AGUA DE LLUVIA


La presencia de la carta sobre el piano de cola negro me resultaba obscena.

Suponía que también podría serlo para alguien que entrase en el salón y la viera allí encima día tras día, y se preguntara el motivo por el cual yo no la hubiera abierto todavía.

No me reconozco en esta casa, a pesar de que llevo seis meses en ella. No he cambiado nada. No me hace falta. Tía Gabriela tenía mucho estilo. Me gusta la decoración elegante y sencilla de colores neutros, podría decirse que minimalista. Apenas unos pocos muebles antiguos auxiliares y altas cortinas de seda salvaje. Ya no está tía Gabriela, y siento que sigue aquí, a mi lado, aunque yo no la vea. He llegado hasta aquí gracias a ella.

Nací en un grupo familiar, una comuna; crecí rodeada de alegría y música y muchos niños a los que consideraba mis hermanos. Reconocía a mi madre, las demás personas que vivían allí eran mis tíos. Ella muchas veces lloraba, entonces yo la abrazaba y eso la aliviaba. Sonreía de una manera muy triste. No había alegría en sus ojos, su mirada era gris a pesar de que le gustaba cantar. Yo pasaba muchas temporadas viviendo con tía Gabriela, a veces en esta misma casa, otras en su casa de la ciudad. De una familia de diez hijos, tía Gabriela era la mayor, y mi padre había sido el séptimo. Especialmente ellos dos tuvieron una relación muy cercana y, de hecho, a tía Gabriela le encomendaron mi protección cuando a mi padre le ingresaron en un centro de rehabilitación. Después de aquello nunca se recuperó y murió de una sobredosis a los pocos meses. Tampoco volví a ver a mamá.

Estuve interna en lo más parecido a un convento de clausura del que solo podía salir los sábados por la mañana acompañada de una tutora. La mía era la señorita Úrsula, una mujer con un denso flequillo negro que le tapaba los ojos y que daba a su cara un aspecto de perro rottweiler atacando. Era imposible ser feliz así. Muchos sábados renuncié a salir por no verme con ella. Me quedaba en mi cárcel diminuta, sentada en el camastro, mirando por la exigua ventana de cristal sucio que había en lo alto, desde la que únicamente podía ver las nubes o el cielo de color gris oscuro. Se me permitía recibir visitas, aunque la única que solía tener era la de tía Gabriela, que venía de vez en cuando a traerme libros y galletas. Cuando ella llegaba yo notaba un escalofrío que me dejaba el alma helada y la voz se me quedaba atrapada en la garganta, aunque sabía que, para entendernos, no nos hacían falta palabras.

¿Que, cómo pude sobrevivir a aquello?

Tía Gabriela era una mujer menuda, sencilla, briosa, celosa de su independencia y aventurera. En cierto momento de su vida decidió dejar de viajar para instalarse definitivamente con su perra Hannah y sus caballos en esta casa. No había tenido hijos y yo me había convertido en su protegida.

Le atendían dos personas: Helga, una mujer ucraniana, fuerte y grande como un hombre, resolutiva pero discreta, que llevaba años trabajando para ella y se ocupaba de la organización de la casa y de la cocina. Y Damián, un hombre del pueblo que había sido marino mercante y, aunque se había retirado de la mar a los cincuenta años, había decidido seguir trabajando en tierra. Era fuerte, de aspecto atlético, muy simpático y dicharachero; muy cariñoso conmigo. Se ocupaba de los animales y el campo, pero también de las atenciones personales que mi tía necesitaba; era su mayordomo, su chofer y su consultor. Tía Gabriela nunca negó que también fuera su amante.

Él fue quien recogió el certificado que trajo un empleado de correos, y el que firmó en mi nombre haberlo recibido, porque yo no estaba en casa. —No sé si yo lo hubiera aceptado entonces; lo dudo.

El remitente estaba claro. Pero yo pretendía ignorar cualquier noticia relacionada con él. Cuando me lo entregó Damián, lo recogí con cierto fastidio, y no me detuve a leer el texto que contenía. Por no tirarlo a la basura delante de él, dejé el sobre con displicencia sobre el piano.

