El vendedor de versos

Apuró el final de su cigarrillo Chesterfield que sostenía con la grotesca delicadeza de sus dedos pulgar e índice. Aspiró el aroma de nicotina quemada profundamente, hasta que el humo le inundó los pulmones de un veneno parecido al último placer que pide un condenado a muerte.

¿Cuántas veces le había jurado que dejaría de fumar la próxima primavera?

La mirada expectante, tierna y confiada de su «maltés terrier» no hacía nada más que perdonarle los pecados cuando, al acabar el tiempo del frío, del silencio y de la soledad de las tardes de domingo de invierno, demoraba su decisión una vez más.

Lanzó la colilla sin apagar al suelo y no se molestó en pisarla, como en otras ocasiones; la miró en la distancia y displicente, como queriendo ignorar el acto con el que estaba en desacuerdo consigo misma, se dio media vuelta y siguió caminando sin rumbo entre las conversaciones ruidosas de la gente que, a esas horas, deambulaban por las calles escasamente iluminadas y estrechas de la parte vieja de la ciudad.

Otra vez sola —pensó—. Dió una patada a una lata de cerveza vacía que alguien había abandonado a su paso. Más que el tabaco le quemaba el vacío que había sentido cuando todo acabó en aquella cama de hospital. Sintió que su historia, la historia de su familia, terminaba con el último aliento de su madre.

—Volver a empezar; volver a empezar de cero —se dijo—, con la desolación llenando sus vacíos.

Agotada se sentó en un banco de la pequeña plaza de los libreros, debajo del sauce que empezaba a despuntar y cerca del carrusel que seguía dando vueltas, también vacío. Había momentos en los que hubiera deseado morir allí, y otros en los que pensaba decididamente en la oportunidad de iniciar una nueva vida a su medida. Retumbaba en su cabeza «desde cero…» al ritmo de la música del carrusel «desde cero…».

¿Cómo inventarse una vida nueva con cincuenta años? ¿Dejaría su trabajo de funcionaria y se marcharía lejos, a no sabía qué país, a no sabía qué hacer? No había nada claro en su mente, excepto una sensación de desgarro y de desarraigo que le arañaba el alma cada vez que intentaba pensar en algo más que en respirar.

Clara se dio cuenta de que alguien la miraba.

El dueño del carrusel, alzando las cejas en un gesto interrogante, extendió su mano hacia ella invitándola a dar una vuelta en el tiovivo.

—Es gratis esta noche para ti. —le dijo con simpatía—. Ella se lo agradeció con una mueca triste pero no se movió del banco. Evitó mantenerle la mirada; su cuerpo lacio como el de una marioneta abandonada, ya no pretendía el tirón de los hilos ilusionados de nadie.

—También te puedo leer algún poema; aunque en los rótulos se lea que soy vendedor de versos, esta noche te los dedico, también gratis. No me gusta verte triste. ¿Qué te parece la idea?

___

Cepillaba su larga melena cada mañana. Él se dejaba hacer echando la cabeza ligeramente hacia atrás y mirándola de vez en cuando de reojo con una sonrisa tierna y agradecida. Habían caminado como colegas muchas noches después de cerrar el carrusel; les unía el agobio de su soledad y de los múltiples fracasos vividos hasta entonces.

De los ojos, ya sin brillo de Raúl, se escapaba, de vez en cuando, una chispa de emoción juvenil de la que su cuerpo no recordaba apenas nada. Sus piernas blancas de huesos largos apenas podían sostener la levedad de su figura envuelta en la típica bata azul de la seguridad social abierta por la espalda. Ella cepillaba despaciosamente aquella mata de pelo ondulado y trenzaba sus hebras blancas sujetándolas después con una cinta de terciopelo morada a la altura de su cintura. Sabía que el rato del aseo íntimo era uno de los momentos más felices de los que le quedarían a Raúl por vivir.

—¿Cuándo te cortaron el pelo por última vez?

Raúl se encogió de hombros. No recordaba. Tampoco quería recordar; el diagnóstico era fatal y solo quería vivir feliz el tiempo que le quedara. Únicamente necesitaba que le calmaran el dolor y cuando él lo decidiera, que le dejaran morir con dignidad. ¿Estaría ella dispuesta a acompañarle en su viaje?

Le había conocido con aspecto desharrapado y vocación de bohemio vendiendo versos en un pequeño garito de madera junto al carrusel de la plaza de los libreros.

¡Versos a voluntad! —se leía en letras grandes decoradas con rotulador negro sobre un cartón apoyado en un caballete de pintor—.

Al lado, una mesa plegable cubierta con un resto deshilachado de alfombra persa, y sobre ella un maletín de cuero viejo, abierto, rebosante de cachivaches: papeles y cartulinas, cajitas de plumillas y vasos de vidrio coloreados llenos de lápices, pinceles y pinturas de colores. Saludaba con entonación risueña y sonrisa cautivadora a todos los paseantes invitándoles a comprarle algunos versos al módico precio de su voluntad. No era un bufón de feria, era una persona apreciada por los que frecuentaban aquella zona de la ciudad, en especial por los niños y los enamorados. Sin embargo, su personaje le obligaba a vivir como el perfecto equilibrista sobre una fina línea de incertidumbres.

Casi sin darse cuenta, había dejado de fumar. Clara solicitó un permiso sin sueldo de tres meses. Pagó el resto de su hipoteca. Prefirió no alquilar su casa durante ese tiempo por sentir una cierta seguridad en su vida, por si las cosas no salieran bien. Le encargó a su mejor amiga el cuidado de su perrita Luna, y dejó abierto el billete de vuelta.

La megafonía del aeropuerto anunció que el vuelo Air Europa B-0722 se retrasaba, sin hora prevista por el momento, debido a la espesa niebla. Bajaron con dificultad hasta la sala de espera de la zona de no fumadores. Se acomodaron en uno de los confortables sofás que daban a los ventanales sobre las pistas de despegue, entonces sin vistas. Apenas hablaban, sus manos entrelazadas en una paz envolvente sin temores ni esperanzas; sin fronteras.

Los pensamientos iban haciéndose más borrosos. Raúl, con voz cada vez más apagada, susurraba pequeños poemas de amor mientras su mirada iba perdiéndose en el horizonte de bruma.

Clara sintió que desde detrás alguien le tocaba el hombro.

—Señores, la puerta de embarque para su vuelo a Amsterdam se ha abierto; el avión saldrá en breves momentos…

Ella se lo agradeció con una mueca triste, pero no se movió del banco…

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4 comentarios sobre “El vendedor de versos

  1. Sentimientos entrelazados. En la primera parte, me ha hecho sentir muchas cosas, me he puesto en su lugar, era algo familiar para mi. En la segunda parte esta soledad cambia de rumbo, aunque la tristeza permanece, pero con un toque de movimiento, comienza un camino, aunque dejando atrás tantas cosas…Es algo que no me ha resultado extraño. Gracias por compartir estas sensaciones.

    Un abrazo.

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  2. Me atrapó y me encantó el modo en que llevas al lector, hilando las frases con sutileza y abriendo puertas nuevas en cada párrafo (un personaje, un hecho, un pensamiento); eso hace que uno deba avanzar en la lectura queriendo saber qué va a ser de todo ello. Este relato sería un buen ejemplo para enseñar en algún taller.

    Un abrazo.

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    1. De cómo un sábado lluvioso parece una mañana de sol espléndido… Pues así me has dejado Borgeano esta mañanita…Valoro muchísimo tus palabras porque creo en tí, te sigo desde el silencio muchas veces y la conexión es de altísima calidad. Gracias por pararte entre mis letras.

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