Yo temía el momento de volver de vacaciones. Procuraba que nuestros planes turísticos terminaran cada día unos minutos antes, para poder acudir a mi encuentro con la mujer que llevaba en su interior el libro que yo deseaba escribir. También notaba en ella una ilusión creciente, una especie de complicidad, que se hacía más intensa a medida que llegaba a la narración de su propia vida.
Los reflejos de su juventud asomaban entre sus canas y sus cuidadas arrugas.
—Recuerdo que te conocí pegada a una botella de Bourbon —le dije.
Mi comentario le hizo soltar una amplia carcajada.
—¡Es verdad! Tienes razón —dijo, mientras reíamos juntas—. A dejar la bebida me ayudaste tú, ya es hora de que lo sepas, mi querida amiga.
—No sé si yo he podido influir de alguna manera, pero el mérito en estas cosas es del que toma la decisión, así es que es todo tuyo; espero que cada día vayas sintiéndote mejor.
Le tomé de las manos y le pedí que siguiera con su relato. Se me estaban agotando los días de vacaciones. Hasta tal punto estaba yo embarcada en su historia, que estuve madurando la idea de pedir un permiso sin sueldo y quedarme, algún tiempo más en el valle, cuando mis amigos viajaran de vuelta.
Mis recuerdos de infancia —continuó con su mirada encendida—tienen más que ver con mis abuelos que con mis padres. No fui consciente de todo esto hasta pasados varios años. Sin embargo, era una niña feliz rodeada de amigos, lejos del ruido de las ciudades, la naturaleza era el paisaje de mis juegos, tal y como le hubiera gustado a mi madre. —Gunhilda se quedó pensativa unos segundos—.
En aquella época —continuó— yo pensaba que Ulma era mi madre y, de alguna manera lo era, aunque ella cada noche me contaba cuentos de historias verdaderas y también de leyendas de Noruega. Juntas rezábamos por Louise, la mujer que se había marchado no hacía mucho tiempo en un barco, para buscar una casa donde vivir las tres juntas lejos de la guerra. Rezábamos para que algún día pudiéramos volver a verla.
Ulma cuidaba también de los abuelos. Ella les atendía como si fueran su propia familia. No tengo conciencia del momento en el que nos despedimos de ellos definitivamente. Tampoco tengo apenas recuerdos del viaje que hicimos en barco Ulma y yo a los Estados Unidos.
Sí recuerdo el encuentro, al bajar del barco, con aquella mujer que lloraba desconsoladamente abrazándome, y yo no entendía por qué.
Desde aquel momento mi madre fueron dos. Vivíamos en un pequeño pueblo cerca de la Universidad, en una de las casitas agrupadas entre bosques y caminos y lagos. Ulma preparaba cada mañana el desayuno para las tres y después me acompañaba al colegio. Mamá Louise nos despedía soplando besos desde las palmas de sus manos, sin dejar de mirarnos, largo rato, mientras desaparecía en sentido contrario.
—Ulma, estoy pensando en cambiar de trabajo. —escuché decir un día a mamá Louise mientras cenábamos—. Estoy madurando la idea de dejar la enseñanza.
—¿Qué dices, Louise? —dijo Ulma espantada— Apenas han pasado unos meses desde el final de la guerra. Ahora que por fin hemos conseguido la estabilidad que nunca habíamos tenido, ¿se te ocurre ahora hacer saltar todo por los aires de nuevo?
—Precisamente por eso, la guerra ha terminado y el país parece recuperarse; algo se está moviendo. Habrá oportunidades de trabajo y a mí me gustaría dedicarme a algo más directamente relacionado con la naturaleza en lugar de a teorizar sobre ella en las aulas. Siento que ya he cumplido con esta etapa y ahora necesito reiniciar nuestra vida: la tuya, la de la niña y la mía. No me niegues que siga apostando por ello.
—Estaré contigo siempre que me necesites. —Dijo Ulma con un suspiro y una sonrisa maternal.
Así fue cómo cambió mi vida, —dijo Gunhilda, dando una palmada alegre en la mesa— Sí querida, ahí comencé a madurar.
