El Profesor

Miraba con la agudeza de un ave rapaz frente a su próxima víctima. De sonrisa amplia y gesto de bufón se sabía el rey de la fiesta en todos los saraos, era de los que no se fijaba en los demás, sino para servirse de ellos y encumbrarse a sí mismo. Llevaba gafas de intelectual decadente, que sabía que añadían carisma y prestigio entre los cientos de alumnos que se acercaban con curiosidad a sus clases. Se había ganado a pulso la fama de raro personaje de interés en el ámbito del arte de jugar con las palabras.

Por su parte, Julia no comprendía muy bien el atractivo que encontraban sus amigos en frecuentar “El chusco”, el bar cutre donde se congregaban a última hora de la tarde del viernes muchos de sus compañeros de clase en un ambiente teatral en el que, después de unas cuantas copas, conseguían acaparar la atención de aquel hombre y representar una especie de «performance» en la que hacían de él el personaje principal del espectáculo, sin que opusiera ninguna resistencia. Se jactaba entonces con deleite de su capacidad de convocatoria y alentaba a su público a participar activamente en diálogos absurdos y cáusticos para divertimento de todos.

Aún recordaba que la tarde que le conoció, iba vestida de manera informal con unos tejanos raídos y una camiseta básica blanca, mochila y zapatillas deportivas, el pelo desordenado pinzado en una especie de moño con el que solía recoger su melena rizada. Había sonado el móvil en el momento en el que estaba esperando al autobús para irse a casa después de un día agotador. Era Raúl, su amigo del alma, quien le pedía que le acompañara un rato. Necesitaba su compañía aquel día para deshacerse de los demonios que le torturaban después de que hubiera tomado la decisión de asumir su homosexualidad públicamente.

—¡Glubb! No podía negarse.

La abrazó con la pasión de un hombre enamorado cuando se encontraron. La apretó contra su cuerpo –solía hacerlo, y ella no lo evitaba—. Le soltó el moño escudriñando entre su pelo el aroma a hembra que tanto le gustaba, y le propuso asistir juntos a la fiesta que daba su padre a propósito de la visita de un amigo, profesor en la Universidad de Columbia, que estaba en la ciudad aquel año, impartiendo unos cursos de Comunicación Audiovisual. Julia torció el gesto señalando su propio cuerpo e invitándole a Raúl a comprender que su “estilismo” —nada distinguido— no era el más adecuado para asistir a un encuentro social comprometido. Raúl la rodeó con sus brazos y, en volandas, la besó satisfecho y feliz de poder contar con ella en cualquier situación, por imprevisible o urgente que fuera. Ella aceptó solo por hacerle un favor. Pensó sobre la marcha, en hacer de la naturalidad su mejor arma aquella noche.

Hechas las presentaciones de rigor, se situó discretamente cerca de uno de los grandes ventanales que le permitían entretenerse con el paisaje y pasar un tanto desapercibida, medio camuflada, entre el vuelo denso de las amplias cortinas de terciopelo bermellón. Desde allí observaba el movimiento y los gestos de los invitados, que evolucionaban por la preciosa estancia de estilo minimalista. Captaba su atención la espléndida lámpara de lágrimas de cristal colgando del centro de una gran claraboya. De vez en cuando se acercaba Raúl y se apretaba cómplice a su abrazo jurándole odio eterno mientras se reían relajados brindando por esa clase de amor/amistad tan especial que les unía.

En algún momento se dio cuenta, a través del espejo de encima de la chimenea, en la que había dejado la copa de vino blanco a medio terminar, de que estaba tratando de evitar aquella mirada con la que sus ojos se encontraban cada vez que se movía de sitio. Le incomodaba y le excitaba a la vez sentir el influjo de aquella fantasía sexual de finos hilos azules revoloteando a su alrededor. Los imaginaba sorteando las figuras de los invitados, consiguiendo superar la distancia que les separaba, con la fiereza de un rayo en una noche de tormenta.

Trataba de eludir su mirada, pero no pudo evitar que él se acercara y susurrándole al oído, le preguntara, a bocajarro, si podía abrazar allí mismo su cuerpo sugerentemente oculto, o si, por el contrario, prefería que se diera media vuelta y la olvidara… Su voz seductora consiguió que Julia despertara de su ensimismamiento soltando una sonora carcajada. Todas las miradas se dirigieron a ella. Admiraron su delicada figura de belleza natural, su sonrisa luminosa, los rizos desordenados de su melena cayendo en cascada por su cuello hasta posarse en la insolencia de su deseo declarado en sus pechos contra su camiseta. Ella se giró buscando la connivencia de su amigo. Desde la terraza le llegó el dulce azote de la brisa con el soplo de un beso inflamado de Raúl despidiéndose en la oscuridad…


@mjberistain

París, punto y aparte

 

Supongo que te sonará Woodstock… —dijo Gunhilda. Asentí con un movimiento de cabeza.

—Lo imaginaba, lo viviste de primera mano, en el mejor lugar posible, en aquella época de los hippies. Cuéntame, ¿qué recuerdos guardas de todo aquello? Me pareció que en ese lugar había una especie de espiritualidad, una filosofía de vida, un ímpetu de cambio de la sociedad… Estoy segura de que me hubiera apuntado, si hubiera estado allí.

—Woodstock, podríamos decir, fue el momento culminante de aquella época. A pesar de que llovió torrencialmente, nos mantuvimos entre el barro, confiando en nuestro poder, seguros de que pararía la lluvia; de que podríamos dominar todas las fuerzas de la naturaleza; de que podríamos cambiar el mundo; de que conquistaríamos definitivamente la paz y la libertad. Fue como una especie de espejismo. Yo tenía veintinueve años. Me daba cuenta de que nuestra fuerza pacifista se desmoronaba. A pesar de que el mensaje permanecía vivo, las respuestas a las preguntas que nos hacíamos entonces y a las que aún hoy se hace la humanidad, siguen estando —como decía Dylan— flotando en el viento. Por allí pasaron músicos como Joan Báez, Janis Joplin, The Who y otros muchos, ¡ah! Y Hendrix, la actuación final de Jimmy Hendrix fue memorable. Fue una experiencia muy intensa que nos afectó profundamente a todos los de nuestra generación.