Aunque trataba de desentenderme de aquel sobre, cada vez que entraba al salón no podía evitar desviar mi mirada al rincón del piano. No era fácil porque el espacio destinado a aquel piano de cola ocupaba la mitad del salón en la planta baja de la casa. Allí estaba el sobre encima de la tapa cerrada del teclado. Me partía el corazón verlo allí, abandonado. Me recordaba a él, y yo me negaba. Me había costado años liberarme del recuerdo de su imagen, o del tono de su voz, con aquella firme delicadeza con la que me había enamorado. Y, de repente, aquella carta. Me encontraba incómoda con ella en casa, como si necesitara una justificación para no leerla y deshacerme de ella; quemarla. Pero no lo hacía.

Habíamos mantenido una íntima relación epistolar, y entonces, apreciaba sus galanterías, pero ahora que el sentimiento amoroso había desaparecido, sus escritos me sonaban a pedantería. Podía imaginarme su discurso, seguramente apasionado y trasnochado, los trazos de su escritura dibujados con exquisita caligrafía sobre un papel de textura especial, la perfección de su ortografía y sintaxis. Todo ello, y cada letra de mi nombre dibujada con ampulosidad, me producía, decididamente, rechazo.

Porque aquello había sido cuando éramos adolescentes. Se celebraban las fiestas y llegaban de los pueblos cercanos chicos y chicas hasta la casa de tía Gabriela a buscarme. Venían ataviados con vestidos vistosos y sombreros de flores y cintas de colores que venteaba el aire mientras cantábamos y bailábamos al ritmo que marcaba la banda de música de la facultad. 

—¡Era otro tiempo!

Recuerdo que en el gran salón no cabía ni un alma más. El porche lo ocupaba el rumor de la charla desenfadada de todos los amigos que pasábamos las vacaciones en el pueblo; era una alegría con olor a lavanda y a limón de las primeras tardes de verano cuando el sol, como un audaz pintor, viraba su luz hacia colores rojizos y dorados. El azul oscuro del cielo borraba cualquier vestigio del día y se fundía en el horizonte con la noche. Entonces nos recogíamos en el salón, junto a la chimenea encendida. Eran momentos de charla o lectura, fumábamos y bebíamos y nos dejábamos invadir por un ambiente cargado de fragancias dulces, de hierbas, de licor y del humo del tabaco. Cuando ya tía Gabriela y sus amigos se retiraban, la música y el alcohol llenaban nuestras últimas horas de abandono sobre los sofás con el efecto piadoso de una rara ensoñación erótica. 

Los ventanales, por un lado dan a la cúpula de color rojo oscuro de la iglesia y, por otro, a los campos que en esta época aparecen apretados por la floración de los frutales; almendros y melocotoneros en hileras, perfectamente definidas en la lejanía, entre el verde brillante de la hierba.

Me gusta adornar el interior con pequeños motivos de ramas y flores frescas del jardín. Es un ritual rociar los pétalos con agua de lluvia a esa hora de la mañana cuando reciben los primeros rayos de sol atravesando las ventanas. Hoy me sorprende el reflejo de mi propia imagen en los cristales. Pienso en él mientras arreglo las flores. Agua de lluvia, así tituló un poema que me dedicó entonces. Vuelve el recuerdo y hace estragos en mí, no puedo evitarlo, después de todos estos años. Y siento una especie de latigazo de deseo inconfesable; un escalofrío que inconscientemente me impulsa a humedecerme los labios con la lengua lentamente, como cuando se acercaba a mí jugando, con sus ojos entrecerrados y me arrebataba en su abrazo con una pasión que violentaba su carne. El agua de lluvia en el vértice vibrante del «Adagio for Strings» de Barber, y el resplandor de la luz del jardín filtrándose como polvo de mármol sobre las alfombras deshilachadas.

