NARRAR EN EL SIGLO XXI

BLOG LO REAL MARAVILLOSO


El desafío de narrar en el siglo XXI: el elefante y la hormiga.

Publicado el  por Volfredo


Las palabras siempre han sido frágiles. Desde que el primer sumerio garabateó signos cuneiformes en una tablilla de barro, hasta que Marcel Proust se encerró entre cortinas gruesas para escribir “En busca del tiempo perdido”, la palabra escrita ha sobrevivido como puede: acosada por las guerras, ignorada por los poderosos, combatida por el ruido de la publicidad. Hoy, en pleno siglo XXI, esa fragilidad se acentúa. No porque escaseen los escritores —hay más que nunca—, sino porque sobran los estímulos. Nunca fue tan difícil narrar y ser escuchado, y nunca fue, al mismo tiempo, tan urgente.

Lo que vivimos no es la muerte de la literatura, sino su desplazamiento. El lector ilustrado, ese que se deleitaba en la lentitud, que marcaba con lápiz pasajes de Madame Bovary o subrayaba con fervor a Cervantes, se ha vuelto una especie en peligro de extinción. En su lugar ha emergido otra criatura: el espectador disperso, adicto a las historias breves, deslumbrado por los íconos centelleantes de los “me gusta”, y con una capacidad de atención que, según estudios recientes, ya compite con la de un pez dorado. No en sentido figurado: literalmente.

En este nuevo escenario, el elefante pisa fuerte. Tiene el tamaño de un continente, el olor del dinero y el apetito insaciable de las cifras. Es YouTube, TikTok, Netflix, Spotify, Instagram… es MrBeast regalando islas y PewDiePie burlándose de sí mismo ante millones de cómplices digitales. Es, en esencia, el mercado global del entretenimiento, donde la narrativa se convierte en mercancía y el arte, en algoritmo.

¿Y quién puede competir con eso? ¿Cómo puede un humilde narrador, que aún cree en la belleza de una frase bien construida, sobrevivir entre alaridos de carátulas sensacionalistas y desafíos virales?

Este elefante no es maligno, ni mucho menos. Es simplemente eficaz. Produce contenidos concebidos para ser devorados, no digeridos. Su fortaleza es la repetición, la inmediatez, la adicción medida por segundos de atención. Cada clic cuenta. Cada segundo que un espectador no abandona el video es una victoria. No importa la verdad, la belleza o la profundidad: importa el tiempo de permanencia.

Y, sin embargo, entre tanto brillo, hay sombras. Porque, aunque el elefante arrasa, no puede amar. No puede recordar. No puede susurrar. Solo embiste.

La hormiga: un blog, un lector.

Frente a este coloso de datos y pantallas, aparece la hormiga. Frágil, modesta, minúscula. Su fuerza no está en la cantidad, sino en el contenido. No vive de viralidad, sino de la comunicación íntima. Su espacio no es una plataforma de moda, sino una trinchera. Y en esa trinchera —llamada Lo Real Maravilloso— todavía se escribe para quienes leen con la pausa de un monje medieval y el goce de un sibarita de la lengua.

La hormiga no ofrece sorteos ni acrobacias digitales. Ofrece ideas. Ofrece historia, arte, literatura. Habla de Magritte y de Caravaggio, de Lezama Lima y de Borges, de la Resurrección de Cristo como un acto simultáneo de la pintura y la carne. Escribe para un lector que tal vez no habite en TikTok, pero que aún se estremece al releer una frase de Paulo Coelho o al contemplar, en silencio, Las Meninas.

Escribir desde la hormiga es un acto de fe. Es renunciar a la popularidad para abrazar la profundidad. Es escribir sin saber si alguien llegará hasta la última palabra. Pero también es encontrar, de tanto en tanto, un lector verdadero. Uno solo. Y eso, en tiempos de ruido, es un milagro.

¿Hacia dónde va el lector moderno?

Esta serie, que hoy llamamos hilo, —iniciada con MrBeast y seguida por PewDiePie— nos ha mostrado dos modelos opuestos de comunicación: el espectáculo filantrópico y la ironía participativa. Ambos, con millones de seguidores, representan apenas la punta de un gigantesco témpano: la nueva cultura digital. Una cultura que no desprecia la narrativa, pero la trastoca. Ya no se cuenta lo profundo: se exhibe lo fugaz. No se describe: se exagera.

Sin embargo, incluso entre los seguidores de estos titanes digitales, persiste un anhelo sordo. Una nostalgia no dicha por las palabras que respiran. Muchos de esos jóvenes hiperconectados no saben aún que también pueden amar la literatura. Que hay un espacio —pequeño e íntimo— donde la inteligencia no se disfraza de sarcasmo, sino que brilla con luz propia.

Contar una historia en el siglo XXI es un acto de resistencia cultural. Es oponerse al vértigo con calma. Es preferir la metáfora al alarido, el matiz a la consigna. Es escribir sabiendo que tal vez no se obtendrá dinero, pero sí el disfrute de la literatura verdadera.

Un blog como Lo Real Maravilloso no tiene patrocinios de gaseosas internacionales, ni cámaras de alta definición, ni millones de clics por segundo. Tiene algo más escaso: una comunidad de lectores. Lectores verdaderos. Gente que, como el buen catador de vinos antiguos, saborea la palabra con lentitud, halla deleite en una digresión, se detiene en una frase como quien acaricia un cuadro.

Este blog no compite. No vocifera. No hace piruetas frente a la cámara. Pero ofrece algo que ya casi nadie ofrece: una conversación real. Una conversación que atraviesa siglos, que une a Homero con García Márquez, a Carpentier con Eco, que enlaza al lector cubano con el lector universal.

¿Y qué debe hacer el escritor frente a este panorama? ¿Callar? ¿Convertirse en influencer? ¿Abandonar la sintaxis por el chascarrillo visual?

No. El escritor debe volverse alquimista. Debe transformar la experiencia en palabra, y la palabra en asombro. Debe comprender los nuevos códigos, sin rendirse a ellos. Puede usar las redes, sí, pero no ser devorado por ellas. Puede dialogar con los nuevos formatos, pero sin mutilar la complejidad. Debe recordar que su oficio no es distraer: es sembrar ideas.

Y en esa labor silenciosa, casi artesanal, puede que halle lectores. Pocos, sí. Pero fieles. Lectores que llegan por curiosidad y se quedan por el atractivo de una entrada de 1200 palabras a un cortometraje de 12 segundos. Lectores que aman los buenos libros, las buenas pinturas, las buenas historias.

Tal vez el elefante lo consuma todo. Tal vez las máquinas escriban novelas que simulan llorar. Tal vez los jóvenes ya no lean nada que no venga con emoticonos y sonido de notificación. Pero también es posible —y aquí la esperanza— que, en medio del bullicio, alguien escuche una voz tenue, una historia bien contada, un texto publicado en un blog sin anuncios, y diga: “Esto es lo que buscaba”.

Si eso ocurre, aunque sea una sola vez, habrá valido la pena.

Porque narrar, al fin y al cabo, no es ganar una carrera. Es encender una luz.

Y mientras exista Lo Real Maravilloso, esa luz será nuestro interés primordial, mantenerla viva.

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4 comentarios sobre “NARRAR EN EL SIGLO XXI

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