Ya Plinio «El Viejo» en el siglo I. d. C., hablaba acerca de la existencia de una «gran montaña de hierro» en el norte de la Península Ibérica.
Iba y volvía por las salas mientras, a una prudente distancia de la guía del museo de geología e historia de la zona minera Peñas Negras, yo escuchaba, sin poder despegar mi mirada de vuestra imagen.
Erais tan niños…
Fue vuestra cuna de hierro y mamasteis de los pechos endurecidos por el trabajo a cielo abierto de vuestros orígenes. Y ¿qué hacíais allí, entre un grupo de hombres, si se puede llamar así a alguien que apenas aspiraba a llegar a la edad de veinte años, que era el esperado término de su vida?
Pero ¿realmente se puede hablar de vida?
Yo miraba a vuestros ojos sin brillo, desenfocados, y la piel tiznada de polvo negro. Pensé que quizá erais de los privilegiados a los que no había matado aún el hambre ni el empujón de algún cargadero lleno de mineral; ni de la pesada piedra rojiza, o abatidos por alguna enfermedad de las que no se conocía cura en aquel tiempo. Quiero pensar que soñabais en el barracón, a la mortecina luz del candil, cuando llegaba el turno de descanso y ocupabais la tabla que había dejado caliente otro niño como vosotros.
El monte de hierro aprendió de los pequeños y frágiles dedos ensangrentados. La tarea era preparar las mechas, jugando con el explosivo, para horadar la piedra antes de que acabara el día. Poco más tarde empuñaríais el pico y la pala… Y por fin enfrentaríais vuestra corta vida a aquella montaña de «belleza descarnada».
Hoy no tengo palabras, solo una reflexión, un sincero homenaje a niños y a personas que, como vosotros, dieron forma al tejido de mis raíces.
@mjberistain