Artículo de Manuel Longares
publicado en la revista Cambio16. (1987)
La conversación existencial que uniera en vida a Jean Paul Sartre y a Simone de Beauvoir, haciéndoles paradigma de relación amorosa para toda una generación, pervive en su correspondencia publicada en España con el título de «Cartas al castor»
«Sartre no estaba en absoluto vestido, llegaba con camisas abiertas, dudosamente limpias, más o menos en pantuflas… Lo mirábamos con una especie de terror». Simone de Beauvoir, autora de la cita, refleja su primera impresión de Sartre, en 1929, por los pasillos de la Escuela Normal. Sartre iba siempre con dos amigos, Herbaud y Nizan. «Se decía que el más terrible era Sartre porque se le consideraba libertino, borracho y perverso».
En 1929, Sartre, veinticuatro años, estaba enamorado de Simone Jolivet, a quien escribe la primera misiva recogida en Carta al Castor. Lleva fecha de 1926. Ante esa mujer que se decía discípula de Nietzsche, Sartre dibuja su autorretrato: «Quisiera estar muy por encima de los demás, a los que desprecio. Pero, sobre todo, tengo la ambición de crear… He hecho de todo, desde sistemas filosóficos… hasta sinfonías. Escribí mi primera novela a los ocho años. No puedo ver una hoja en blanco sin sentir ganas de escribir algo encima».

Simone de Beauvoir no era una chica corriente, pero tampoco encajada en el caos sartriano. Procedía de una familia bien, venida a menos. Había decidido valerse por sí misma. Audaz para la época, rechazaba, sin embargo, esa confusión de suciedad, libertinaje y violencia que Sartre encarnaba. Su amigo René Maheu le apodó el Castor: «Los castores -dijo- van en manadas y tienen espíritu constructivo.»
Sartre era un torbellino impresentable. Aparecía en las fiestas desnudo, le quemaba el dinero en las manos, cantaba melodías de jazz. Manifestaba despreocuparse de las apariencias cuando se dedicaba voluntariamente a transgredirlas, con la misma contumancia que Beauvoir en preparar oposiciones a cátedra para vivir su vida sin ayuda de nadie. En 1929, el tema de las oposiciones fue Libertad y contingencia. El día de los resultados del exámen escrito, Simone llegó a la Sorbona cuando Sartre salía. Sartre le comunicó: «Has aprobado». E inmediantamente añadió: «A partir de ahora me voy a encargar de ti.»

Ya no la soltó. Simone descubrió con Sartre la prodigalidad de la vida. Todo era interesante. Chalaban y se deslumbraban mutuamente. Compartían la misma pasión, «tranquila y arrebatada», hacia los libros. Sartre le decía que debía preservar a cualquier precio su amor por la libertad, su curiosidad, su voluntad de escribir. Conversando con Sartre, Simone no tardó en darse cuenta de «que, aunque su vida se prolongara hasta el fin del mundo, el tiempo le parecería demasiado corto».
Era el compañero con el que había soñado, «mi doble, el ser en quien encontraba reflejadas todas mis manías». Sarte, a sus ojos, justificaba el mundo. Entre ambos, según Sartre, acababa de nacer una relación única y su entendimiento duraría lo que ellos mismos». Era un entendimiento peculiar, abierto, no absorbente. Con su precisión habitual, Sartre había definido la situación: «Hay entre nosotros un amor necesario, pero nos conviene también conocer amores contingentes. Fieles a este principio, se concedieron total independencia. Nunca se casarían ni vivirían juntos, no formarían un hogar ni tendrían hijos. Los amigos que adoptaran bajo su protección serían su familia.
Si Sartre salía de viaje, Simone se dedicaba a esquiar o a recorrer kilómetros. A su refugio le llegaban las cartas del amigo. «Mi querido Castor», comenzaban, tras lo cual se reanudaba la conversación que habían interrumpido. Una conversación que al reencontrarse proseguían como si no la hubiesen cortado. Así, cuando Sartre la recibió en Berlín, después de un tiempo sin verse, Sartre la tomó del brazo y sus primeras palabras fueron: «Mi ego es en sí mismo un ser del mundo, igual que el ego de los demás».
