta entonces. Me atreví a delirar, lápiz en mano, frente a cientos de hojas de papel en blanco.

La vida me llevó más tarde a interpretar las historias que leía, o quizás era que mis vivencias, mis obsesiones, mis sueños, mis desvaríos los encontraba curiosamente en libros escritos por otros autores mucho antes de que yo hubiera nacido.

Notas poéticas encontradas en
«El jardín de senderos que se bifurcan»

Cuento escrito en 1941 por el escritor y poeta argentino Jorge Luis Borges.

Subí a mi cuarto; absurdamente cerré la puerta con llave y me tiré de espaldas en la estrecha cama de hierro. En la ventana estaban los tejados de siempre y el sol nublado de las seis.

Reflexioné que «todas las cosas le suceden a uno precisamente, precisamente ahora. Siglos de siglos y sólo en el presente ocurren los hechos; innumerables hombres en el aire, en la tierra y el mar, y todo lo que realmente pasa me pasa a mí…»

Mi voz humana era muy pobre…

Me incorporé sin ruido, en una inútil perfección de silencio… como si alguien estuviera acechándome.

Un soldado herido y feliz.

El tren corría con dulzura, entre fresnos…

El camino solitario… lentamente bajaba. Era de tierra elemental, arriba se confundían las ramas, la luna baja y circular parecía acompañarme.

Pensé en un laberinto de laberintos, en un sinuoso laberinto creciente que abarcara el pasado y el porvenir y que implicara de algún modo los astros.

Me sentí, por un tiempo indeterminado, percibidor abstracto del mundo. El vago y vivo campo, la luna, los restos de la tarde obraron en mí; asimismo el declive que eliminaba cualquier posibilidad de cansancio. La tarde era íntima, infinita. El camino bajaba y se bifurcaba, entre las ya confusas praderas. Una música aguda y como silábica se aproximaba y se alejaba en el vaivén del viento, empañada de hojas y de distancia. Pensé que un hombre puede ser enemigo de otros hombres, de otros momentos de otros hombres, pero no de un país; no de luciérnagas, palabras, jardines, cursos de agua, ponientes.

La música era china. Por eso yo la había aceptado con plenitud, sin prestarle atención.

Un farol de papel que tenía la forma de los tambores y el color de la luna.

Leí con incomprensión y fervor estas palabras que con minucioso pincel redactó un hombre de mi sangre…


Ver: Resumen del cuento
Imagen de Relatos caóticos


 

Nathan

Me costó darme cuenta de que era él. Caminaba inmersa en mis pensamientos y notaba que aquellos días me importaba muy poco todo lo que ocurría a mi alrededor, más allá de la conciencia de que debía de hacer algo especial para salir de aquella situación de absurda apatía en la que me encontraba. Mis reuniones para encontrar trabajo seguían un curso interesante, pero eso no me bastaba, no me apetecía salir de casa, tampoco podía concentrarme en mis lecturas favoritas. Escribía y enseguida despreciaba mis anotaciones que garabateaba después con saña. Llenaba la basura con cientos de folios arrugados casi sin estrenar. Repasaba insistentemente en mi agenda los nombres de las personas con las que había tenido relación a lo largo de mi vida, buscando alguien que pudiera serme útil, alguien que me aportara una cierta claridad ante aquella luz siniestra que me tenía invadida íntimamente.

Más que verlo, lo intuí. Lo intuí borrosamente al otro lado del cristal sucio del coche que estaba detenido en la acera opuesta a la mía, en la que yo esperaba que me diera paso el semáforo. Las luces de warning de su coche estaban parpadeando. Tuve un arrebato de huir de allí, de echar a correr en dirección contraria. No tenía previsto el encuentro con él de forma tan inesperada.

—Sería yo capaz de hablar primero? —Y qué le diría más allá de «hola, ¿cómo estás»?

