—Sabía que eras tú por el taconeo de tus zapatos por los pasillos, princesa.
—Doce centímetros te contemplan, capullo. ¿Qué haces ahí tirado? No tienes cara de estar muriéndote. Casi me mato por llegar a tiempo…
Silvia se descalzó a golpe de patadas contra el aire y dejó volar su ropa sobre la cama, primero el abrigo mojado y después el vestido. Se quedó en tanga y con uno de los tirantes del sujetador languideciendo sobre su hombro desnudo. Lo miró insolente, casi con desprecio. No venía esta noche con ganas de tener barullo.
—¿Qué pretendes decir con ese «ahí tirado»? —dijo él. Si tienes algo que recriminarme, hazlo, pero no me toques las narices. ¿Qué has hecho hoy para venir como una osa malaya, o… —perdón, dijo— tan alterada?
Cogió del suelo el bolso con violencia, buscó el tabaco que no estaba, —seguramente se lo habría dejado en el cajón de la mesa del despacho, ¡mierda! Era lo único que le faltaba después de haber pasado el día corrigiendo escrituras. Había salido a toda prisa pensando que la llamada era una emergencia —no como la última vez que le había tenido que llevar al hospital con una tiritona terrible y la cara con pinta de leche condensada y que, después de un par de pruebas y tres horas y media de espera por los pasillos, les habían dicho que no era nada, que era un mero ataque de ansiedad y que con un valium podían marcharse a casa—, total para encontrárselo tan fresco tirado en el sofá con treinta y siete coma cinco décimas de estupidez.
Necesitaba una ducha con pelo, después ya vería cómo sortear el momento, estaba claro que hablar no servía de mucho en los últimos tiempos. Él tenía claro cuáles eran sus sueños; viajar, por supuesto, y dedicarse a la pintura y a la publicidad por su cuenta —decía él— o a la “dolce far niente” —decía ella— porque, en realidad era lo que más le gustaba hacer; nada. Y a Silvia se la llevaban los demonios. Había dejado el trabajo de camarero para permitirse un año sabático para intentar comenzar de cero. En principio ella aceptó darle un voto de confianza, pero a las pocas semanas ya estaba arrepentida. Y furiosa. Cada día era más de lo mismo, él sin inmutarse dedicaba largas horas a pensar, largo en el sofá, y a pintar o a hacer garabatos infames ocupando el salón con todas sus pinturas y pinceles y rotuladores y papeles y lienzos, como si fuera en aquella casa el único inquilino. Dio un grito desde el baño:
—¡Hey!, ¿cuántas veces hay que decirte que cuando te duches, limpies los pelos?
Quiso pensar que el ruido del chorro cayendo en la bañera le había provocado la sordera, y volvió a gritar asomando medio cuerpo chorreando agua fuera de la mampara.
—¡No lo soporto! —soltó un gruñido que no llegó a ningún sitio.
—¿Cómo dices? —llegó entre el vaho la voz del italiano en sordina.
Silvia se volvió enfurecida soltando otro grito y un par de palabras soeces a cámara lenta, a medida que su cuerpo resbalaba saltando en el aire para caer retorcido en la balsa de espuma.
—¿Estás bien? —decía él llegando a su lado—
—¿Cómo es posible que me preguntes si estoy bien? —Vale, estoy estupenda, solo quería dar un paseo por las nubes, —dijo— mientras se sorbía los mocos jabonosos.
Se sintió ridícula ante él, como una tierna payasa sin maquillaje —afortunadamente no se había partido la crisma—
—¿Qué me decías, amore?
—¡Te odio!, no me llames amore, sácame de aquí —decía ella gritando enfurecida y chapoteando en el agua, a la vez que intentaba deshacerse de la madeja jabonosa en la que estaba enredada.
—Lo siento —dijo, quizás deba de llamar al 112 para que te rescaten los bomberos.
