MI AMIGO EL LADRÓN

Él solía decir que al salir “del cuarto oscuro” había tropezado con la luz y que aquel fogonazo le había alterado la vida.

Es cierto que, según me contaba, seguía dando trompicones y yo le miraba como a un niño todavía, con rigor, pero también con la condescendencia que le ofreces a una persona muy querida que padece de ciertas limitaciones. Hablábamos de muchas cosas durante sus frecuentes visitas. Llegué a tratar con sus padres y educadores y a quererle como se le puede querer a un hijo. También me hacía sufrir.

El dictamen médico reconocía que se había producido un fallo en el suministro de oxígeno estando él en la incubadora. Su hermano gemelo prosperó rápidamente al margen de él, y se hizo con las caricias y el alimento de los pechos que su madre tenía preparado para dos. A él no le quedó más remedio que sobrevivir con lo que había.

Le recibió una habitación con vistas a un blanco quirófano. Grandes manos enguantadas asomaban por pequeños ventanucos redondos y llegaban hasta él rodeado de tubos de plástico, transparentes, como sus órganos, como su piel. En aquel lugar ya no había oscuridad. Todo era luz, luz confusa. Su débil cuerpo seguramente llegó a añorar su mundo en la oscuridad, pero él se hizo fuerte y salió adelante.

Cada día mi asistenta Dulce María me llevaba al mercado. Me aseaba y me vestía como a mí me gustaba. Sin alardes, pero con elegancia. —Yo adoraba la combinación de colores neutros—. A pesar de mi artritis me gustaba adornar mis manos con un solo anillo cada vez. Mi preferido era la alianza. Cuando murió mi marido, con las dos alianzas de oro yo había hecho diseñar una sola doble, y engarzado en ella el brillante que él me había regalado para celebrar nuestro compromiso. Un toque de colonia floral fresca y una manta ligera sobre mis rodillas cuando el tiempo era frío. Mezclarme entre la gente por los pasillos de las fruterías y los puestos de verduras recién traídas de los caseríos, acercarme a la zona del pescado en la que se exponían, como en un museo, las piezas más llamativas; salmonetes, merluzas, bonitos, txipirones, besugos, antxoas, y ver la evolución de los ejemplares de todo tipo de marisco en las peceras iluminadas, era mi plan preferido cada mañana. Y acercarme después a La Tahona y oler el pan recién horneado y poder elegir mi pan de cereales preferido. Después de comer me quedaba en el sofá tranquila sesteando en silencio. La lectura y la música clásica acompañaban mis últimas horas de la tarde cuando, salvo que hubiera algún concierto o exposición de arte interesantes, estaba sola hasta el atardecer, a la hora de la cena.

Yo había recomendado a sus padres que le llevaran a un centro de educación especial. Ellos prefirieron que conviviera con los demás niños como uno más, aun sabiendo que ello requeriría un mayor esfuerzo económico y dedicación por su parte.

Le llamaban “el cuarto oscuro”. Allí se recluía cada tarde su padre, cuando volvía del trabajo, para dedicarse a sus hobbies. Él se sentía privilegiado por ser su elegido para ayudarle a revisar, limpiar y seleccionar las piezas que luego llevaría al tasador para vender. Desde niño le habían cautivado la luz de los brillantes y los diamantes diminutos, la transparencia de las piedras de colores preciosos, y los destellos y la suavidad de los metales que se enredaban con facilidad en la torpeza de sus dedos.

Y quiso ser ladrón, como su padre.

Me sorprendió el chasquido de un pestillo y un portazo al otro lado del pasillo. Pensé que habría sido el viento. Había hecho mucho calor aquel día y podría estar levantándose galerna. Volví a mi lectura sin darle más importancia.

Pero sí, había alguien allí. Escuché el crujir de la madera del suelo bajo unos pasos que se acercaban con sigilo hacía el salón. Antes de darme tiempo a asustarme me encontré con la tranquila expresividad de su mirada en el quicio de la puerta como si quisiera pedirme permiso para entrar y acercarse a mí. Durante unos segundos me quedé bloqueada, algo en su persona me hizo dudar y decidí hablar con él —poco más podía hacer—.

—Esta es mi casa, —le dije como disculpándome—

Él me ofreció una educada sonrisa.

—Mira, —me dijo—.  Yo no quiero nada más que me digas dónde tienes las joyas porque las necesita mi padre para venderlas y darnos de comer a mi madre a mis hermanos y a mí.

Dejé mi libro sobre la mesa de centro y le animé a sentarse a mi lado.

—Me tendrás que explicar más cosas.

Supongo que entendió que me debía una excusa.

—Bueno, no tengas miedo, yo no quiero hacerte daño, solo quiero las joyas y, si tienes, algo de dinero y me marcho. No se lo digas a nadie que he venido aquí porque si se enteran mis padres seguro que me montan una bronca. Yo solo quería entrenarme para poder ayudar a mi padre cuando sea mayor.

—¿Quieres merendar conmigo? —le pregunté mientras le ofrecía una de las pastas de té que quedaban sobre la bandeja.

—Vale.

La ternura de su mirada agradecida me invadió demoledora cuando se acercó un poco más a mí.

—Y dime: ¿por qué has elegido venir a mi casa?

—Cada día cuando salgo del colegio me encuentro contigo, y con la señora que te acompaña, volviendo de la compra del mercado. Me gusta escucharos hablar y reír. Y, además, eres muy guapa. Camino a vuestro lado hasta que llegáis a casa, después, sigo solo hasta la mía. Me gustan tus anillos.

Hablaba con una mirada expresiva iluminada por la inocencia. Era inútil resistirse.

Le prometí que no diría nada a nadie pero que aquella tarde él tenía que volver a casa para que no lo echaran en falta. Se nos había hecho tarde con la charla y enseguida vendría mi cuidadora Dulce María a prepararme la cena y acostarme. Él suspiró profunda y perezosamente, se levantó del sofá y me ofreció su mano a modo de despedida.

La luz bailaba alrededor de su figura mientras se alejaba, se volvió desde el quicio de la puerta del salón para señalarme, con un gesto acusador de su dedo índice, durante unos segundos de silencio. Una suave sonrisa iluminaba su rostro mientras aventuraba una nueva visita si yo se lo permitía.

Sentí una mezcla de alivio y tristeza extraña, como si hubiera sido víctima de un robo moral y tuviera que denunciar a aquel niño de ojos claros que había jurado ser mi amigo…

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@mjberistain
Fotografía MJB (Museo Arte Abstracto Español Cuenca)


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