LA OCUPACIÓN
«Dormíamos hasta que llegastes con tu corazón diminuto
a la casa de madera para compartir dentro todo el bienestar
¿acaso no sabes que es cierto? » -Japandia-
Todos los habitantes del pueblo trabajaban en la obra, también jóvenes de los pueblos de alrededor, incluso algunos llegados del extranjero. Lo llevaban haciendo desde cuando se había iniciado los trabajos, en 1924, como carreteros y constructores de vía, días y noches abriendo las montañas con sus manos. Se construirían veinte túneles, a lo largo de un paisaje salvaje, pendiente y escarpado. Los trabajadores venidos de fuera del pueblo vivían en barracones de madera expresamente construidos para ellos. Se habían organizado en forma de comunidad a la que se habían incorporado también algunas de sus familias. A medida que avanzaba la obra, Myrdal, sin embargo, se convertiría en residencia para los oficiales.
Allí se había instalado el joven ingeniero alemán Mark Terboven, designado para supervisar los trabajos durante el último período de la obras. Era el otoño de 1939 y la puesta en marcha del ferrocarril estaba prevista para el otoño de 1942 —tres años más tarde—.
El bar de Fläm acogía a todos por igual. La presencia del viejo dueño Bjorn era permanente aunque ya solo se dedicaba a departir con sus amigos y vigilar que la comida caliente y el pan tierno de cada día estuvieran asegurados y sus clientes bien atendidos por parte de sus dos hijos Eirik y Frigga.
La Oficial Louise Carson que llevaba trabajando en el valle desde hacía cuatro años, prefirió quedarse a pie de obra en una pequeña casa de madera en la zona de barracones. Era una mujer vital e inquieta; su carácter fuerte y su espíritu conciliador habían hecho de ella una persona admirada y muy respetada por todos los que le conocían. Cuando llegó, enseguida había simpatizado con las familias. Sus padres eran judíos de procedencia austríaca y se habían trasladado a Suecia huyendo de los desórdenes en el centro de Europa siendo ella aún una niña. Cuando terminó su educación básica Louise eligió estudiar Biología y sus padres le facilitaron el trasladó a la Universidad de Oslo —antigua Real Universidad Federicana— al mismo tiempo que se especializaba en fotografía. Su madre le había inculcado su pasión por la lectura y ella fue descubriendo que además le gustaba escribir. Lo hacía después del mediodía, cuando ya había oscurecido y hasta bien entrada la noche, en artículos sobre historia natural en los que incluía imágenes tomadas en sus salidas a la montaña. Consiguió que se los publicaran en la revista mensual de la propia universidad. Una vez terminados sus estudios, se alistó en el ejército noruego como técnico en protección y conservación de recursos naturales. Adoraba su trabajo y el país que había elegido para vivir. Le hacía feliz el contacto con aquella prodigiosa naturaleza: la belleza sobrecogedora de los fiordos, las montañas escarpadas, las amplias mesetas nevadas o las laderas verticales, los bosques abrigados, los glaciares, las cascadas cayendo en las aguas de archipiélagos y playas de arena blanca. La luz de las noches en las que el sol no se ponía, o el resplandor del ártico sobre el silencio de las inmensas extensiones de hielo… Adoraba también la alegría de los pequeños pueblos costeros.
Se dejó caer agotado en una de las sillas de madera, los brazos del ingeniero colgando a los lados de su cuerpo. Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos durante varios segundos, o quizás incluso minutos. No se dio cuenta. Le sobresaltó el chirrido inoportuno del vaso de cerveza que Eirik dejaba sobre la mesa. Al verla, sentada enfrente suyo con una sonrisa complaciente, de repente no supo dónde se encontraba. Se incorporó agitando su cabeza de un lado a otro y pestañeando para desperezarse con toda la dignidad de la que fue capaz ante aquella mujer que le había pillado por sorpresa.