—Sentí mis pies hundirse en el suelo como si me hubiera metido en un foso de alquitrán. Titubeé, intenté zafarme de aquel lodo pesado y negro que me inmovilizaba hasta la mente. Le miré pretendiendo que él no se hubiera dado cuenta de que yo estaba allí, al otro lado de la calle, y que me encontraba en una situación difícil. Sabía que, en cualquier otro momento, de haberse percatado, hubiera venido solícito a ayudarme. Leía. Parecía entretenido, atento a un documento que tenía apoyado en el volante. El coche no se movió cuando las luces del semáforo en verde le dieron paso.

Abrió despacio la puerta del coche y salió mirando a los dos lados, asegurándose de su propia seguridad ante el arranque del resto de vehículos. Se movía mirándome con una leve sonrisa, mientras yo me dirigía hacia él atacada por una sorprendente timidez que me había trasladado a la época de mi adolescencia. El paso de peatones parecía alargarse infinitamente, hubiera dicho que eran miles las rayas blancas que nos separaban, pero ya estaba en sus brazos.

Comprendí que todo lo que pudiéramos hacer juntos a partir de aquel momento no sería malo ni dañino. No nos quedaba otro recurso que el de amarnos por encima de todo. En mi interior sabía que mi madre comprendería y aprobaría nuestra situación. Yo era joven, adoraba a este hombre desde que era casi una niña y poco había cambiado en mis sentimientos con respecto a él durante los últimos años. Le adoraba y le respetaba. Esos motivos habían sido determinantes, por los que yo me había mantenido al margen de su vida de pareja y que, a mi pesar, fueron los que habían provocado la distancia que había terminado por deteriorar la relación con mi madre Louise.

Pero callé y me abandoné a su abrazo.

No puedo decir que lo encontrara envejecido, aunque su pelo se había convertido en una maraña de finos hilos blancos que se le desordenaban dándole un aire bohemio del que yo creo que él siempre había presumido. Seguía teniendo un porte altivo y sus gestos despaciosos denotaban una gran seguridad en sí mismo. Murmuró mi nombre varias veces, pegada su boca a mi oído izquierdo.

Nos sentarnos en el Café de los Artistas y tomamos un café tranquilo.

—Por cierto —dijo— hablo como si tuviéramos todo el tiempo del mundo para nosotros.

—¿Tienes prisa? —Mi contestación se esfumó en el aire mientras con su brazo derecho me conducía hacia la puerta del lado del copiloto de su coche. Lo cierto es que me dejé llevar sin oponer ninguna resistencia.

A pesar de sus esfuerzos por mostrarse recuperado, el dolor seguía enraizado en su pecho. Habían sido largos días de despedidas, acompañando muchas noches de insomnios y de sueños cortos y despertares asustados en los que el miedo algunas veces y la aceptación otras, mi madre necesitaba del consuelo y la paz que aquel hombre era capaz de aportarle. Yo le notaba cansado, pero aún intentaba animarme también a mí. Efectivamente —me contó— que había desaparecido de la universidad unos días sin dejar pistas de su paradero porque necesitaba distanciarse del mundo sin interrupciones. Y que yo era una de ellas.

—¿interrupciones? Me sorprendió aquella palabra para definirme como a una de las que tendría que enfrentarse.

Pero que antes de dar cualquier paso —continuó diciendo— tenía que deshacer la maraña de pensamientos que habían quedado trabados en su cerebro. Sentía que con la desaparición de mamá su vida culminaba, pero yo estaba allí y no sabía muy bien cómo interpretar aquella presencia. Juró que hubiera querido huir también y, de hecho, había huido, lejos, a una isla del sudeste asiático, pero había resultado una retirada realmente corta para la grandeza del problema que presentía que tendría que abordar con madurez tarde o temprano.

