Escuchó al otro lado del auricular el sonido lejano de una música que le resultaba familiar, pero que no era capaz de identificar. Arrugó la frente y cerró los ojos para escuchar con más atención.
—¿Dígame? ¡Oiga! ¿Hay alguien ahí? ¿Quién llama?
La voz estentórea y apremiante del hombre que atendió la llamada le hizo desconectar del silencio en el que se había parapetado Todavía dudaba entre continuar con la idea de su abuela de que publicara sus escritos o de olvidarlo. Aunque el tema le quitaba el sueño, se había decidido a llamar a la editorial.
Quizá se estaba arrepintiendo de todos los sueños e ilusiones que la habían mantenido en pie los años en los que se había dedicado, desde el lado absurdo de su cerebro, a tomar pequeñas notas de las emociones que le provocaba mirar a otras personas; observarlas e imaginar sus vidas; las de los que transitaban anónimamente a su lado, o se cruzaban alguna vez en su camino; incluso tomaba fotografías que le sugerían historias. Acercarse a la gente e impregnarse del aroma que desprendía su piel; imaginar el contenido de sus bolsos de tafilete o el de las bolsas de plástico con nombres de marcas comerciales impresas en grandes letras de colores; escuchar la música que brotaba de sus auriculares, conocer sus gustos, edad o religión; calcular su pobreza o, por qué no, también su riqueza. Acercarse a aquellas figuras masculinas con pinta de aristócratas con los cabellos engominados y porte elegante, portando sus maletines de cuero negro, que caminaban esforzados sobre lustrosos zapatos abrillantados a diario por hombres teñidos de betún que, sentados en pequeñas banquetas, se repartían por las esquinas de la avenida del centro de la ciudad. Algunas veces sentía pena por aquellos hombres, quizá se propondría emplear su tiempo disponible (ahora ocupado en el hospital atendiendo a su abuela) para ayudarles si pudiera. No sentía animadversión hacia los ricos. Todo estaba bien, al menos la existencia de la clase alta les ofrecía una forma de ganarse la vida honradamente; tenían un trabajo, así que podrían llevar algo de comer a casa aquella mañana desapacible en la que ella tendría que darse mucha prisa, cruzar la calle frente al viento y la lluvia, chapoteando entre los charcos, para poder alcanzar la parada del autobús número treinta y uno que le llevaría de nuevo al hospital.
Sintió la mirada hostil del conductor cuando se tropezó contra el panel de plástico rayado que los separaba y las monedas que llevaba preparadas para pagar saltaron por los aires. Intentaba sujetarse a una de las barras verticales mientras, agachada, recogía las monedas del suelo. El pisotón del chofer en el acelerador consiguió desequilibrarla entre la masa de pasajeros del autobús, algunos de pie, apretados, algunos sujetándose a duras penas a los asideros.
—Aguanta niña, —se decía a sí misma, solo cinco paradas más y llegamos.
Se había retrasado por esperar al momento más conveniente para hacer la llamada telefónica a la editorial. Y había dado de lleno con la hora del día en la que el tráfico era insufrible y los autobuses y tranvías iban abarrotados de gente. Los paraguas componían un mosaico multicolor en las calles, las bocinas de los taxis reclamaban un tráfico a su favor. Todo apuntaba hacia un perfecto caos.
Saltó torpemente del autobús entre empujones. No pudo evitar que la carpeta conteniendo sus manuscritos y el sobre con las fotografías para el registro de la propiedad intelectual cayeran al suelo encharcado y sirvieran de alfombra improvisada para los pasajeros que, como ella, se apeaban en aquella parada. Varias personas la ayudaron a recoger el material mojado mientras lloraba agradecida tratando de quitarle importancia al incidente. La mirada autoritaria del conductor volvió a alcanzarla a través del espejo retrovisor. Se sintió agotada.
