El salvoconducto

La obra del ferrocarril se preveía que estuviera terminada en dos años. Ya se habían completado los trabajos de la planta de energía y la estación intermedia en la cascada de Kjosfossen. Quedaban por colocar los últimos cinco kilómetros de vía. Pero cuando Alemania se hizo con el poder —esto fue en 1940— las autoridades ordenaron continuar con la construcción, para la que sometieron a obreros noruegos a trabajos forzados en la obra en lugar de deportarlos a Alemania. De esa forma consiguieron que el ferrocarril se inaugurara a primeros de agosto de ese mismo año.

Una noche, mientras cenaban, Mark le anunció a Louise que debía de ausentarse. La reunión con el alto mando iba a celebrarse en Oslo y se quedaría allí algunos días más. Su corazón dio un vuelco, entre las luces rojas que se encendían inquietas en su interior y la mirada inocente de la niña en su regazo. La apretó contra su pecho como buscando un consuelo desesperado ante el desapego de las palabras de aquel hombre por el que habría estado dispuesta a darlo todo.

Louise pasaba la mayor parte del día trabajando mientras Ulma estaba consiguiendo rehacerse con el paso de las horas ayudada por el respeto y el cariño que le ofrecía Louise y la emoción que le embargaba al poder tener entre sus brazos a aquella criatura que era como una continuidad de su propia vida. Pero pasaba las noches valorando la propuesta de Mark de casarse y adoptar legalmente a la pequeña, dándole su propio apellido. Atrapada en la soledad de su silencio, aceptó. Pensó que su unión podría servirle de salvoconducto para ella y para la niña antes de que llegaran tiempos peores.

Se estaban produciendo en Europa movimientos en contra de los judíos y su temor secreto crecía por momentos horadando su ánimo que, por nada quería que se le notara cuando vibraba en brazos de Mark. Pensaba en sus padres, inmigrantes en Suecia país en el que, de momento no parecía temerse la incursión alemana. —Alemania era dependiente del hierro de las minas suecas y de otros materiales para mantener su maquinaria bélica, además de que utilizaba sus vías de comunicación terrestre para llegar a países como Noruega y Finlandia—. Podría alegar enfermedad grave de su padre —que ya manifestaba problemas de corazón— e instalarse provisionalmente con ellos para, desde allí, trasladarse con su hija adoptiva lejos de la zona de conflicto. Fueron días de insomnio y pesadillas que disimuló con inmenso esfuerzo cuando Mark llegó de su viaje de Oslo.

Los trámites para la adopción seguían un curso desigual. Se esperaba la puesta en marcha del primer hogar Lebensborn en Noruega, —una institución benéfica para las mujeres de los oficiales de las SS,  que mediante instalaciones como clínicas de maternidad, orfanatos, o servicios de adopción también ayudaría a los nacidos de padres alemanes y madres noruegas, a mujeres noruegas violadas por militares alemanes y a otras que se ofrecieran voluntariamente al proyecto de expansión de la raza aria que promovía el gobierno alemán—.

Él, por su parte, lejos del protocolo de su viaje, pensaba en ella y en la niña. Su nueva misión le reconocía el máximo poder de las fuerzas alemanas en el país. Había sido nombrado comisario y jefe de la administración alemana de Noruega, lo que hacía de él en la práctica el auténtico gobernante del país. Seguiría fielmente los postulados del III Reich como había jurado, y que además, coincidían con sus propias obsesiones particulares. Se casaría con una mujer noruega y tendrían hijos, incluso adoptarían a aquella niña huérfana de un oficial alemán y una mujer noruega, siendo él mismo ejemplo de los objetivos nazis para la generación de la raza superior que poblaría Europa. Pero en su fuero interno la presencia cercana de las tres mujeres pensaba que podía afectarle negativamente en su dedicación al III Reich, planteándole problemas morales, y  eso no estaba dispuesto a discutir con nadie.

Desearon el reencuentro sin cuestionarse nada hasta después de varias horas de entregarse  al placer de vivirse en aquel ambiente íntimo y familiar, con la niña dormida plácidamente a los pies de su cama. En aquellos momentos Mark dejaba de ser el militar que dinamitaría los últimos vestigios del gobierno noruego para imponer el control de Alemania.

—Hemos llegado demasiado lejos, dijo un sombrío Tervoben a una Louise angustiada por las repercusiones de la guerra en sus vidas.

—Quiero que seas mi mujer, juro protegeros a ti y a la niña, darle mi apellido y cuidar de que nada os falte. Alzó su mano derecha para reforzar su juramento. Louise cerró los ojos y apoyó la cabeza en el pecho del alemán. Él la rodeo con sus brazos poderosos besándole la frente mientras escuchaba la suave voz de Louise en un susurro delirante.

—Mark, pero tenemos que irnos…

La ceremonia civil fue breve y Louise se mantuvo en su casa con Ulma y la niña hasta que obtuvo los documentos oficiales de adopción de Gunhilda y los visados para el viaje de las tres a Suecia. El permiso fue concedido por el motivo de grave enfermedad de su padre y la necesidad de asistencia para su madre imposibilitada. Saldrían en el tren a Myrdal, y de allí a Oslo, donde se quedaría Mark. Las tres mujeres tendrían a su disposición un coche para llegar hasta la frontera de Suecia. Allí no tendrían ningún problema, dado que los visados estarían firmados y sellados por la oficina del propio Comisario del Reich.

Era medianoche cuando llegaron después de un largo viaje en el que apenas se habían cruzado algunas palabras, a Oslo, con el miedo agarrado a sus entrañas. Allí cientos de policías y grupos de militares nazis armados habían tomado la estación y desfilaban, de un lado para otro, bajo una amenazante y tenebrosa luz amarillenta. El pánico se concentraba en sus miradas. Ulma cabizbaja, cubierta por un sombrero que ocultaba su angustia, asumía su destino porque no tenía nada que perder, por otra parte parecía sentirse  protegida, sin saber muy bien de qué ni de quién, o hasta cuándo. Para Louise la niña era su salvoconducto. El coche, un BMV 335 negro esperaba a la salida de la estación. El chofer, un oficial de las SS, entregó las llaves a Louise una vez que estuvieron instaladas en su interior, en la parte trasera del vehículo Ulma y la niña.

El Comisario del Reich Mark Terboven tomó las manos de la Oficial Louise Carson fijando sobre ella su mirada incisiva. No hubo tiempo para la ternura. Ella abandonó el gesto atendiendo a la urgencia de una despedida que le llenaba de desasosiego, pero no de dudas. Estaba dispuesta a que aquella fuera la última de su historia juntos. El se quedó rígido en la puerta de la estación y saludó con un gesto militar a la silueta del coche que desaparecía entre la niebla.

firma


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