Me refugié en la manta que suelen poner en las sillas de las cafeterías a disposición de los clientes para que puedan estar confortables en el exterior. No tenía frio, pero a ratos los escalofríos recorrían mis inseguridades, especialmente cuando no sabía qué decir. Escuchaba porque suponía que eso era lo único que él necesitaba de mí entonces. Que yo le escuchara. Hubo varios silencios difíciles, pero mi intuición me fue llevando por un camino que yo en mi interior ya tenía recorrido. Creo que quería dejar claro que yo era algo postizo en su vida, y que por mucho que me apreciara quería vivir el tiempo que le quedara sin ataduras, no estaba dispuesto a perder ni un ápice de su libertad, no quería vivir ninguna relación sentimental ni compromiso que no fuera consigo mismo, quería vivir su duelo en soledad.

—Por supuesto —añadió, cogiéndome de las dos manos y mirándome fijamente a los ojos —yo siempre voy a estar ahí cuando tú me necesites…

No lloré, ni eché a correr. Me quedé paralizada ofreciéndole una sonrisa comprensiva que, sin embargo, sentía que hería profundamente mis estructuras emocionales.

Sobre la mesa, el reflejo de los últimos rayos de sol se interpuso entre nosotros iluminando las tazas de café vacías y el platillo con los últimos restos del brownie que habíamos compartido. Sonreíamos, agarrados de las manos. Él con la satisfacción de haber mostrado sus cartas con delicadeza y determinación, y yo con una claridad diáfana en mi mente y una tristeza casi infantil en el fondo de mi corazón incomprendido.

Me llevó a su casa. Había puesto a la venta el piso que había compartido con Louise y había alquilado un apartamento amplio limpio y desordenado, como a él le gustaban las cosas. Daba al mar. Cerré los ojos apretada al cristal del ventanal centrándome en el movimiento y la cadencia de las olas que llegaban y reventaban en espumas contra las rocas del paseo. Conseguí recuperar el ritmo de mi respiración. Estaba un poco asustada. Había libros por todas partes, algunos que habíamos compartido, literatura; los clásicos, filosofía y poesía, historia, cientos apilados en columnas en el suelo, unos cuantos abiertos sobre la mesa de centro del salón y varios más sobre la mesilla en su dormitorio.

—No pasará nada, te lo prometo. Es lo único que se me ocurrió decir en aquel momento.

En silencio me cogió de la cintura empujándome suavemente hacia afuera de la habitación. Me sentí íntima e irremediablemente vinculada a aquel hombre, o en realidad lo estaba ya desde antes de conocerlo. Se estaba produciendo un incendio en mi interior y sentí el calor en su cuerpo cuando me arrimó hacia él con ternura y nos besamos con toda la honradez y el dolor que nos reunía.


@mberistain

Tiempo de siluetas nuevas


Dejaba pasar los días, como si estuviera de vacaciones. Recorrí despacio los alrededores aprovechando la bonanza de aquella primavera cálida y colorida. Conseguía así aliviar el tedio de la tristeza sin saber muy bien qué hacer conmigo misma. Pretendía estar sola pero, por otra parte, al cabo de algunos minutos que me resultaban eternos y vacíos, mi ángulo vital se estrechaba como si entrara en un túnel negro inacabable.

Me planteaba cada día un nuevo destino aprovechando las actividades programadas para turistas en la zona. Tuve la suerte de coincidir, en una de las excursiones, con un grupo de personas que venían desde varios puntos de España a hacer treeking acompañados de un monitor. Estaban instalados en el pueblo de Flam en pequeñas cabañas de madera del camping en la misma orilla del fjordo. Pensé que era una señal. Yo había nacido allí.