Aquel momento supuso un giro radical en mi vida. Con mis amigos, Leo y Daniela, preparábamos el salto a Europa. En realidad, se trataba de un viaje de iniciación para todos. Leo era italiano y los abuelos de Daniela vivían en una isla griega. También para Martín, quien era de origen francés y había estudiado Arte en Canadá, —habíamos preparado la tesis con el mismo tutor— pero su sueño era volver a Europa e instalarse en París. Él y yo nos queríamos mucho, pero yo no estaba dispuesta a comprometerme con nadie, solo disfrutábamos de una convivencia amable y divertida. Lo único que teníamos planeado era la fecha de inicio del viaje, volaríamos de San Francisco a Nueva York y de allí a Madrid.

—¿Quieres decir que no teníais una ruta predeterminada? ¿Unos tiempos de estancia en cada país? Debe ser difícil compaginar los intereses de cuatro personas sobre la marcha. 

—Sí, la verdad es que no fue nada fácil. En Madrid alquilamos una furgoneta preparada para vivir cuatro personas, pero el viaje se truncó antes de lo previsto. Discutíamos con Leo de manera continua porque la droga estaba causando estragos en él y no quería darse cuenta.

¿Cómo es que te fuisteis con él sabiendo que teníais el problema encima?

—De cierta manera, además de que todos queríamos viajar a Europa, lo aceptamos pensando en que podríamos ayudarle a escapar de aquel ambiente, y que las nuevas rutinas, —si un viaje de amigos por el mundo, puede tener algo de rutinario— le devolverían el interés por vivir. En ese momento, su novia Daniella nos necesitaba y nosotros nos volcamos con la idea.

—Eso es lo que significa ser un amigo, Gunhilda. Supongo que hay que tener mucho valor y generosidad para llevar a cabo un proyecto de esa envergadura.

—Lo cierto es que sí. Sin embargo, estuvimos dispuestos a aceptarlo. Entre nosotros había un cariño y una camaradería que podía con todo, y lo más importante era que confiábamos en nosotros mismos… y en él.

En Madrid y en Barcelona nos encontramos con el Arte de los grandes maestros. No solo visitamos museos, sino que también pudimos admirar la arquitectura en las calles, la vida bohemia, la actividad nocturna, la excelente comida y las fiestas populares… Veníamos de otro mundo y estábamos impresionados. A lo largo de la ruta francesa por la Costa Azul, además de conocer ciudades como; Saint Tropez, Cannes, Niza o Montecarlo en Mónaco, paramos en pequeños pueblos costeros, en algunos encaramados a las rocas —nos encantó Éze—, nos bañamos, incluso dormimos alguna noche al aire libre en playas paradisíacas. Visitamos las ruinas romanas en Arlés y otros pueblos medievales en los que paramos a comprar frutas y verduras frescas para las comidas. Nos perdíamos por las carreteras rurales serpenteantes, con las ventanillas del coche abiertas y nuestra música a todo volumen, nos dejábamos seducir por los aromas y el color de los campos de lavanda. Disfrutamos mucho de las charlas con los lugareños. En general nos recibían con amabilidad, a veces compartíamos vinos con ellos —quizá debido a la curiosidad que sentían por nosotros— y nos hacían recomendaciones de rincones especiales de sus pueblos que no aparecían en las guías de viaje.

A pesar de lo maravilloso que pueda parecer ahora, no fue fácil. Ya te lo he dicho. —Susurró Gunhilda como si necesitara un descanso—. A veces, Leo se alejaba entre las calles y, en más de una ocasión, lo encontrábamos al volver a la furgoneta, colgado casi sin pulso. Lo mismo de siempre, a urgencias, a esperar a un diagnóstico de sobra conocido y a darle otra oportunidad a su arrepentimiento apenas convincente. Sin embargo, lo teníamos que hacer por él y por Daniella. Llegó un momento en el que nos planteamos seguir cada uno nuestro camino porque Leo, aunque cuando estaba centrado nos agradecía el esfuerzo que estábamos haciendo, se escudaba en que le fallaba la fuerza de voluntad, como si la voluntad fuera ajena a él. La tensión llegó a hacer irrespirable aquel ambiente. Decidimos avanzar juntos hasta Florencia y allí evaluar nuevamente el viaje.

Pero no llegamos a nuestro destino. Recordé que la madre de mi amiga Rita, que era italiana, además de otras recomendaciones, me había hablado especialmente de la famosa Pigna, el casco antiguo de San Remo. Daniella y Leo se excusaron y decidieron ir por su cuenta para solucionar un asunto pendiente que les ocupaba aquella tarde. Paseamos Martín y yo por las callejuelas iluminadas como de cuento, por el puerto y los jardines, comimos una pizza auténtica y cuando volvimos a la furgoneta nos encontramos con Daniella viendo la televisión, envuelta en una manta, en el sofá.

—¿Qué sucede, Daniella? —preguntamos al mismo tiempo, asustados. ¿Dónde está Leo?

—Hemos discutido. Ha dicho que regresará más tarde, que necesitaba estar solo.

—¿Dónde se supone que lo has dejado? —Preguntó Martín— ¿Por dónde habéis andado? ¿Se encontraba bien o estaba tocado? ¡Joder, me cago en la puta! —explotó Martín dando un golpe en la mesa— Voy a ver si lo encuentro. Vosotras esperar aquí, ¿vale?

Daniella estaba traspuesta, no tenía ganas de hablar de nada y yo respeté su silencio. Me senté a su lado y la abracé sin saber qué más hacer. La espera se hizo eterna, salimos a la calle para respirar alrededor de la furgoneta, estábamos en un parque bien iluminado donde había grupos de jóvenes sentados en el césped con su propia juerga. Cuando ya no quedaba nadie, nos fuimos a dormir. Ninguna de las dos podía conciliar el sueño.

Martín entró en la furgoneta solo, su rostro era el gesto del dolor, de la rabia, de la furia, de la crispación.