—He debido de quedarme dormido, ¡lo siento! —Bostezó, cubriéndose la boca con ambas manos—
—No hay problema, —sonrió Louise— no quería molestarle y estaba aquí esperando tranquilamente. Este es un lugar perfecto para descansar y reponerse. ¿No es cierto? Yo también suelo hacerlo, pero… es curioso que no hubiéramos coincidido aquí antes.
—Bueno —dijo mirándola sin moverse de su asiento— es un placer ¿señora?
—Soy, por si no lo recuerda, Louise Carson. Nos saludamos en la reunión de oficiales en Myrdal hace solo unos días.
—¡Oh, sí!, me acuerdo perfectamente de usted, aunque debo confesarle que, en algún momento cuando la conocí pensé que… —el oficial bajó los ojos y miró al vaso de cerveza intentando justificar la intención de la frase que se le escapaba de la boca, casi sin querer— bueno…, pensé que qué demonios hacía una mujer como usted en un sitio como éste…, —y añadió urgente con una cómica inclinación de cabeza— con todos mis respetos, señora Carson.
A ella le hizo sonreír el comentario y lo aceptó condescendiente.
—De acuerdo, —dijo el hombre— aunque por lo que veo usted ya sabe quien soy yo, en todo caso me presento. Se agitó en la silla, bebió un largo sorbo de cerveza y colocando el vaso en el centro de la mesa, sin soltarlo dijo: soy Mark Terboven. Trabajo con un equipo de diez personas supervisando el trabajo y las necesidades de los hombres, de los movimientos de tierras, de la electrificación, la canalización de las aguas, la puesta en marcha de la central eléctrica, de la colocación de vías…, en fin, soy responsable de que el proyecto llegue a buen fin en los plazos previstos. Así que —compuso en su boca una sonrisa irónica— probablemente yo sea el hombre que busca…
Se hizo un silencio entre ambos que él rompió levantándose de la silla y ofreciéndole su mano a modo de saludo de bienvenida.
—Ahora…, hablando en serio, ¡déjeme que le invite a una cerveza!
—En realidad —dijo Louise— estoy aquí porque en algún momento tenemos que hablar usted y yo de la estación intermedia de la cascada.
Aquella misma tarde y las siguientes, cuando oscurecía, se encontraban en el bar de los hermanos Eirik y Frigga. Sentados uno al lado del otro, sus conversaciones giraban mayormente en torno a la obra. Un par de cervezas solían conseguir suavizar las tensiones de trabajo que les habían enfrentado durante el día. Hablaban también de la guerra —que se avecinaba— y de aquél futuro próximo que para ellos estaba tan lleno de interrogantes. Poco a poco fueron introduciendo comentarios personales en sus conversaciones. Se dejaron llevar por el placer de la compañía y de la complicidad, incluso hasta notaban cómo iba creciendo en cada uno de ellos una cierta dependencia del otro que les salvaba de las noches de miedo cuando el cielo amenazante se llenaba de destellos de mortíferas bengalas cuyos sigilosos silbidos se escuchaban cada vez más cercanos.
Louise, cuando se retiraba a su casa, se dedicaba a revelar las imágenes que había tomado durante el día y a redactar informes. Cuando el sueño se le resistía escribía artículos sobre naturaleza que a veces se publicaban en algunos periódicos locales. No era su problema la soledad en aquellos momentos. En su interior, lejos de arrugarse su espíritu, crecía un conflicto que le obligaba a pensar en la acción. Sin embargo, el acercamiento que se estaba produciendo con Mark le impedía hacerlo con determinación. Por su parte él iba apreciando ciertas señales de que había entre ellos un muro que parecía insalvable, y eso aún le interesaba más de aquella mujer que se le estaba clavando en el alma.
—Hoy háblame de lo que te atormenta. —Dijo Mark con voz severa una de las tardes, mirándola a los ojos—. Se produjo entre ellos un silencio tenso. Mark pasó su brazo sobre los hombros de ella y la apretó contra su costado quitándole importancia a su negativa de enfrentarse al tema. Amaba a aquella mujer.