Inicialmente no quise compartir con nadie el desbordamiento de mi presión sanguínea que alteraba todo mi cuerpo. Después de una animada charla al final de la primera jornada, me animaron a unirme a sus planes, y aunque me hice de rogar, me acorralaron entre todos y su arrebatadora simpatía no me permitió dudar. Acepté. Durante quince días que duró su visita al país, compartí con ellos mucho más que la montaña. Terminé cambiándome a su cabaña a pesar de la cara de poker que me puso la de la agencia de alquileres cuando le pedí el cambio. Fueron días de juegos, chistes y confidencias, de peleas de almohadas y de música, unos cantaban mejor que otros pero todos jaleábamos a modo de acompañamiento. Era curioso que apenas se bebía alcohol en aquel grupo exceptuando a Juanma, Eric y yo misma que nos moríamos por tomarnos una buena cerveza fría a última hora de la tarde cuando volvíamos de las excursiones. Tengo que reconocer que las dos mejores cervezas que he tomado en mi vida han sido con ellos, la primera allí un día que nos quedamos rezagados del grupo y nos metimos en uno de los pubs con música en vivo donde pasamos un rato muy especial los tres, y otro cuando estando en África años más tarde, pedimos que nos llevaran al desierto tres cervezas bien frías, y lo conseguimos. Aquello, más tarde lo reconocimos, fue un placer de dioses… Porque tengo que decir que aquella relación con el grupo continuó  durante algunos años más hasta que sus situaciones familiares fueron cambiando.

La hora del desayuno era gloriosa. Los chicos se ocupaban de estudiar las rutas; los mapas compartían la mesa del comedor con las tostadas y la mantequilla, las mermeladas, los huevos, el bacon y el café humeante. Había que esquivar la revolución de mochilas y botas esperando por los suelos. A pesar del alboroto, de fondo podía oírse el murmullo de un pequeño aparato de radio que se esmeraba en retransmitir las noticias del mundo sin que ninguno de nosotros le hiciera demasiado caso, mientras Enric, que no perdía un minuto y solía ponerse en modo autista, se afanaba punteando en su guitarra y ensayando acordes para sus nuevas composiciones lo que hacía que nunca terminara su desayuno a tiempo de marchar. Las chicas a medio vestir y sin peinar eran las que organizaban el picnic y trataban de dejar lo más recogida posible la casa antes de salir a pasar el día fuera.

Yo no dejaba de pensar en Nathan. Me había despedido descuidadamente de él cuando decidí tomarme un tiempo para situarme de nuevo en el mapa del mundo, si es que en algún momento de mi vida fui capaz de sentirme ciudadana de algún sitio en concreto. Entonces más que nunca sentía el desarraigo, algo así como la falta de raíces. Tenía una vaga idea de dónde venía, no porque no lo hubiera escuchado, sino porque quizás en aquellos momentos yo era una criatura inmadura viviendo cómodamente, demasiado bien, podría decir, como para que una historia semejante a la que me contaban me pudiera haber conmovido o mínimamente interesado; la guerra, algo detestable y ajena —yo pensaba— a mi vida real.

Durante aquellos días no pude dedicarme a reconocer la zona en la que se habían producido los acontecimientos que habían coincidido con la época de mi nacimiento. Pero sí fue creciendo en mí el interés por conocer detalles de la vida de mis antepasados,  aunque no los tuviera en mis recuerdos.

—Qué recuerdos guardaba yo en realidad? —¿Alguna vez me había preocupado de ellos?

La realidad era que no, que no me había interesado nada más que por mi propia existencia y la de mis amigos. Había sido una época de sueños e ilusiones que nos podíamos permitir, por supuesto que con la connivencia de nuestros padres —en mi caso tengo que hablar de mis dos madres—. Supuse siempre que también ellas fueron felices porque no les causé demasiados problemas, especialmente con las drogas, que era entonces una realidad muy cercana y una de las causas de los dramas de la sociedad en que vivíamos. Casi podría decir ahora que en nuestra actitud juvenil sí había una cierta displicencia hacia lo pasado, nuestra rebeldía nos llevaba a buscar caminos nuevos, a inventar otros o a reinventarnos convencidos de ser una nueva generación que estábamos en el mundo para cambiarlo.