—¡No ha podido soportar la última dosis de heroína! —farfulló.

Lloró durante muchas horas aquella noche tumbado boca abajo en la cama. La muerte de Leo nos sumergió en la negrura de la culpabilidad. Nosotros habíamos fracasado y él estaba muerto. Nunca antes nos habíamos planteado esta cuestión. Nos habíamos embarcado en el viaje, sintiéndonos solidarios, poderosos y triunfantes; creíamos que podríamos controlar todas las pasiones… Y ahí estábamos sin comprender nada. Habíamos fracasado en nuestro intento. ¡Leo había muerto!

La policía italiana nos brindó ayuda en los trámites, envió un telegrama a la familia y el consulado de Estados Unidos en Milán resolvió que el cuerpo fuera enterrado en el cementerio de la ciudad. Fue aún más doloroso saber que los padres renunciaban al traslado de su hijo a casa.

Daniella decidió volver a San Francisco y Martín y yo no estábamos en condiciones de continuar el viaje hacia ninguna parte, estábamos extenuados. Pasamos noches en vela hablando de nuestras opciones, nos sentíamos náufragos en una isla desierta en mitad de un océano de incertidumbres. Tal vez nuestra salvación fue estar juntos en aquellos momentos de ruina total.

—Gunhilda —dijo un Martín abatido que nunca antes lo había visto así—, estamos a ochocientos kilómetros de París. Sugiero que nos pongamos en contacto con mi familia allí. —Siento que necesitamos algún tipo de protección, aunque solo sea temporal. El desapego familiar me pesa ahora como una losa —dijo con una sonrisa mirándome y esperando mi respuesta.

—Podría hablar con ellos para ver si nos pueden encontrar un sitio para dormir cerca de su casa y nos quedamos con ellos unos días. Estoy convencido de que nos hará bien a los dos descansar un poco.

No sé si accedí por él o por mí. Estábamos tan aturdidos y desorientados que nos daba igual dirigirnos hacia el norte o hacia el sur, despertar o morir.

Vivían en Villene sur Seine, un pequeño pueblo a media hora de París. Durante el trayecto, Martín me fue hablando de ellos. Eran una pareja con un hijo, —la mujer era hermana de su padre—. A pesar de la distancia, las familias habían mantenido una buena relación. Martín y su primo Fabián habían sido compañeros de juegos de niños, pero luego tomaron caminos diferentes. Martín se trasladó junto a sus padres a Canadá, donde se establecieron y él estudió Bellas Artes. Terminó su último curso y terminó la tesis en Stanford. Fabián, no obstante, vivió la revolución del 68 en París, era una persona muy especial, con una gran sensibilidad por el Arte. Se ganaba un poco de dinero vendiendo cuadros en la calle, además de ayudar a sus padres en la tienda de flores.  En aquel entonces, vivía solo porque la pareja con la que había compartido los últimos dos años decidió irse a vivir a Sudáfrica, y él no estaba dispuesto a acompañarla. Se identificaba bien con el ambiente bohemio de París.

Nos recibieron con cariño y respeto. Su familiaridad nos ayudó a superar la situación por la que estábamos pasando. Fueron unos días de descanso, reflexión y charlas filosóficas interminables visitando la Provenza francesa. La forma de vida, su ritmo, sus intereses y preocupaciones, eran bien distintas a lo que habíamos vivido hasta entonces. Ayudábamos por las mañanas en los trabajos del campo y por las tardes salíamos a pasear por los alrededores. 

Desde allí había una hora de coche hasta el centro de París, y la tienda de las flores de los tíos de Martín se encontraba en la calle Saint Péres, en el Barrio Latino. La ciudad tuvo mucho que ver con nuestra recuperación. Nos fue cautivando día tras día hasta que llegó un momento en el que decidimos establecernos. Tuvimos mucha suerte de encontrar una buhardilla en alquiler en la plaza de los Vosgos que acababa de quedar libre. Cambiamos la furgoneta por un coche convencional y nos dedicamos a buscar trabajo. 

—¡Mamá Louise! —exclamé—. Sentí un escalofrío al oír su voz al otro lado del teléfono.

Aunque su voz me llegaba desde lejos, noté la emoción en sus palabras. La última vez que hablamos fue desde Madrid para que supiera que ya habíamos llegado a Europa. Me dijo que estaba trabajando en el proyecto del Ártico y que vivía en Bergen. Se alegró de saber que estaba más cerca… La conversación me dejó pensativa unas cuantas horas después.

Fabián tuvo una agradable conversación con Martín sobre sus expectativas de futuro cuando le reveló que su deseo era establecerse para vivir en París y encontrar un trabajo en el área de las Bellas Artes. Al terminar de cenar, su tío tocó con el tenedor la copa, para llamar nuestra atención. Nos habló con voz grave.

—Martín, he hablado con mi mujer y mi hijo. Me gustaría comunicarte que estaríamos en disposición de ofrecerte un puesto de trabajo en París. Fabián será el responsable del local de las flores cuando no estemos y está amortizado. Existen suficientes metros para expandir el negocio y, si cuenta con tu participación, podría dársele un giro actualizado.

Martín me miró en silencio. —Yo no tenía mucho que decir allí—, pero me sorprendió muy agradablemente la propuesta y sonreí encogiéndome de hombros. Vi el brillo en sus ojos antes de acomodarse en la silla y dirigir la mirada hacia su familia para responder con tranquilidad.

—Bien, —dijo, como pensándolo— Parece una buena idea en principio. Deberíamos preparar un proyecto y estudiarlo juntos. Puede interesarme y agradezco sinceramente que contéis conmigo.

El padre de Fabián nos invitó a brindar. La conversación se prolongó hasta bien entrada la noche. Formarían un equipo perfecto en el arte floral y la decoración de eventos.