Solo su abuela Martina conocía su secreto. La había animado a seguir escribiendo cuando alguna vez le flaqueaba la voluntad. Estaba orgullosa de su nieta que tanto le recordaba a sí misma. Ella la había iniciado en sus primeras lecturas y se sentía feliz de ver que su nieta seguía sus mismos pasos. Una tarde de tormenta, como aquella, le había contado a su nieta que también ella tenía escritos los cuentos y poesías que inventaba y dedicaba a sus hijos por las noches a la hora de dormir. Los tenía recopilados en cuadernos y acompañaba cada texto con sencillos dibujos a lápiz o con pinceladas de acuarela. Estaban guardados, nunca se había planteado su publicación aunque reconocía que le hubiera gustado poder hacerlo. Durante aquella tarde de confidencias una de las más especiales vividas entre ellas, Martina le pidió que se hiciera cargo de sus colecciones, aunque su deseo era que no se publicaran hasta después de su muerte. Y ella se lo había prometido.
Subió las escaleras pensando que lo único que le faltaba aquel día aciago era que el ascensor no funcionara, o incluso que se averiara con ella dentro, lo cual sería una catástrofe. Tercera planta, pasillo a la izquierda —iba diciendo para sí misma mientras recorría el pasillo que le separaba de la habitación de su abuela Martina—, hasta el fondo, buenos días —saludaba al pasar por los controles, sin esperar respuesta. El eco de sus pasos en las baldosas del suelo la incomodaba, buenos días —repetía en voz baja para no hacer ruido, caminando de puntillas hasta el número trescientos trece, la última habitación del pasillo. Como todas las mañanas, antes de entrar a la habitación, se paró en el control de planta para saludar al personal sanitario y hablar sobre el estado de su abuela. Esa mañana se encontró de frente con el médico y el vacío que descubrió en su mirada le habló sin palabras.
Dejó pasar unos días hasta encontrar la serenidad suficiente para comunicarse con la editorial. Escuchó al otro lado del auricular el sonido lejano de una música que le resultaba familiar, pero que era incapaz de identificar. Arrugó la frente y cerró los ojos para escuchar con más atención.
—Altair Editores, ¿Dígame?
Suspiró despacio y profundamente. Volvió a escuchar la voz masculina que atendía su llamada.
— Altair Editores, ¿Dígame? ¿Con quién hablo?
—Buenos días. —dijo con voz meliflua.
—Me llamo Nadie. Me dirijo concretamente a su editorial sabiendo que ustedes son especialistas en el tema que voy a plantearle. Tengo en mi poder una colección antigua encuadernada de cuentos y poesía para niños con ilustraciones en lápiz y acuarelas…
Texto y Fotografía @mjberistain

Me encantó, sobre todo el final que te deja con las ganas de saber más… Un beso fuerte.
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Me alegro de que te hayas quedado con ganas de más… Para mí es un gran premio. Gracias querida Julie
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Muy bien escrito y preciosa historia con la que es fácil identificarse… esa llamada de la editorial ¡qué emocionante!
¡Enhorabuena, María Jesús!
Un abrazo muy fuerte.
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A que te suena???
La emoción es incontenible y por algún sitio tiene que salir… un abrazo especial
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Que de tesoros guardamos muchas veces. Qué oportunidad para que lo disfrute mucha gente.
Nos quedamos con ganas de más jj
Besos 😘
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Margui preciosa, este “reencuentro” me inspira a seguir peleando contra las mareas. Te abrazo intensamente…
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Me dejas con la curiosidad, después de haber pasado por tantas bardas. Escribes con claridad. te abrazo y te mando un ramo de rosas.
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Pero… eso es bueno o es malo? Lo mejor que puedes decirme Rubén, que te haya «pillado» la historia. Aprendo muchísimo de ti; de tu forma de contar. Eres un maestro. Gracias por tomarte el tiempo entre mis páginas. Un abrazo de luz.
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Y como decirte que me sorprendes y que tu prosa corre y a veces se detiene entre los tejos. Siempre tu amigo que te manda rosas.
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