Les costó más que otras tardes despedirse hasta el día siguiente. Un haz de luz blanquecina se filtraba por la ventana aquella noche. Louise se quedó adormilada en el sillón al lado de la chimenea contemplando el leve y lento desplazamiento de aquella estela polvorienta sobre su mesa de trabajo. Pensaba en él, en su último abrazo que se había demorado más de lo habitual. Se había sentido extraña en sus brazos. No había sido un abrazo fraternal como otras veces, tampoco habían ayudado a entenderlo sus uniformes de oficial, lo sabía. Pero había sido un gesto nuevo en el que se había encontrado con un espacio lleno de cálidas sensaciones a las que no había podido resistirse. Pensaba en él. En cómo se había despegado, sin soltarla de sus brazos, para mirarla a los ojos. Después se habían separado sin decirse nada… Se dejó invadir por el sopor imaginando cómo sería el color y el calor de su piel desnuda. ¿Cómo podría explicarse?. Era capaz de explicar el aire rozando las colinas, el sonido del agua discurriendo por los valles, el grito de algún animal herido desde la lejanía, pero, ¿como explicar aquel mundo de miradas sugerentes, de gestos equivocados y esquivados tantas veces, de palabras que se dejaban caer como si no tuvieran ningún sentido? Aquella tarde había leído el deseo en sus ojos y ella se había agarrado a él como tratando de evitar un precipicio. ¿Cómo explicarse cómo era él y el susurro de su voz deslizándose en su cuello pronunciado su nombre, sus labios lamiendo lentamente sus ojos con la humedad de sus besos, el roce de su mejilla en la suya, sus caricias revolviendo su pelo, o la violencia del vértigo al puro vacío en sus manos atrayéndola firme hacía su vientre encendido…?
Sentía su presencia cercana en el temblor delirante de su cuerpo, sentía su presencia y cómo se iba apoderando de ella y de su sueño en el oscuro silencio.
Le despertaron a mitad de la noche las voces y los golpes en la puerta.
Afuera la noche oscura enmarcaba la palidez sobrenatural de la cara desencajada y sudorosa de Ulma. Llegaba sin resuello, sus manos temblorosas se apretaban con saña a su delantal manchado de sangre.
—Ven conmigo rápido. Louise por favor, te necesito. —consiguió gritar tartamudeando de angustia—
Louise no preguntó nada, no se lo pensó y salió corriendo detrás de aquella mujer, horrorizada. Todavía estaban con vida cuando llegaron. La criatura yacía junto a su madre entre toallas y fluidos y restos de cordón umbilical como un desperdicio gelatinoso y morado, inerte. Las dos mujeres se miraron, no hablaron, intentaron con su coraje y sus manos temblorosas reanimarlas. Cuando la niña lloró Louise elevó los ojos al cielo agradeciendo al Creador su ayuda en aquel instante, pero lloró amargamente cuando se desvaneció finalmente el latido de la mujer que le había dado vida a la pequeña.
—No tiene a nadie más, —se escuchó apenas el lamento de Ulma, sudorosa, con el pelo pegado a la cara y lágrimas imparables brotando de sus ojos, mientras sostenía, apretado a su pecho, el pequeño fardo con vida que lloraba con desconsuelo—. Ulma era una mujer muy respetada y muy querida en el pueblo. Había sido matrona y cuando se retiró y se quedó viuda, continuó ayudando generosamente a las familias. Ulma quiso explicarle a Louise cómo se había complicado un parto que en principio no tenía ningún riesgo. Quiso explicarle que el padre de aquella criatura era marino y había muerto en febrero de aquel mismo año en los incidentes con el buque alemán Altmark en aguas neutrales. Quiso explicarle que ella les conocía bien, que había ayudado a aquella mujer desde su nacimiento, cuando milagrosamente había sido encontrada abandonada, todavía viva, en la base de la gran cascada Fjossen y el pueblo se la había encomendado a ella para su cuidado, que también la había ayudado durante su tiempo de duelo por la muerte de su marido y con su embarazo. Que era la hija que ella siempre deseó tener… Pero su voz no pudo.