A solas en la habitación hicimos el amor apasionadamente, la magia de las caricias invadía cada poro de nuestra piel desprotegida, el deseo brotaba como un animal insaciable en toda su locura… Aquella noche —continuó Gunhilda con una sonrisa nostálgica— hicimos arder el fuego con los restos del pasado. —Y continuó— París iba a cambiar radicalmente mi vida a su lado. Fue la experiencia más intensa que he vivido nunca —tanto antes como después de aquellos días— Nos instalamos en una buhardilla en la Plaza de los Vosgos. Yo ayudaba en la floristería con la administración; presupuestos, permisos para obras y otras gestiones, hasta que encontré un trabajo como dependienta en una tienda gourmet en uno de los mercados cercanos. Solo me duró dos meses porque una tarde, al salir, me abordó una persona desconocida —o quizá sería mejor decir un hombre—, calculé que era algo mayor que yo, era de aspecto elegante, pulcro, con una melena corta bien cuidada.

—¡Hola! Me dijo atrayendo mi mirada. ¿Me permites que te interrumpa?

Durante un instante pensé que quizá me quisiera vender algo.

—Me llamo David Holder, tal vez mi apellido le resulte familiar porque veo que su trabajo, de alguna manera, está relacionado con el mío.

—Lo siento mucho —respondí, disculpándome.

Era educado y cercano, de esas personas que te hacen sentir cómodo a su lado. De repente, me acordé de que la única vez que había oído su apellido fue relacionado con una empresa que producía macarrones —dulces típicos franceses—. No podía creer que aquel hombre del que yo había oído hablar tanto en los últimos meses, estuviera ante mí solicitando una cita. Dudé y respondí:

—Bueno, ya me has interrumpido… —Sonrió.

—Entiendo que te parezca extraño este encuentro. Lo que quiero decir es que te he estado observando en tu puesto de trabajo durante días y creo que eres la persona adecuada para nuestra empresa. Disculpa que haya sido tan directo. Me gustaría conversar contigo sobre esta cuestión de manera tranquila.

Acepté su compañía, aún aturdida, mientras caminábamos por las calles estrechas a esa hora de la tarde en la que los comercios estaban a punto de cerrar y las cafeterías y los salones de té con sus terrazas iluminadas se llenaban de ambiente. Sin embargo, no me invitó a sentarnos.

Se despidió de mí tomando mi mano y haciendo una leve reverencia. —Debo admitir que me sorprendió, pero me gustó. Tampoco estaba acostumbrada a aquello. Quedamos en que me recibiría en su despacho de los Campos Elíseos al día siguiente una vez finalizada mi jornada. Me ofreció un sobre con información de la empresa, la historia de la familia fundadora y un cuidado catálogo de sus productos. Me quedé inmóvil viéndolo marchar, sin saber qué hacer. Subí las escaleras de casa lentamente mientras leía incrédula. “La historia de las “tea-rooms” de París está ligada íntimamente a la familia Ladurée. Todo empezó en 1862 cuando…”

Mi futuro había comenzado…


Música y marihuana

Yo temía el momento de volver de vacaciones. Procuraba que nuestros planes turísticos terminaran cada día unos minutos antes, para poder acudir a mi encuentro con la mujer que llevaba en su interior el libro que yo deseaba escribir. También notaba en ella una ilusión creciente, una especie de complicidad, que se hacía más intensa a medida que llegaba a la narración de su propia vida.

Los reflejos de su juventud asomaban entre sus canas y sus cuidadas arrugas.

—Recuerdo que te conocí pegada a una botella de Bourbon —le dije.

Mi comentario le hizo soltar una amplia carcajada.

—¡Es verdad! Tienes razón —dijo, mientras reíamos juntas—. A dejar la bebida me ayudaste tú, ya es hora de que lo sepas, mi querida amiga.

—No sé si yo he podido influir de alguna manera, pero el mérito en estas cosas es del que toma la decisión, así es que es todo tuyo; espero que cada día vayas sintiéndote mejor.

Le tomé de las manos y le pedí que siguiera con su relato. Se me estaban agotando los días de vacaciones. Hasta tal punto estaba yo embarcada en su historia, que estuve madurando la idea de pedir un permiso sin sueldo y quedarme, algún tiempo más en el valle, cuando mis amigos viajaran de vuelta.

Mis recuerdos de infancia —continuó con su mirada encendida—tienen más que ver con mis abuelos que con mis padres. No fui consciente de todo esto hasta pasados varios años. Sin embargo, era una niña feliz rodeada de amigos, lejos del ruido de las ciudades, la naturaleza era el paisaje de mis juegos, tal y como le hubiera gustado a mi madre. —Gunhilda se quedó pensativa unos segundos—.

En aquella época —continuó— yo pensaba que Ulma era mi madre y, de alguna manera lo era, aunque ella cada noche me contaba cuentos de historias verdaderas y también de leyendas de Noruega. Juntas rezábamos por Louise, la mujer que se había marchado no hacía mucho tiempo en un barco, para buscar una casa donde vivir las tres juntas lejos de la guerra. Rezábamos para que algún día pudiéramos volver a verla.

Ulma cuidaba también de los abuelos. Ella les atendía como si fueran su propia familia. No tengo conciencia del momento en el que nos despedimos de ellos definitivamente. Tampoco tengo apenas recuerdos del viaje que hicimos en barco Ulma y yo a los Estados Unidos.

Sí recuerdo el encuentro, al bajar del barco, con aquella mujer que lloraba desconsoladamente abrazándome, y yo no entendía por qué.

Desde aquel momento mi madre fueron dos. Vivíamos en un pequeño pueblo cerca de la Universidad, en una de las casitas agrupadas entre bosques y caminos y lagos. Ulma preparaba cada mañana el desayuno para las tres y después me acompañaba al colegio. Mamá Louise nos despedía soplando besos desde las palmas de sus manos, sin dejar de mirarnos, largo rato, mientras desaparecía en sentido contrario.

—Ulma, estoy pensando en cambiar de trabajo. —escuché decir un día a mamá Louise mientras cenábamos—. Estoy madurando la idea de dejar la enseñanza.

—¿Qué dices, Louise? —dijo Ulma espantada— Apenas han pasado unos meses desde el final de la guerra. Ahora que por fin hemos conseguido la estabilidad que nunca habíamos tenido, ¿se te ocurre ahora hacer saltar todo por los aires de nuevo?