Y riéndose socarronamente le retiró con delicadeza los mechones mojados de pelo que le caían por la cara. Ella se resistía manoteando, intentando hacerlo ella misma. No quería ceder ni un milímetro más a la seductora desfachatez del italiano que se había convertido en una garrapata en su vida. Sonó el timbre de la puerta.
—Buen día, —anunció un tanto despistado el cartero, sin mirarle a la cara, mientras le entregaba un sobre amarillo certificado.
—Es usted Silvia… ¡ejem!, perdón. Me habían dicho que aquí vivía una chica despampanante, pero he debido de despistarme chaval —dijo en un tono irreverente y desenfadado el cartero—
—Mira tío, dame el sobre que la persona que buscas, que por cierto es mi chica, está ocupada en este momento.
—Bueno, bueno, usted perdone. El caso es que tiene que firmarme los papeles, así que si no le importa aquí espero.
El italiano dio un portazo, dejándole fuera al individuo del chaleco amarillo.
Volvió para encontrarse a Silvia en el baño bufando como un jabalí —o jabalina, como quiera que se diga— todavía sentada en el suelo, tratando de recomponer la compostura. Estaba decidida a echar de casa a aquel seductor buscavidas con el que —ahora no entendía por qué— convivía desde hacía ya más de tres años. Consiguió recuperar su verticalidad y odió verse allí de pie desnuda cuando él volvió a buscarle.
—Tu cartero está esperándote en la escalera. Algo tiene para ti que tienes que salir a firmar.
—Pues, te parecerá que estoy en condiciones de atender a nadie…
—Ese no es mi problema, princesa.
—Eres un imbécil. ¿No podías haberle dicho que viniera en otro momento? —dijo Silvia encolerizada.
—Pues… viene preguntando por una “tía despampanante” —dijo irónico. Supongo que “eso” serás tú…
Sí, ¡no te jode! yo con doce centímetros de tacón y rímel en las pestañas, como cualquier “chica Bond” que se precie, —murmuró para sí misma, mientras salía al encuentro del cartero recogiéndose el pelo todavía húmedo con una pinza de plástico en el cogote y se ataba el albornoz con doble nudo.
Lo encontró sentado en la escalera con los cascos puestos escuchando música y su maletín de trabajo tirado a su lado. Silvia, al ver que no se enteraba de su presencia, optó por darle un puntazo con el pie para hacerse notar.
—Espero que sean buenas noticias para ti. Llegan de muy lejos. —apuntó con desparpajo el cartero mientras le ofrecía el recibo que debía de firmar.
Silvia hizo de tripas corazón para parecer amable.
—¿De dónde viene?
—Viene de Australia. —Allí pasé tres meses yo el año pasado, recorriendo el país. Por cierto, espléndido. Algún día volveré, quizás para quedarme.
Silvia entró en shock. Firmó como pudo el recibo y lo despachó urgente. Esperó por cortesía, con emoción contenida, a que el cartero cogiera el ascensor. Cuando lo perdió de vista cerró la puerta de la calle y, sin cruzar ni una palabra con el italiano que estaba pendiente del mensaje, se encerró en la habitación. Se calzó sus zapatos rosas de doce centímetros de tacón y se puso a llorar delante del espejo con el sobre apretado a su pecho.
Una mueca tragicómica la observaba. Se echó a reír ruidosamente. Metió algo de ropa en una mochila, el neceser, el móvil, el ordenador y algunos libros y, con su pintalabios favorito escribió en grandes letras rojas por todos los espejos: Arrivederci, Amore. Dio un portazo y no esperó al ascensor; bajó por las escaleras de cuatro en cuatro…
Muy bueno!
Qué la haría quedarse con el italiano? Qué la decidió finalmente a irse? Muy,muy, bueno!
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Joder María qué bien escribes!!!
Y nos dejas en ascuas! Por dios!!!
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Anita… Yo también te quiero!!!
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Y yo a ti cariño!!!
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