A mamá Ulma la perdimos cuando yo tenía doce años. Hasta entonces no había sido del todo consciente de la fortaleza y del amor incondicional que me habían ofrecido aquellas dos mujeres. Dejé de comer, no quería ir al colegio, me refugié con mi tristeza por primera vez en brazos de mamá Louise. La muerte no entraba en mi esquema mental, odié a los médicos cuando dijeron que no podían hacer nada por ella… y la dejaron morir así, sin más, en el frío de una habitación de hospital. No sirvieron de nada nuestros besos…
Quizás alguna vez eché en falta tener un padre. Eso era cuando veía a mis amigos del colegio aprendiendo a jugar al béisbol. Me quedaba algunas tardes después de las clases, mirando embobada a los hombres; y a los niños muerta de envidia. Yo no tenía padre que me enseñara a jugar. Decidí por entonces que lo que yo deseaba era tener un hermano mayor…
—Recuerdo aquellas sensaciones como si fueran hoy… —añadió una Gunhilda risueña— Un poco más tarde aprendí a mirar a los hombres de otra manera —y sonrió dedicándome un guiño.
Desde que me quedé sola con mamá Louise fue un modelo para mí. Era cariñosa, inteligente, audaz, apasionada…, me enseñó a valorar la familia, la amistad y la naturaleza como —según me explicó— antes lo habría hecho mi abuela con ella. Al principio de conocernos me leía cada noche cuentos de príncipes y princesas paseando a caballo por los bosques de Baviera que siempre terminaban en bodas. Más tarde me leía cosas de los animales, de las plantas y de las flores; dónde vivían, cómo se reproducían. Supongo que, cuando pensó que yo podía comprender mejor, me habló de los astros, de las razas, de las religiones y también de las guerras… —Gunhilda se detuvo un momento y continuó con la voz apagada y pensativa— De la maldad de la crueldad y del miedo…
Fue entre libros como me acercó al mayor drama de la humanidad que todavía estaba tan próximo en el tiempo. La II Guerra Mundial había terminado en Setiembre de 1945 —hacía tan solo 10 años—. Llegó a hacerme consciente de que yo había participado con un papel fundamental en ella. Escuchaba sus relatos, muchas veces con incredulidad. Me parecía mentira mi propia historia. Debió de ser un milagro haber sobrevivido a la noche sórdida de mi nacimiento rodeada de muerte, o haber dormido dulcemente refugiada en los brazos de aquel hombre que quiso ser mi padre y…, haber salido ilesa. Él había detonado el último explosivo contra su cuerpo, seguramente, porque no pudo soportar el horror de los crímenes cometidos —eso pensaba yo— o porque no fue capaz de enfrentarse a la justicia o a sí mismo.
Viajábamos mucho por el trabajo de mamá Louise. Había dejado su puesto en la facultad y disfrutaba de su nuevo empleo como responsable en el Servicio de Ciencias y Naturaleza para la revista National Geographic. Eran viajes cortos que hacíamos con amigos de la universidad y sus hijos, normalmente coincidiendo con los fines de semana. Así fui conociendo el país; las costas, los parques naturales; las secuoyas, los glaciares, las reservas de las tribus indias. También me enamoré entonces.
—Gunhilda, ¿vas a venir el próximo fin de semana al parque de Yosemite con nosotros? —me interrumpió mi madre un martes por la noche gritándome desde la cocina mientras hablaba por teléfono con mi amigo Thomas—.
Pienso que a mamá no le gustaba demasiado mi amistad, siempre buscaba excusas para separarnos. Ahora sé que Thomas, en realidad, fue mi primer amor. Teníamos trece años entonces, éramos compañeros de colegio y de juegos, hablábamos y nos reíamos mucho juntos, peleábamos en broma y nos besábamos y nos tocábamos a veces escondidos detrás de las puertas o en la oscuridad de los matorrales de los alrededores de nuestras casas.
—¡Vale…, mamá! —yo respondía arrastrando las palabras con un tono de fastidio para que no se me notara el interés que tenía por ir con ellos.