—Precisamente por eso, la guerra ha terminado y el país parece recuperarse; algo se está moviendo. Habrá oportunidades de trabajo y a mí me gustaría dedicarme a algo más directamente relacionado con la naturaleza en lugar de a teorizar sobre ella en las aulas. Siento que ya he cumplido con esta etapa y ahora necesito reiniciar nuestra vida: la tuya, la de la niña y la mía. No me niegues que siga apostando por ello.

—Estaré contigo siempre que me necesites. —Dijo Ulma con un suspiro y una sonrisa maternal.

Así fue cómo cambió mi vida, —dijo Gunhilda, dando una palmada alegre en la mesa— Sí querida, ahí comencé a madurar.

A mamá Ulma la perdimos cuando yo tenía doce años. Hasta entonces no había sido del todo consciente de la fortaleza y del amor incondicional que me habían ofrecido aquellas dos mujeres. Dejé de comer, no quería ir al colegio, me refugié con mi tristeza por primera vez en brazos de mamá Louise. La muerte no entraba en mi esquema mental, odié a los médicos cuando dijeron que no podían hacer nada por ella… y la dejaron morir así, sin más, en el frío de una habitación de hospital. No sirvieron de nada nuestros besos…

Quizás alguna vez eché en falta tener un padre. Eso era cuando veía a mis amigos del colegio aprendiendo a jugar al béisbol. Me quedaba algunas tardes después de las clases, mirando embobada a los hombres; y a los niños muerta de envidia. Yo no tenía padre que me enseñara a jugar. Decidí por entonces que lo que yo deseaba era tener un hermano mayor…

—Recuerdo aquellas sensaciones como si fueran hoy… —añadió una Gunhilda risueña— Un poco más tarde aprendí a mirar a los hombres de otra manera —y sonrió dedicándome un guiño.

Desde que me quedé sola con mamá Louise fue un modelo para mí. Era cariñosa, inteligente, audaz, apasionada…, me enseñó a valorar la familia, la amistad y la naturaleza como —según me explicó— antes lo habría hecho mi abuela con ella. Al principio de conocernos me leía cada noche cuentos de príncipes y princesas paseando a caballo por los bosques de Baviera que siempre terminaban en bodas. Más tarde me leía cosas de los animales, de las plantas y de las flores; dónde vivían, cómo se reproducían.  Supongo que, cuando pensó que yo podía comprender mejor, me habló de los astros, de las razas, de las religiones y también de las guerras… —Gunhilda se detuvo un momento y continuó con la voz apagada y pensativa— De la maldad de la crueldad y del miedo…

Fue entre libros como me acercó al mayor drama de la humanidad que todavía estaba tan próximo en el tiempo. La II Guerra Mundial había terminado en Setiembre de 1945 —hacía tan solo 10 años—. Llegó a hacerme consciente de que yo había participado con un papel fundamental en ella. Escuchaba sus relatos, muchas veces con incredulidad. Me parecía mentira mi propia historia. Debió de ser un milagro haber sobrevivido a la noche sórdida de mi nacimiento rodeada de muerte, o haber dormido dulcemente refugiada en los brazos de aquel hombre que quiso ser mi padre y…, haber salido ilesa. Él había detonado el último explosivo contra su cuerpo, seguramente, porque no pudo soportar el horror de los crímenes cometidos —eso pensaba yo— o porque no fue capaz de enfrentarse a la justicia o a sí mismo.

Viajábamos mucho por el trabajo de mamá Louise. Había dejado su puesto en la facultad y disfrutaba de su nuevo empleo como responsable en el Servicio de Ciencias y Naturaleza para la revista National Geographic. Eran viajes cortos que hacíamos con amigos de la universidad y sus hijos, normalmente coincidiendo con los fines de semana. Así fui conociendo el país; las costas, los parques naturales; las secuoyas, los glaciares, las reservas de las tribus indias. También me enamoré entonces.

—Gunhilda, ¿vas a venir el próximo fin de semana al parque de Yosemite con nosotros? —me interrumpió mi madre un martes por la noche gritándome desde la cocina mientras hablaba por teléfono con mi amigo Thomas—.

Pienso que a mamá no le gustaba demasiado mi amistad, siempre buscaba excusas para separarnos. Ahora sé que Thomas, en realidad, fue mi primer amor. Teníamos trece años entonces, éramos compañeros de colegio y de juegos, hablábamos y nos reíamos mucho juntos, peleábamos en broma y nos besábamos y nos tocábamos a veces escondidos detrás de las puertas o en la oscuridad de los matorrales de los alrededores de nuestras casas.

—¡Vale…, mamá! —yo respondía arrastrando las palabras con un tono de fastidio para que no se me notara el interés que tenía por ir con ellos.

Porque yo iba a aquellas excursiones con mi madre y sus amigos porque estaba enamorada del señor Nathan. Él era profesor, compañero de trabajo de mi madre que podía tener treinta años más que yo pero que fue el primer hombre con el que yo me sentía como una verdadera mujer. Era el que organizaba las excursiones. A mí me parecía un auténtico líder; un hombre culto, aunque simpático y con sentido del humor, atento y atractivo hasta no poder soportar su presencia cerca porque yo temblaba como una tierna gota de lluvia a punto de caer al vacío desde lo alto de una brizna de hierba. Tampoco podía soportar los celos que me producía verlo acercarse a otras mujeres del grupo sin que me mirara, a la vez, aunque fuera de pasada o de reojo. Era viudo y tenía dos hijos de mi edad a los que yo odiaba —no tenía muy claro el por qué; supongo que estorbaban en mis sueños.