Habían convenido en no mentirse ni ocultarse nada. Las Cartas al Castor son el mejor testimonio de esa comunicación imperturbable. El grueso de la correspondencia abarca los primeros años de la Segunda Guerra Mundial. Sartre había hecho la mili como meteorólogo, enchufado por Raymond Aron, y desempeñó el mismo empleo cuando le movilizaron. Asombra en esas cartas la escasísima importancia que concede al ambiente que lo rodea. Si ha de hablar de batallas, alude a la Cartuja de Parma. Porque Sartre está «inundado de amor» a Simone, pero sólo vive para la literatura: «Hay momentos en que el escribir me resulta maníaco y obstinado -dice a Simone- pero ¿qué puedo hacer?… Es contra la liquidación de la democracia… que realizo el acto de escribir. Actuando hasta el final «como si» todo fuera a restablecerse.»
Impermeable a influencias cuarteleras, escribe La edad de la razón y declara: «Le estoy dando vueltas a una idea central que por fin me permitirá suprimir el inconsciente, conciliar Heidegger con Husserl y comprender mi historicidad». Obstinado en el ejercicio literario, cuenta el vuelo de un bombardero alemán como si presenciara una película de Spielberg. Nunca parece asustado, ni siquiera cuando cae prisionero. Empieza a escribir entonces El ser y la nada. Sólo le preocupa el retraso en los permisos o la no llegada de los libros que ha pedido a Simone. Lecturas clásicas -Shakespeare, Cervantes- y las novedades editoriales francesas.
Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir hicieron de dos personas una. «Usted es yo mismo», indicó Sartre. «Eramos uno solo» explicó Beauvoir. «Existe una relación en profundidad —comenta Sarte— que en algunos momentos llega casi a crear una individualidad, un nosotros que no es el tú y yo, que es verdaderamente el «nosotros». «Logré ese nosotros con Beauvoir durante toda mi vida». Dos seres iguales y transparentes habían emprendido un proceso de ósmosis, como definió con sencillez Simone de Beauvoir. Nunca se pelearon más que por cosas fútiles. «En más de treinta años, sólo dormimos una noche desunidos» escribió Beauvoir en La fuerza de las cosas. Una conversación inacabada fue su relación. Un amigo, Boost, que comía con frecuencia con la pareja, oía a veces a través de la puerta de la habitación donde estaban Sartre y Simone unas «broncas salvajes». Boost se marchaba a dar una vuelta y cuando regresaba había cesado la discusión. Sartre y Simone continuaban el discurso.
Rompiendo las convenciones, no precisaron la gracia del sacramento matrimonial ni la creación de intereses burgueses para seguir unidos. No alteró su fidelidad sustancial la presencia de otros amores. No modificó su relación el éxito literario. Resistieron compenetrados la fama, la adversidad, los premios. «El jurado ha puesto por las nubes a un sepulturero de Occidente», dijo de Sartre Gabriel Marcel cuando le concedieron el Nobel que, nada más enterarse, rechazó. «Hemos alcanzado literalmente los límites de la abyección» exclamó François Mauriac cuando Beauvoir publicó el primer tomo de «El segundo sexo».
Tampoco los desunió la evolución ideológica respectiva. Mucho menos la enfermedad. Ya al final de su vida, aquel muchacho revoltoso y desaseado que no se recató en contar detalladamente a Simone cómo desfloró a una amiguita, perdió la vista. Era el fin del mundo para Sartre, incapaz ya de leer y escribir. Simone, entonces, le ofreció día a día sus propias fuerzas, su propia salud. Infatigablemente le cuidó y, olvidándose de sus tareas, se dedicó a grabar lo que él quería decir.
Era un acto de fraternidad químicamente puro que sólo podía disolver la desaparición de la vida. El 15 de abril de 1980, en una cama de hospital, Sartre, agonizante, tomó la muñeca de Simone de Beauvoir y le dijo sin abrir los ojos: «Te quiero mucho, mi pequeño Castor.» Le ofreció los labios y ella lo besó. Cuando murió, esa misma noche, Simone advirtió la presencia de un huésped imprevisto: la soledad. Jamás la había experimentado desde que el autor de La naúsea, el depravado Sartre le escribiera con el pudor característico de los estigmatizados por la literatura. «Tengo una solapada necesidad de usted».
