Supongo que te sonará Woodstock… —dijo Gunhilda. Asentí con un movimiento de cabeza.
—Lo imaginaba, lo viviste de primera mano, en el mejor lugar posible, en aquella época de los hippies. Cuéntame, ¿qué recuerdos guardas de todo aquello? Me pareció que en ese lugar había una especie de espiritualidad, una filosofía de vida, un ímpetu de cambio de la sociedad… Estoy segura de que me hubiera apuntado, si hubiera estado allí.
—Woodstock, podríamos decir, fue el momento culminante de aquella época. A pesar de que llovió torrencialmente, nos mantuvimos entre el barro, confiando en nuestro poder, seguros de que pararía la lluvia; de que podríamos dominar todas las fuerzas de la naturaleza; de que podríamos cambiar el mundo; de que conquistaríamos definitivamente la paz y la libertad. Fue como una especie de espejismo. Yo tenía veintinueve años. Me daba cuenta de que nuestra fuerza pacifista se desmoronaba. A pesar de que el mensaje permanecía vivo, las respuestas a las preguntas que nos hacíamos entonces y a las que aún hoy se hace la humanidad, siguen estando —como decía Dylan— flotando en el viento. Por allí pasaron músicos como Joan Báez, Janis Joplin, The Who y otros muchos, ¡ah! Y Hendrix, la actuación final de Jimmy Hendrix fue memorable. Fue una experiencia muy intensa que nos afectó profundamente a todos los de nuestra generación.
Aquel momento supuso un giro radical en mi vida. Con mis amigos, Leo y Daniela, preparábamos el salto a Europa. En realidad, se trataba de un viaje de iniciación para todos. Leo era italiano y los abuelos de Daniela vivían en una isla griega. También para Martín, quien era de origen francés y había estudiado Arte en Canadá, —habíamos preparado la tesis con el mismo tutor— pero su sueño era volver a Europa e instalarse en París. Él y yo nos queríamos mucho, pero yo no estaba dispuesta a comprometerme con nadie, solo disfrutábamos de una convivencia amable y divertida. Lo único que teníamos planeado era la fecha de inicio del viaje, volaríamos de San Francisco a Nueva York y de allí a Madrid.
—¿Quieres decir que no teníais una ruta predeterminada? ¿Unos tiempos de estancia en cada país? Debe ser difícil compaginar los intereses de cuatro personas sobre la marcha.
—Sí, la verdad es que no fue nada fácil. En Madrid alquilamos una furgoneta preparada para vivir cuatro personas, pero el viaje se truncó antes de lo previsto. Discutíamos con Leo de manera continua porque la droga estaba causando estragos en él y no quería darse cuenta.
¿Cómo es que te fuisteis con él sabiendo que teníais el problema encima?
—De cierta manera, además de que todos queríamos viajar a Europa, lo aceptamos pensando en que podríamos ayudarle a escapar de aquel ambiente, y que las nuevas rutinas, —si un viaje de amigos por el mundo, puede tener algo de rutinario— le devolverían el interés por vivir. En ese momento, su novia Daniella nos necesitaba y nosotros nos volcamos con la idea.
—Eso es lo que significa ser un amigo, Gunhilda. Supongo que hay que tener mucho valor y generosidad para llevar a cabo un proyecto de esa envergadura.
—Lo cierto es que sí. Sin embargo, estuvimos dispuestos a aceptarlo. Entre nosotros había un cariño y una camaradería que podía con todo, y lo más importante era que confiábamos en nosotros mismos… y en él.