Los años de universidad fueron una locura; y después también. Mamá hacía viajes cada vez más largos y pasaba varios días fuera de casa. Yo sustituí rápidamente a mis dos amores por otros más divertidos. Descubrí que mis amigos podían ser de todas las razas del mundo. Los jóvenes estábamos empeñados en cambiar el sistema, nos angustiaba la idea de un futuro incierto, defendíamos la justicia social a través de la paz, y Dylan representaba nuestras quejas y nuestra filosofía de vida lejos de la violencia. Me uní al grupo de Sam, un músico negro con el que había coincidido en algunas materias en la facultad. Era magnífico con su armónica, su guitarra y su triste blues. Era todo un personaje, recuerdo que me escapé unos días con él a Chicago, donde participaba en un concierto, sin que nadie nos echara en falta. Fueron excitantes tiempos de amor, de música y marihuana, bailábamos hasta la extenuación, nos emborrachábamos de placer y rock&roll. Hubo sexo y ruido, sentadas, y continuas manifestaciones pacíficas contra la Guerra de Vietnam, apoyando la vuelta a casa de los soldados americanos.

Podría decir que fue una etapa de rebeldía total en la que me distancié de mi madre, no soportaba sus críticas y sus recomendaciones. Conseguí un trabajo de camarera en un bar de música para conseguir algún dinero y algo de libertad antes de pensar —como decía ella— seriamente en mi futuro. Aguantaba educadamente sus visitas, pero yo era feliz en aquel ambiente de amor libre y de pseudo-independencia que me permitían los dólares que me dejaba cuando aparecía cada semana. Me fastidiaba que las conversaciones de los últimos meses solo trataran de mis planes de futuro, lo cierto es que yo tampoco mostraba interés alguno por su vida, aunque ella me hacía partícipe de algunas anécdotas de sus viajes. En una ocasión me dijo:

—Gunhilda, quiero que sepas que voy a solicitar a National Geographic que me incluya en el grupo que se desplazará de aquí para participar en el proyecto del Ártico. Si lo aceptan supondría volver a instalarme en Noruega, no sé por cuánto tiempo, pero posiblemente pasen algunos años. Quizás sea mi último destino. Me gustaría que, entre tus opciones, una vez que termines la universidad, contemples la posibilidad de venirte conmigo. Piénsalo despacio, tómate tu tiempo y seguiremos hablando…

—Bueno…, no suena mal —dije, sin darle demasiada importancia.

La idea me resultaba a priori interesante teniendo en cuenta que en aquel momento la ilusión de mi vida era viajar con mis amigos y conocer el mundo. Europa sería, sin duda, un buen comienzo. Otra cosa era que yo tendría que contar con la ayuda de mi madre hasta que pudiera independizarme económicamente.

No dudé, aunque lo medité durante unos cuántos días antes de atreverme a pronunciarme. Mi madre aceptó concederme un año sabático.

—Por cierto, mamá, —pregunté por mera curiosidad— ¿va alguno más de aquí?

—¡Ah, sí! No lo habíamos comentado. De esta universidad iríamos un amigo antropólogo, profesor de arqueología y yo. Por cierto, ¡tienes que acordarte de él…!

El estómago me dio un vuelco; me quedé paralizada, muda, deseando que la tierra me tragara…

—¿Te acuerdas de Nathan?


firma

Rocas


En todos los lugares del camino encontré rocas y musgos, líquenes,
dulces vientos ululando por los bosques,
en el aliento de las libélulas ecos de cánticos sagrados
y rumores de manantiales y aromas de rituales que me confundieron.


Hoy no he visto el mar

Hoy…
No he visto el mar…

Mis ojos
vigías horadantes,
mis ojos avizores
en la noche
de los astrales mundos;

mis ojos errabundos
amigos del vértigo
del abismo;

mis ojos
vagabundos
hoy…
no han visto el mar,

Ni a estas horas mecen mis sueños
sus silencios,
sus sirenas,
sus cóleras,
sus himnos;
su erótica quejumbre…

Hoy… no he visto el mar.


(basado en poema de L.de Greiff)


publicado originalmente en 2016

Let it Be

Cuando se acercó a ella, directamente dijo: ¡Hola, cariño! Además de medio desmayada, se quedó horrorizada. No le conocía de nada y no le gustaban las personas que iban llamando cariño a todo el mundo a la primera de cambio, aunque en esa zona, a trescientos kilómetros de su casa, sabía que era bastante habitual. No se encontraba en condiciones de polemizar en aquel momento, se dejó coger de la mano y pudo sentir después sus cálidas caricias por su hombro y por su brazo izquierdo. Le miró a los ojos y solo pudo rendirse ante el afecto que aquel hombre le ofrecía.

Su mirada era de color azul casi transparente. Su forma de hablar acentuaba sus palabras orgullosamente identificándose con su tierra aragonesa, su voz sonaba tosca y muy cercana, sonreía con una naturalidad innata e inevitable.

Ella no pudo evitar una mueca cuando una maniobra extraña hizo que sus huesos se resintieran de tal forma que hicieron derivar la conversación hacia el tema del dolor. Alejandro era un hombre joven, de configuración cuadrada, curtido —más tarde lo supo— en todos los tipos de dolor que pudieran existir y, sin embargo, su vocación le había llevado a dedicarse a ayudar y consolar a todos aquellos que lo necesitaran.

Confesó que sus tobillos estaban hechos trizas de empujar en primera línea con su equipo de rugby, también su espalda y su cabeza casi rapada. Llevaba una barba rubia de tres días y un pendiente de plata en su oreja izquierda —tres aros de distintos tamaños engarzados—. Consiguió hacerla sonreír cuando apostó porque ella hubiera tenido unos parecidos en su época hippy. Estaba casado y tenía dos niñas, la más pequeña de ellas había nacido con una de esas enfermedades «raras» de las que tan poco se conoce todavía. Su conversación y su sonrisa aliviaban. A pesar de los envites del dolor que ella padecía en su cuerpo magullado. El trayecto se le antojó que había sido excesivamente corto cuando llegaron a destino porque sintió que había quedado mucho por conocer de aquel hombre entrañable. Se abrazaron con emoción contenida y se besaron las manos.

Se quedó con que él era músico, que había estudiado saxo desde niño, primero alto, después se dedicó al saxo tenor… Se quedó con el nombre de su grupo: Ska Blues & Jazz.

