“Lo esencial es indefinible.
¿Cómo definir el color amarillo, el amor, la patria, el sabor a café?
¿Cómo definir a una persona que queremos?
No se puede.”
J.L. Borges.
Termino de leer el libro de Casilda Sánchez Varela y, como en otras ocasiones, me he quedado con la necesidad de volver a leerlo; de repasarlo, de disfrutar de su escritura más despacio. Esta sensación curiosamente produce en mí una especie de salvación. Suele ocurrirme que cuando un libro me atrapa ralentizo la lectura a medida que voy acercándome al final porque acabarlo supone enfrentarme a un futuro vacío que me cuesta llenar hasta que «conecto» con un nuevo libro.
…
Por supuesto no le creí; le conocía bien, quizás nunca le había creído cuando decía que me amaba para no sentir el daño que sabía que me produciría llegar a estar en algún momento de la vida separada de él. Pero tampoco estaba resentida. Yo le amaba como a alguien «esencial». Sin condiciones. El resto eran juegos de pasión y artificio, salvajes saltos de un abrazo a otro y golpes de efecto que mantenían a salvo nuestra vanidad.
Habíamos coincidido en varias ocasiones entre balances y declaraciones de impuestos, temas que ocupaban la mayor parte de las horas del trabajo de cada uno en empresas diferentes. Había asistido también a alguna de sus conferencias. Yo le admiraba como profesional. Admiraba su sobriedad y al mismo tiempo su empatía al transmitir su conocimiento. Calibraba con puntillismo cualquier documento que pudiera ser objeto de negociación y su talante siempre elegante era, en las situaciones complejas, de una serenidad cercana a la excelencia.
Pasaron los años y encontrarle de nuevo no alteró, en lo más profundo, mi recién estrenado equilibrio. Solo me dí cuenta de que era él cuando se levantó de la mesa que compartía con otras tres personas en el salón restaurante —supuse que socios o clientes del despacho—, excusándose y retándome con la mirada a un abrazo, a medida que se aproximaba a la imponente puerta de madera maciza con cuarterones de cristal que nos separaba.
He dicho que no alteró mi recién estrenado equilibrio, y es cierto, pero me alegré inmensamente de poder abrazarlo, su cuerpo pegado al mío y el alma temblando como un trozo de papel rasgado de cualquier cuaderno con un pequeño poema escrito a mano, volteado por el viento y volando desorientado calle abajo.
Cuando sientes afinidad con alguien, puede decirse que hay una identificación tal con su espíritu que tienes la confianza y la seguridad plena de que esa persona, aún conociendo de tí los misterios más sombríos, las debilidades más infantiles, incluso los más infranqueables deseos y pasiones, no va a traicionarte jamás.
Solo pudimos repasar deprisa y desordenadamente nuestras vidas. Y convinimos en que «todo» estaba bien. No hubo despedida, unicamente las manos cogidas fueron soltándose mientras ambos retrocedíamos sonriendo, ambos con un impulso líquido en la mirada que sostuvimos con el dominio de los campeones.
Abrí el paquete que me había entregado el trabajador de la empresa de mensajería. No recordaba tener pendiente de recibir ningún libro ultimamente.
—Será un regalo— hizo un gesto de complicidad que agradecí sonriendo incrédula.
Podría ser, en realidad coincidió la entrega con la fecha de mi cumpleaños, pero no solía recibir presentes aparte de los estrictamente familiares. La portada decía:
«Te espero en la última esquina del otoño».
…
Reproduzco un pequeño párrafo del libro.
El vaho dulce de la afinidad…
El día fue cayendo y con él, el vaho dulce de la afinidad; esa corriente ineludible que arrastra a dos personas que acaban de conocerse a querer conocerse más. La afinidad no es semejanza, ni se rige por las mismas leyes que la pasión o el amor, que pueden existir con independiencia de ella. La afinidad es armonía. Es ese momento sublime de alivio y exaltación en el que el propio espíritu se reconoce en alguien más. La misma fuerza misteriosa que lleva a las hojas de un árbol a orillarse en el río unas aquí y otras allá. Corrientes, pesos, casualidad, las leyes de la atracción. La naturaleza se agrupa de modo natural y nosotros también lo hacemos en una clasificación metafísica que trasciende edades, sexos, patrias y oficios. Quizás no seamos más que astillas extraviadas de un mástil remoto. Piezas concomitantes, los codo con codo de un algo indefinible anterior al estallido del universo, pedazos de un mismo todo que fue verdad millones de años, en esa eternidad previa a la eternidad que conocemos…
@mjberistain
imágen de «pasionporvolar.com»
«Quizás no seamos más que astillas extraviadas de un mástil remoto».
¡Me ha encantado!.
Un abrazo
Me gustaLe gusta a 1 persona
Después de mucho tiempo descubro tu mensaje en este texto mío y casi me siento malherida por no haber atendido antes a tus palabras. Lo siento Leo. Me encanta el símil de las astillas extraviadas… Posiblemente lo somos. Recibe un abrazo fuerte y perdona, si es posible, el desorden de mis letras.
Me gustaLe gusta a 1 persona
No hay nada que perdonar, porque al igual que las astillas de ese mástil remoto, mi mensaje andaría extraviado, pero al final fué encontrado y respondido con cariño.
Un abrazo María Jesús.
Me gustaLe gusta a 1 persona
Todos estamos conectados por una energía infiníta y luminosa.. Q bonita y poética frase: ..»te espero en la última esquina del otoño.. 🙂 Abrazos d luz
Me gustaLe gusta a 1 persona