Aquella noche de urgencias con la devastadora sensación de muerte a su alrededor, las dos mujeres decidieron ocuparse ellas mismas de solucionar los dos problemas; el enterramiento de la joven y el cuidado de la niña hasta que oficialmente se le pudiera dar una solución. Louise fue quien se ocupó de avisar al médico del hospital de campaña para que revisara a la niña y les ayudara con las gestiones de la mujer muerta. Convinieron en que, en principio, ella se haría cargo de los gastos necesarios para sacar adelante a la pequeña y contrataría a Ulma y le pagaría un sueldo para que se ocupara de sus cuidados el tiempo que necesitaran hasta poner orden en aquel caos. Se organizó para instalar a Ulma y a la niña en su propia casa. Había espacio suficiente y estarían más cómodas las tres. Las horas se alargaban contemplando la evolución de la pequeña mientras cavilaban en darle un nombre. Convinieron en el de Gunhilda —cuyo significado era «doncella en la batalla»— , a ambas les pareció que sería el más adecuado para una mujer que nacía para ser una luchadora en la vida.
Aquella tarde Mark se encontró a una Louise conmocionada que se apretó a su abrazo exhausta. Se rompió en lágrimas bajo la luz amarillenta del parpadeante rótulo del bar. Entre ellos, ambos vestidos de uniforme, descubrieron la grandeza del amor; del amor de la entrega, del amor de la comprensión, de la caridad, la del amor carnal. Aquella noche y las siguientes hablando al calor de la lumbre, fueron desatándose las pasiones; el miedo, la rabia, la responsabilidad, la impotencia… Se miraban uno al otro como si fueran náufragos sin historia ni porvenir en una isla desierta. El silencio de los bombardeos cercanos les asustaba más que el amanecer de otro día entre el caos de la tierra herida; les asustaba más que la imagen de mujeres y niños arrastrando la sed y el hambre por las laderas de aquél bellísimo paisaje que estaba siendo ocupado. Solían amanecer abrazados, sus sueños turbulentos se interrumpían varias veces durante las noches por caricias envueltas en el placer de la proximidad inevitable de sus cuerpos. Se amaban desesperadamente, sus ojos se llenaban de lágrimas de emoción y agotamiento. No había lugar para la soledad en aquel hogar de materia parecida a la ternura. Cada amanecer les sorprendía con la rendición escrita en sus miradas frente al campo de batalla; el amor debía de ser algo así como la pura necesidad de alguien a tu lado cuando el mundo se desmorona. Había estallado sigilosamente por sus venas, arrinconados, contra el muro de la guerra.
Abril llegaba ese año estremecido, con el color de la ceniza en el paisaje. La gente se movía cabizbaja, como somnolienta, no había alegrías que contar, el bar parecía un lento corazón siniestro, ocupado por gentes desconocidas hablando en el idioma del horror. Los mayores dejaron de frecuentarlo y se reunían en la casa de alguno de ellos donde ya solo hablaban, en voz muy baja, de resistencia. Era la primavera de mil novecientos cuarenta.
Supongo que este relato es la continuación de otro anterior que escribiste, y si los fueras uniendo, creo que podrías hacer una historia que podrías plasmar en un libro porque tu estilo literario es como una novela, y creo que nos acercas muy hábilmente las escenas que se producen en cada momento. Cada relato es como si fuera un capítulo dentro de ese libro, por eso creo que puedes crear una obra muy interesante, entretenido, y que ánima al lector a seguir leyéndolo porque engancha, y quiere ver cómo es la siguiente escena.
Gracias por ofrecernos estos relatos tan apetecibles.
Un abrazo.
Me gustaMe gusta
Anónimo, gracias por tu interés. Efectivamente entre mis cosas van entrando capítulos de una historia que no sé todavía dónde terminará. Título inicial: «La canción de Nerta», capítulos hasta ahora: (La Oficial, La ocupación, El salvoconducto). Aprecio mucho tu comentario. Un abrazo
Me gustaMe gusta