Se quedó con su sonrisa, con la transparencia de su mirada. Se quedó con su coraje y el brillo de su vida ocultos discretamente debajo de aquel uniforme de colores fosforescentes. Se quedó con el sonido especial de su voz cerca de su corazón mientras lejanamente oía la sirena de la ambulancia que la había trasladado hasta urgencias.


@mjberistain

Palabras previas

Sobre el sigilo verde de los campos
sestea la brisa y casi suscita
presentida, la caricia inasible
del agua súbita.

Se aquieta la alegría en la distancia,
en un instante sueña y se entristece
y una sed sucesiva reúne
lluvia y llanto.

Como un veneno lento nos invade
impune la fragancia de la vida,
hay una bruma que tiende su manto
sobre la desnudez de los castaños
y una muerte muy íntima que viste
de encajes tímidos los almendros.

Las palabras contienen su naufragio
en la piel primitiva de los labios.
Somos un gozo invisible
pero se nos caen los besos huérfanos
sobre las luces impuras, huidizas
de otra tarde.

Hay un lento pudor que aguarda
entre las brasas la llegada dócil
de otras madrugadas y se recuesta
la costumbre en nuestros ojos. Un viento
borda breves soledades y sangra
la memoria sobre los tejados.

Hay una guerra afuera
cuerpo a cuerpo frente al tiempo
y cuando todo termine,
—dentro de un momento—
y apenas quede mar en nuestras venas
ni sean ya infinitas las mareas,
alguien nos examinará de amor
y entonces, solo entonces comprenderemos
que no había ningún después para nosotros.

@mjberistain
De mi libro «Apuntes de Salitre» – Edic. Vitruvio 2018


Azul oscuro

Un coche negro acelera, no hay salida
—pienso—

Apenas hay gente por el paseo,
el viento del noroeste
juega con la marea baja
y levanta crestas de espuma
como pequeñas palomas blancas.

No hay guión.

Es un martes de marzo, sin más,
—pienso—

No haré más preguntas.

Duerme feliz un niño y un joven
padre lee un libro a su lado.
Imagino unos ojos azul oscuro
apuesto un tono grave para su voz.

Va oscureciendo el cielo de la mañana
y las sombras anuncian lluvia.


@mjberistain


Júpiter (Lo que yo vi)

 

Prometo que puse mucha ilusión y todo mi interés. Pero para nada fueron suficientes todos mis intentos de sacar una fotografía digna del planeta y de la ocasión.

Así que, esto es lo que hay.

Juro que miré hacia el sur, también juro que estaba un poco aturdida de encontrarme en el centro de un grupo de expertos astrónomos y otros amigos.

Y lo vi, a él, a Júpiter y a sus lunas o (satélites galileanos) por medio de uno de los telescopios, un Celestron C11 (lo llamaban).

Y también lo vi, solo a él, a Júpiter sin sus lunas alrededor, entiendo que ello fue debido a la gran potencia del telescopio C11 comparada con la de mis ojos imperfectos.

 

Hacía calor y en el ambiente a más o menos setecientos metros de altitud el paisaje aparecía cubierto con una leve neblina que apagaba la luz de los vivos colores del mes de Junio.

Experiencia muy agradable y francamente interesante propiciada por las personas con las que allí nos encontramos, miembros de la Sociedad Izarbe
y de la Sociedad Fotográfica de Gipuzkoa.

A ellos y a ellas todo mi agradecimiento

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Una niebla densa fue instalándose a nuestro alrededor… y apagó el cielo.

Prometimos volver otra noche…


 

 

 

De punta a punta

Es un privilegio poder contar con la autorización de Macarena Azqueta para compartir en mi blog uno de sus vídeos especiales.

Recomiendo la visita a su espacio macazqueta.x10.mx  en el que está contenida su obra fotográfica de gran pureza, fuerza y especial sensibilidad.

Error
El video no existe

Náutica

De Este a Oeste
viento a favor sobre el fondo azul de la memoria
y el azul incierto de un cielo que se derrama
sobre el Océano; 
sobre lo nuevo.

Aves
           Velas
                       Espumas
                                           Rizadas
Blancas.

@mjberistain

PoeteSSen

Mi sincero agradecimiento al Blog PoeteSSen por su generosidad al darle voz a mi relato titulado El Espejo.

https://poetessen.com/2018/11/06/el-espejo-maria-jesus-beristain/

Os invito a que os acerquéis a su Blog en el que disfrutaréis de su amplio. interesante y bien trabajado contenido.

Roble

 

Para que yo pudiera vivir aquí
para que mi ser pesara sobre el suelo
fue necesario un ancho espacio
y un largo tiempo,

solsticios y equinoccios alumbraron
con su cambiante luz, su vario cielo,
el viaje milenario de mi carne
trepando por los siglos y los huesos…

(palabras de Angel González de su poema “Áspero mundo” de 1956
Fotografía @mjberistain

 

Sotto voce

Escúchame: en voz baja,
en la noche, a escondidas,
y sin usar tu nombre
para que nadie me lo vea en la boca,
esta vez para siempre —¡oh, dioses!—
te digo adiós

                                          pensando
agazapadamente
que quizá en otra noche menos bárbara
te traigan a mis manos
el azar o el demonio.

 

Félix Grande
Imagen: Schommer


 

Las cuatro de la madrugada

Merece la pena «escuchar» este poema recitado publicado en el blog poeteSSen

Hora de la noche al día.
Hora de un costado al otro.
Hora para treintañeros.

Hora acicalada para el canto del gallo.
Hora en que la tierra niega nuestros nombres.
Hora en que el viento sopla desde los astros extintos.
Hora y-si-tras-de-nosotros-no-quedara-nada.

Hora vacía.
Sorda, estéril.
Fondo de todas las horas.

Nadie se siente bien a las cuatro de la madrugada.
Si las hormigas se sienten bien a las cuatro de la madrugada,
habrá que felicitarlas. Y que lleguen las cinco,
si es que tenemos que seguir viviendo.

 

Polonia (1923 – 2012)

Dos cines y un café

¡Pom!

Sonó el golpe seco. No me moví. Abrí un poco los ojos como sin querer descubrir lo que lo había provocado.