En Madrid y en Barcelona nos encontramos con el Arte de los grandes maestros. No solo visitamos museos, sino que también pudimos admirar la arquitectura en las calles, la vida bohemia, la actividad nocturna, la excelente comida y las fiestas populares… Veníamos de otro mundo y estábamos impresionados. A lo largo de la ruta francesa por la Costa Azul, además de conocer ciudades como; Saint Tropez, Cannes, Niza o Montecarlo en Mónaco, paramos en pequeños pueblos costeros, en algunos encaramados a las rocas —nos encantó Éze—, nos bañamos, incluso dormimos alguna noche al aire libre en playas paradisíacas. Visitamos las ruinas romanas en Arlés y otros pueblos medievales en los que paramos a comprar frutas y verduras frescas para las comidas. Nos perdíamos por las carreteras rurales serpenteantes, con las ventanillas del coche abiertas y nuestra música a todo volumen, nos dejábamos seducir por los aromas y el color de los campos de lavanda. Disfrutamos mucho de las charlas con los lugareños. En general nos recibían con amabilidad, a veces compartíamos vinos con ellos —quizá debido a la curiosidad que sentían por nosotros— y nos hacían recomendaciones de rincones especiales de sus pueblos que no aparecían en las guías de viaje.
A pesar de lo maravilloso que pueda parecer ahora, no fue fácil. Ya te lo he dicho. —Susurró Gunhilda como si necesitara un descanso—. A veces, Leo se alejaba entre las calles y, en más de una ocasión, lo encontrábamos al volver a la furgoneta, colgado casi sin pulso. Lo mismo de siempre, a urgencias, a esperar a un diagnóstico de sobra conocido y a darle otra oportunidad a su arrepentimiento apenas convincente. Sin embargo, lo teníamos que hacer por él y por Daniella. Llegó un momento en el que nos planteamos seguir cada uno nuestro camino porque Leo, aunque cuando estaba centrado nos agradecía el esfuerzo que estábamos haciendo, se escudaba en que le fallaba la fuerza de voluntad, como si la voluntad fuera ajena a él. La tensión llegó a hacer irrespirable aquel ambiente. Decidimos avanzar juntos hasta Florencia y allí evaluar nuevamente el viaje.
Pero no llegamos a nuestro destino. Recordé que la madre de mi amiga Rita, que era italiana, además de otras recomendaciones, me había hablado especialmente de la famosa Pigna, el casco antiguo de San Remo. Daniella y Leo se excusaron y decidieron ir por su cuenta para solucionar un asunto pendiente que les ocupaba aquella tarde. Paseamos Martín y yo por las callejuelas iluminadas como de cuento, por el puerto y los jardines, comimos una pizza auténtica y cuando volvimos a la furgoneta nos encontramos con Daniella viendo la televisión, envuelta en una manta, en el sofá.
—¿Qué sucede, Daniella? —preguntamos al mismo tiempo, asustados. ¿Dónde está Leo?
—Hemos discutido. Ha dicho que regresará más tarde, que necesitaba estar solo.
—¿Dónde se supone que lo has dejado? —Preguntó Martín— ¿Por dónde habéis andado? ¿Se encontraba bien o estaba tocado? ¡Joder, me cago en la puta! —explotó Martín dando un golpe en la mesa— Voy a ver si lo encuentro. Vosotras esperar aquí, ¿vale?
Daniella estaba traspuesta, no tenía ganas de hablar de nada y yo respeté su silencio. Me senté a su lado y la abracé sin saber qué más hacer. La espera se hizo eterna, salimos a la calle para respirar alrededor de la furgoneta, estábamos en un parque bien iluminado donde había grupos de jóvenes sentados en el césped con su propia juerga. Cuando ya no quedaba nadie, nos fuimos a dormir. Ninguna de las dos podía conciliar el sueño.
Martín entró en la furgoneta solo, su rostro era el gesto del dolor, de la rabia, de la furia, de la crispación.
—¡No ha podido soportar la última dosis de heroína! —farfulló.
Lloró durante muchas horas aquella noche tumbado boca abajo en la cama. La muerte de Leo nos sumergió en la negrura de la culpabilidad. Nosotros habíamos fracasado y él estaba muerto. Nunca antes nos habíamos planteado esta cuestión. Nos habíamos embarcado en el viaje, sintiéndonos solidarios, poderosos y triunfantes; creíamos que podríamos controlar todas las pasiones… Y ahí estábamos sin comprender nada. Habíamos fracasado en nuestro intento. ¡Leo había muerto!
La policía italiana nos brindó ayuda en los trámites, envió un telegrama a la familia y el consulado de Estados Unidos en Milán resolvió que el cuerpo fuera enterrado en el cementerio de la ciudad. Fue aún más doloroso saber que los padres renunciaban al traslado de su hijo a casa.
