Maritxu Erlanz Mainz de Güller, llamada cariñosamente «La bruja buena de Ulía» fue una de las personas más carismáticas y notables de Donosti. Era su cercanía, su bondad, el brillo sonriente de sus ojos y sus manos lo que te atrapaba nada más conocerla. Al marchar sabías que siempre volverías…
Texto de J.Esteban Reta
No me acuerdo de qué color tenía los ojos y el pelo. Esto me duele. Eran claros los ojos, eso sí, quizás verdes. El cabello recogido y con moño, pudiera ser castaño. Esbelta, de buena estatura, poseía una enorme viveza, y una extraña penetración que imponía. «Me tiene miedo. Este me tiene miedo», solía comentar, riéndose, respecto a mí. Y era verdad. Me amedrentaba porque creía en ella. Sabía que era una bruja de verdad y que podía ver cosas que yo llevaba dentro y que ocultaba a los demás. Cuando vuelva a Donosti -pensaba con frecuencia en fechas pasadas- lo primero que voy a hacer es ir a verla. Enseguida me soltará:
—¡Qué dice el amante!
—Nada, Maritxu, después de 14 años, nada.
Entonces me dará un abrazo de esos especiales que administra para mejorar el aura, que la suelo mostrar casi siempre hecha una pena, y me colocará el ánimo al borde de la euforia.
Es lo que ocurría en otras épocas cuando yo vivía allí y la visitaba en su casa.
«Ven aquí, gorrión -pronunciaba deliberadamente «gurrión»- voy a sacar las cartas». Y me echaba las cartas y la verdad es que lo que aparecía encima de la mesa camilla no era muy allá, pero al final salía el sol. «Mira -señalaba el naipe contenta- el sol, es el sol». Luego con su hermana Victoria, nos poníamos de café negro como tontos.
Una de aquellas tardes desplegó la baraja sobre el tapete, después de los cortes que acostumbraba, y se le iluminó la cara. «Tienes un viaje. Hay una mujer. Es morena. Muy guapa. ¡Qué armonía va a haber entre vosotros dos! Y se cumplió. Vaya si se cumplió. Hasta llenárseme los ojos de estrellas, de pura felicidad, en el interior de un utilitario, por los páramos de Castilla.
Era una vasca -roncalesa- pletórica de energía y coraje. Contaba que lo suyo no se quedaba solamente en predecir el porvenir, sino que, en determinadas circunstancias, podía influir en su desarrollo en ciertas personas. Añadía que jamás había empleado estas facultades con nadie en un sentido negativo, únicamente, en algún caso excepcional, si alguien le originó un daño grave le había dejado cojo. «Sí. Ya puedes tener cuidado, gorrión», continuaba, mirándome. «Si uno me hace una canallada se queda cojo». Yo la observaba, preocupado, y ella se reía con verdaderas ganas.
Realizó el primer tarot español, que lo editó Heraclio Fournier, de Vitoria. Había asumido como lema, para presidir sus tareas un verso de Shakespeare: «Querido Horacio, hay muchos más misterios entre el cielo y la tierra que los que conoce tu humana filosofía».
Primero en su caserío del monte Ulía y más tarde en el piso de la avenida de Ategorrieta, en el transcurso de décadas, recibió a miles de personas. Grandes de la política, el dinero, el arte y la literatura, y también mucha gente de tropa, solicitaron su orientación. Si hubiera publicado todo lo que sabía, el temblor se habría dejado sentir en Europa. Ya hace bastantes años que se pasaba el tiempo declinando invitaciones a congresos, entrevistas y conferencias, aunque, a pesar de ello, aparecía de cuando en cuando en televisión o en algún otro medio. Se dedicaba a trabajar en sus grimorios -libros de magia- y seguía despertando al futuro. «Ese niño que duerme en las rodillas de los dioses».
A mí me serenaba y confortaba el pensar en Maritxu. Me decía a mí mismo: está muy lejos, pero si la necesito, la encuentro. Me echará una mano. Estoy seguro. Ya lo hizo en los peores momentos, como cuando tuve que bailar con lobos.
Ahora sí que me ha dejado cojo marchándose. Ya no me será posible apoyarme en ella. Me ha dejado cojo y con el halo oscuro manga por hombro.
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