Habría sido mi parietal, el parietal derecho. No había nadie en el asiento de enfrente. Miré, sin mover la cabeza, de reojo hacia la izquierda. Tampoco había nadie a mi lado. Me había asustado. Miré hacia la derecha y el color negro pasaba a una velocidad vertiginosa. Un cristal, frío en la piel, me devolvía el reflejo de mi cara de susto.

¿Qué hacía allí? ¿Dónde demonios estaba el mundo? Pensé que estaba soñando y quise salir de aquella escena. Me despabilé como hacen los perros cuando se termina de bañarles, agitando todo mi cuerpo en el asiento hasta que conseguí darme de nuevo con la cabeza en el cristal.

¡Pom!

¡Seré estúpida! Voy a conseguir abrirme la cabeza, aunque no estaría mal una pequeña brecha para que se me escapen por ahí los vapores de pensamientos perversos a modo de fluido, así como lo haría la válvula de una olla express soltando lo incontenible a toda presión hasta llegar a la liberación.

¿Se llamaba parietal?

Miraré en «santawikipedia» porque recuerdo que lo estudié en el colegio cuando era una niña, pero ahora mis nietos todavía no han llegado a esa lección, con lo cual tengo que consultarlo. La memoria hace estragos.

Consigo preocuparme. Entonces, si no tengo memoria, si no me queda nada en la cabeza, ¿qué me queda ahí adentro? Bueno, no quiero seguir pensando en ello. Se llamaba parietal, ¿verdad? Consulto y leo: «De la pared o relacionado con ella: «las pinturas parietales (pinturas rupestres realizadas en las paredes de las cuevas) fueron realizadas por el ser humano hace unos 25 000 o 30 000 años» —Ahí no debía de estar yo, de otra manera me acordaría—. » En anatomía los parietales son los huesos más grandes del cráneo y están situados a derecha e izquierda, entre el frontal y el occipital y por encima de los temporales.»

Me llevo las manos a la cabeza, Todo en orden —me refiero únicamente al exterior—. Nada roto, tampoco el cristal de la ventanilla del tren que ahora ha aminorado la marcha y me permite apenas distinguir rasgos húmedos de ocres y verdes discurriendo entre la niebla espesa.

Dos cines y un café. Me los debes, —había dicho.

Son las cinco de la mañana y el traqueteo lento del tren me adormece de nuevo. Es lo último que recuerdo del encuentro con él, sería ayer, o hace treinta mil años, no lo sé. Los recuerdos deben de ser una gran bola, una masa de cables y neuronas, en permanente movimiento involuntario, ordenados o desordenados, en la que quedan registrados los pulsos de nuestra vida y que van repitiéndose en nuestro cerebro en el nuevo paisaje del tiempo. ¿O no será así?

mjberistain@

El color de la sangre

Relato de Rubén García García
publicado en su Blog Sendero el 6 de setiembre de 2011

Tenía el puñal de su mejor amigo en la parte izquierda del pecho. A su alrededor las chicharras y,  en la lejanía los coyotes firmaban sobre el silencio de la noche. Respiraba con dolor. Pensó que su agresor iría ya por el arroyo cuando sintió el chapoteo de la sangre en la batea de su tórax.

El escritor de historias detuvo de tajo la narración, se volteó irritado para mirar quién lo había tomado del hombro. Pero una boca depositó un beso en el lóbulo de la oreja y con voz suave le dijo:

—Soñé que escribías algo para mí.

Aún estaba molesto, pero la caricia le disipó el enojo y tomándola de la cintura le susurró:
— ¿Qué deseas, un cuento jocoso o algún relato serio?
—Prefiero el tono serio
—Digamos de color gris.
—No quiero nada gris. Deseo tonos azules, rojos o naranjas.
—Entonces sería un arlequín.
—No, que sea cielo, nube, gaviota; me asustaría si fuese de arlequín.
—Para hacer una historia así, necesitaré ayuda.
—Debes confiarte a tus sentidos.
—No basta.
—Traeré listones y cuando el aire respire, escucharás un suave rumor que llamará a las musas.
—No basta.
—Pierde la mirada hacia el horizonte y encontrarás en la curva del cielo la magia.
— Lo que necesito es una vara larga que me ayude a equilibrarme en la cuerda.

En los momentos que escribo pareciera que camino sobre un hilo que cruza un abismo; pero la cuerda se balancea y caigo. ¿Sabes? Una vez los duendes me obsequiaron una vara viva. Cada vez que cometía un error, me azotaba. Cuando inicié y cometí  el primer abrupto me lanzó al vacío y dijo con gravedad: “Uno más que deja de ser escritor” La miré desde abajo sin odio, sin rencor y le pedí que me permitiera continuar. He subido desde entonces noventa y nueve veces y en esa misma cantidad me ha arrojado.
No la detesto. Es un reto que me inspira a escribir mejor. Gracias a ella mis frases empiezan a tener música.

La última vez  que caminaba sobre la cuerda, había recorrido la mitad del precipicio, cuando cometí la imprudencia y ella, salvaje, me dobló el lomo con un golpe y se rió. Aún escucho: “¡Cuándo aprenderás!”  Lloré de impotencia; tragué el llanto. Respiré hondo para amortiguar la caída y desde allí, la miré con súplica, pero ella me gritó: “¡Quédate allá! ¡Busca otro oficio! Supe entonces comprender lo que quiso decirme: ¡Sube! ¡Tú puedes!

La vi sonreír por primera vez cuando vio mis manos entintadas de dolor y sangre y encontró que en mi podían  germinar sus enseñanzas.

Tendrás que esperarme. El escrito estará listo cuando logre cruzar el abismo.


 

De nuevo Noviembre

 

Sobreviven las flores rezagadas
del otoño, y de nuevo noviembre
y las manos cortadas por la bruma

Yo, solo soy un soñador aislado
en el cobijo de un corazón sin ley

Tu, viajero de besos vaciados
en la maleza urgente de caricias

Siento de nuevo el miedo en la sangre
de no escuchar de tus labios mi nombre…

@mjberistain