Al atardecer solía pasarme por la oficina de turismo y entablé amistad con Jenny, una chica holandesa que se había instalado allí desde principios de año porque su pareja era directivo de una de las compañías de transbordadores y barcos de pasajeros  que operaba en la zona de fjordos. Me di cuenta de que me atraía la idea de participar profesionalmente en los proyectos turísticos en Noruega. Había muchas posibilidades de trabajo, empecé a sentirme capacitada e ilusionada. Las conversaciones que mantuve durante varios días con la pareja me facilitaron una reunión con la Dirección de una de las empresas que más me interesaba conocer.

Llamé a Nathan. No respondió al teléfono. Lo intenté en varias ocasiones durante las semanas siguientes y siempre obtuve el mismo resultado. Llamé a la secretaría de la Universidad pero me dijeron que no podían darme tal información. Todavía quedaban fechas para terminar el curso y me resultó un tanto sorprendente su ausencia. Pensé que él también podría estar de viaje en algún país exótico o con dificultades de cobertura, o que sencillamente se hubiera querido desconectar durante un tiempo para rehacerse del drama o para reflexionar sobre su futuro. Respeté su silencio.

Fueron sucediéndose los días sin noticias, intentaba no pensar en él y, aunque lo hubiera necesitado, podría decir que, interesadamente para que me facilitara el encuentro con el entonces responsable de Turismo en el gobierno —con el que sabía que tenía una muy buena relación, según él mismo me había comentado— quise demostrarme a mí misma que podría seguir adelante sin su ayuda. No deseaba necesitarlo. Sin embargo en mi interior había una fuerza, una especie de magnetismo que me desordenaba las ideas. Se estaba generando una lucha apasionada entre mi voluntad y mi pensamiento. Un deseo urgente de buscarlo, y no solo de buscarlo por dondequiera que estuviera, sino de encontrarlo. De encontrarme con él. Sentía que teníamos mucho que decirnos, que habían quedado cosas pendientes, sin cerrar, esa historia soterrada que nos había mantenido incomunicados durante bastantes años y que de repente afloraba en la superficie ante el drama compartido. Algo parecía haberse enquistado en nuestros corazones y ni tan siquiera habíamos sido capaces de mirarnos a los ojos. Sentía como si las ciudades y los pueblos a mi alrededor se estuvieran derrumbando y no había consuelo posible para la ansiedad ni para la soledad. Aquel amor platónico que algún día sentí por él era ahora un amor moribundo, probablemente quedó herido en el lecho de muerte de mi madre. Mis manos entrelazadas con las suyas en los últimos momentos me hicieron consciente de la vida que me había regalado con su valentía y tenacidad. Ella y Ulma. Y yo, como una niña mimada que había pasado por su lado durante todos aquellos años sin tan siquiera dedicarles un poco de admiración y ternura. Lo único que les había dedicado —hablando en el caso de Ulma hasta entonces— había sido una inmensa tristeza por su ausencia en esos días grises que parecen una oscura eternidad después de perderla.

—¿Y con mi madre Louise? —¿Iba a hacer lo mismo con ella?

Recostada mi cabeza en su cama, apoyé mi brazo por encima de su pecho. Sentí el leve latido de su corazón, casi agotado. Conseguí derramar allí mi suficiencia y mi soberbia en un llanto silencioso mientras acariciaba sus ojos apagados, su expresión dulce, su precioso pelo y sus manos perfectas. Pensé que me hubiera gustado haber heredado algo de ella, algo más que su apellido, algo como su coraje, como su corazón y cerré los ojos cuando ella los cerró.

Esperé un tiempo, no puedo precisar cuánto, lo único que sentía era un frío mortal que me impedía el movimiento, estuve bloqueada hasta que entró el médico seguido de Nathan para hacer la visita diaria.

Salí al jardín, me tumbé en la hierba, el día era también frío pero lo único que aprecié fueron las siluetas desordenadas de una imagen desenfocada, como mi propia vida. Y lloré, lloré dejando que brotara de mi boca, como de una arteria rota, toda la furia de las palabras más fuertes que conocía.


@mjberistain