Porque yo iba a aquellas excursiones con mi madre y sus amigos porque estaba enamorada del señor Nathan. Él era profesor, compañero de trabajo de mi madre que podía tener treinta años más que yo pero que fue el primer hombre con el que yo me sentía como una verdadera mujer. Era el que organizaba las excursiones. A mí me parecía un auténtico líder; un hombre culto, aunque simpático y con sentido del humor, atento y atractivo hasta no poder soportar su presencia cerca porque yo temblaba como una tierna gota de lluvia a punto de caer al vacío desde lo alto de una brizna de hierba. Tampoco podía soportar los celos que me producía verlo acercarse a otras mujeres del grupo sin que me mirara, a la vez, aunque fuera de pasada o de reojo. Era viudo y tenía dos hijos de mi edad a los que yo odiaba —no tenía muy claro el por qué; supongo que estorbaban en mis sueños.
Los años de universidad fueron una locura; y después también. Mamá hacía viajes cada vez más largos y pasaba varios días fuera de casa. Yo sustituí rápidamente a mis dos amores por otros más divertidos. Descubrí que mis amigos podían ser de todas las razas del mundo. Los jóvenes estábamos empeñados en cambiar el sistema, nos angustiaba la idea de un futuro incierto, defendíamos la justicia social a través de la paz, y Dylan representaba nuestras quejas y nuestra filosofía de vida lejos de la violencia. Me uní al grupo de Sam, un músico negro con el que había coincidido en algunas materias en la facultad. Era magnífico con su armónica, su guitarra y su triste blues. Era todo un personaje, recuerdo que me escapé unos días con él a Chicago, donde participaba en un concierto, sin que nadie nos echara en falta. Fueron excitantes tiempos de amor, de música y marihuana, bailábamos hasta la extenuación, nos emborrachábamos de placer y rock&roll. Hubo sexo y ruido, sentadas, y continuas manifestaciones pacíficas contra la Guerra de Vietnam, apoyando la vuelta a casa de los soldados americanos.
Podría decir que fue una etapa de rebeldía total en la que me distancié de mi madre, no soportaba sus críticas y sus recomendaciones. Conseguí un trabajo de camarera en un bar de música para conseguir algún dinero y algo de libertad antes de pensar —como decía ella— seriamente en mi futuro. Aguantaba educadamente sus visitas, pero yo era feliz en aquel ambiente de amor libre y de pseudo-independencia que me permitían los dólares que me dejaba cuando aparecía cada semana. Me fastidiaba que las conversaciones de los últimos meses solo trataran de mis planes de futuro, lo cierto es que yo tampoco mostraba interés alguno por su vida, aunque ella me hacía partícipe de algunas anécdotas de sus viajes. En una ocasión me dijo:
—Gunhilda, quiero que sepas que voy a solicitar a National Geographic que me incluya en el grupo que se desplazará de aquí para participar en el proyecto del Ártico. Si lo aceptan supondría volver a instalarme en Noruega, no sé por cuánto tiempo, pero posiblemente pasen algunos años. Quizás sea mi último destino. Me gustaría que, entre tus opciones, una vez que termines la universidad, contemples la posibilidad de venirte conmigo. Piénsalo despacio, tómate tu tiempo y seguiremos hablando…
—Bueno…, no suena mal —dije, sin darle demasiada importancia.
La idea me resultaba a priori interesante teniendo en cuenta que en aquel momento la ilusión de mi vida era viajar con mis amigos y conocer el mundo. Europa sería, sin duda, un buen comienzo. Otra cosa era que yo tendría que contar con la ayuda de mi madre hasta que pudiera independizarme económicamente.
No dudé, aunque lo medité durante unos cuántos días antes de atreverme a pronunciarme. Mi madre aceptó concederme un año sabático.
—Por cierto, mamá, —pregunté por mera curiosidad— ¿va alguno más de aquí?
—¡Ah, sí! No lo habíamos comentado. De esta universidad iríamos un amigo antropólogo, profesor de arqueología y yo. Por cierto, ¡tienes que acordarte de él…!
El estómago me dio un vuelco; me quedé paralizada, muda, deseando que la tierra me tragara…
—¿Te acuerdas de Nathan?