Daniella decidió volver a San Francisco y Martín y yo no estábamos en condiciones de continuar el viaje hacia ninguna parte, estábamos extenuados. Pasamos noches en vela hablando de nuestras opciones, nos sentíamos náufragos en una isla desierta en mitad de un océano de incertidumbres. Tal vez nuestra salvación fue estar juntos en aquellos momentos de ruina total.
—Gunhilda —dijo un Martín abatido que nunca antes lo había visto así—, estamos a ochocientos kilómetros de París. Sugiero que nos pongamos en contacto con mi familia allí. —Siento que necesitamos algún tipo de protección, aunque solo sea temporal. El desapego familiar me pesa ahora como una losa —dijo con una sonrisa mirándome y esperando mi respuesta.
—Podría hablar con ellos para ver si nos pueden encontrar un sitio para dormir cerca de su casa y nos quedamos con ellos unos días. Estoy convencido de que nos hará bien a los dos descansar un poco.
No sé si accedí por él o por mí. Estábamos tan aturdidos y desorientados que nos daba igual dirigirnos hacia el norte o hacia el sur, despertar o morir.
Vivían en Villene sur Seine, un pequeño pueblo a media hora de París. Durante el trayecto, Martín me fue hablando de ellos. Eran una pareja con un hijo, —la mujer era hermana de su padre—. A pesar de la distancia, las familias habían mantenido una buena relación. Martín y su primo Fabián habían sido compañeros de juegos de niños, pero luego tomaron caminos diferentes. Martín se trasladó junto a sus padres a Canadá, donde se establecieron y él estudió Bellas Artes. Terminó su último curso y terminó la tesis en Stanford. Fabián, no obstante, vivió la revolución del 68 en París, era una persona muy especial, con una gran sensibilidad por el Arte. Se ganaba un poco de dinero vendiendo cuadros en la calle, además de ayudar a sus padres en la tienda de flores. En aquel entonces, vivía solo porque la pareja con la que había compartido los últimos dos años decidió irse a vivir a Sudáfrica, y él no estaba dispuesto a acompañarla. Se identificaba bien con el ambiente bohemio de París.
Nos recibieron con cariño y respeto. Su familiaridad nos ayudó a superar la situación por la que estábamos pasando. Fueron unos días de descanso, reflexión y charlas filosóficas interminables visitando la Provenza francesa. La forma de vida, su ritmo, sus intereses y preocupaciones, eran bien distintas a lo que habíamos vivido hasta entonces. Ayudábamos por las mañanas en los trabajos del campo y por las tardes salíamos a pasear por los alrededores.
Desde allí había una hora de coche hasta el centro de París, y la tienda de las flores de los tíos de Martín se encontraba en la calle Saint Péres, en el Barrio Latino. La ciudad tuvo mucho que ver con nuestra recuperación. Nos fue cautivando día tras día hasta que llegó un momento en el que decidimos establecernos. Tuvimos mucha suerte de encontrar una buhardilla en alquiler en la plaza de los Vosgos que acababa de quedar libre. Cambiamos la furgoneta por un coche convencional y nos dedicamos a buscar trabajo.
—¡Mamá Louise! —exclamé—. Sentí un escalofrío al oír su voz al otro lado del teléfono.
Aunque su voz me llegaba desde lejos, noté la emoción en sus palabras. La última vez que hablamos fue desde Madrid para que supiera que ya habíamos llegado a Europa. Me dijo que estaba trabajando en el proyecto del Ártico y que vivía en Bergen. Se alegró de saber que estaba más cerca… La conversación me dejó pensativa unas cuantas horas después.
Fabián tuvo una agradable conversación con Martín sobre sus expectativas de futuro cuando le reveló que su deseo era establecerse para vivir en París y encontrar un trabajo en el área de las Bellas Artes. Al terminar de cenar, su tío tocó con el tenedor la copa, para llamar nuestra atención. Nos habló con voz grave.
—Martín, he hablado con mi mujer y mi hijo. Me gustaría comunicarte que estaríamos en disposición de ofrecerte un puesto de trabajo en París. Fabián será el responsable del local de las flores cuando no estemos y está amortizado. Existen suficientes metros para expandir el negocio y, si cuenta con tu participación, podría dársele un giro actualizado.
Martín me miró en silencio. —Yo no tenía mucho que decir allí—, pero me sorprendió muy agradablemente la propuesta y sonreí encogiéndome de hombros. Vi el brillo en sus ojos antes de acomodarse en la silla y dirigir la mirada hacia su familia para responder con tranquilidad.
—Bien, —dijo, como pensándolo— Parece una buena idea en principio. Deberíamos preparar un proyecto y estudiarlo juntos. Puede interesarme y agradezco sinceramente que contéis conmigo.
El padre de Fabián nos invitó a brindar. La conversación se prolongó hasta bien entrada la noche. Formarían un equipo perfecto en el arte floral y la decoración de eventos.
A solas en la habitación hicimos el amor apasionadamente, la magia de las caricias invadía cada poro de nuestra piel desprotegida, el deseo brotaba como un animal insaciable en toda su locura… Aquella noche —continuó Gunhilda con una sonrisa nostálgica— hicimos arder el fuego con los restos del pasado. —Y continuó— París iba a cambiar radicalmente mi vida a su lado. Fue la experiencia más intensa que he vivido nunca —tanto antes como después de aquellos días— Nos instalamos en una buhardilla en la Plaza de los Vosgos. Yo ayudaba en la floristería con la administración; presupuestos, permisos para obras y otras gestiones, hasta que encontré un trabajo como dependienta en una tienda gourmet en uno de los mercados cercanos. Solo me duró dos meses porque una tarde, al salir, me abordó una persona desconocida —o quizá sería mejor decir un hombre—, calculé que era algo mayor que yo, era de aspecto elegante, pulcro, con una melena corta bien cuidada.
—¡Hola! Me dijo atrayendo mi mirada. ¿Me permites que te interrumpa?
Durante un instante pensé que quizá me quisiera vender algo.
—Me llamo David Holder, tal vez mi apellido le resulte familiar porque veo que su trabajo, de alguna manera, está relacionado con el mío.
—Lo siento mucho —respondí, disculpándome.
Era educado y cercano, de esas personas que te hacen sentir cómodo a su lado. De repente, me acordé de que la única vez que había oído su apellido fue relacionado con una empresa que producía macarrones —dulces típicos franceses—. No podía creer que aquel hombre del que yo había oído hablar tanto en los últimos meses, estuviera ante mí solicitando una cita. Dudé y respondí:
—Bueno, ya me has interrumpido… —Sonrió.
—Entiendo que te parezca extraño este encuentro. Lo que quiero decir es que te he estado observando en tu puesto de trabajo durante días y creo que eres la persona adecuada para nuestra empresa. Disculpa que haya sido tan directo. Me gustaría conversar contigo sobre esta cuestión de manera tranquila.
Acepté su compañía, aún aturdida, mientras caminábamos por las calles estrechas a esa hora de la tarde en la que los comercios estaban a punto de cerrar y las cafeterías y los salones de té con sus terrazas iluminadas se llenaban de ambiente. Sin embargo, no me invitó a sentarnos.
Se despidió de mí tomando mi mano y haciendo una leve reverencia. —Debo admitir que me sorprendió, pero me gustó. Tampoco estaba acostumbrada a aquello. Quedamos en que me recibiría en su despacho de los Campos Elíseos al día siguiente una vez finalizada mi jornada. Me ofreció un sobre con información de la empresa, la historia de la familia fundadora y un cuidado catálogo de sus productos. Me quedé inmóvil viéndolo marchar, sin saber qué hacer. Subí las escaleras de casa lentamente mientras leía incrédula. “La historia de las “tea-rooms” de París está ligada íntimamente a la familia Ladurée. Todo empezó en 1862 cuando…”
Mi futuro había comenzado…
Si te ha gustado, compártelo. Gracias
Me gusta esto:
Me gusta Cargando...