Debo de estar soñando. Quizás necesito tranquilizarme. Abro la ventana. Una bocanada de viento fresco llega como un aura de salvación que revoluciona los periódicos y la carta. Me dejo invadir por el intenso aroma de lavanda que cubre los campos. Veo que se acerca Damián que vuelve de las caballerizas con aire preocupado. Las noticias son alarmantes, la borrasca tan temida parece que llega a la zona y se mantendrá durante la próxima semana, bajarán las temperaturas y habrá vientos fuertes y grandes nevadas. Pongo la radio que repite insistente la noticia. La borrasca parece que está entrando en el valle.

—Habrá que prepararse para permanecer a cobijo hasta que pase la alarma— dice Damián sacudiéndose el polvo y la paja de la zamarra y limpiándose la suela de las botas en el felpudo antes de entrar en la casa. Me avisa de que se irá con Helga al pueblo a buscar lo necesario para sobrevivir los días de posible confinamiento.

Me he quedado sola. Observo la fina cuchilla del abrecartas. Abro el sobre, dispuesta a leer la carta. Un fuerte golpe de ventisca en la ventana que se ha quedado entreabierta me interrumpe y hace que me levante para cerrarla. Se me caen al suelo los periódicos y la carta que sostenía sobre mis rodillas. Un estremecimiento me recorre el cuerpo. Ha llegado de repente el frío. La niebla, como un velo, va ocultando el paisaje. Arrecia, y la lluvia golpea sin compasión en las ventanas. Los cristales parecen volverse líquidos. Apenas puedo distinguir nada más que oscuridad en el exterior. Damián y Helga están tardando.

Un coche gris avanza por el empedrado, cruzando el jardín, despacio…


Publicado originalmente en 2020
@mjberistain

8 comentarios sobre “AGUA DE LLUVIA

  1. Estupendo relato. Me gusta ese final abierto, y que la imaginación imagine.
    Por cierto, ¿ te importaría que copiara alguna de tus magníficas acuarelas para ilustrar alguno de mis post? haciendo alusión a la autora de la obra y su blog, por supuesto.
    Todas son geniales paro una que ilustra el post «Hay una sombra en el lienzo» me encantó.
    Bueno, me dices.
    Disfruta el finde. Abrazo grande.

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  2. Hola, María Jesús, Gracias por compartir este cuento que me ha gustado mucho. Está lleno de matices relacionados con tu recuerdo del pasado, real o inventado, o al menos son vivencias que haces propias en el relato escrito en primera persona. Me ha gustado mucho. Tanto la forma como el fondo, es una historia que te engancha te hace sospechar, te intriga y llegas por supuesto al final con interés, mucho interés. Agradezco mucho que nos hagas partícipes de tu gran talento.

    Te mando mi abrazo.

    Me gusta

    1. Bueno Julie, dices mucho… no sé si mi escritura lo merece, aunque viniendo de tí, me emociona. Mis textos son cuentos «casi reales» de vivencias propias, algunas, o de otr@s…, desenfocadas, retorcidas o inventadas. También aparecen sueños, ilusiones, frustraciones, ya sabes, la vida misma… Me gusta moverme entre líneas como en el mar una barca a la deriva. Desconozco los caminos por los que me llevará la primera frase, mucho menos el final. Muchas gracias por tus palabras. Me alegra que las disfrutes. Un fuerte abrazo

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  3. Hola, María Jesús, Gracias por compartir este cuento que me ha gustado mucho. Está lleno de matices relacionados con tu recuerdo del pasado, real o inventado, o al menos son vivencias que haces propias en el relato escrito en primera persona. Me ha gustado mucho. Tanto la forma como el fondo, es una historia que te engancha te hace sospechar, te intriga y llegas por supuesto al final con interés, mucho interés. Agradezco mucho que nos hagas partícipes de tu gran talento.

    Te mando mi abrazo.

    Julie

    https://eltiempohabitado.blog/ http://elpoemaysuimagen.blogspot.com/ https://magiasdemexico-julie.blogspot.com/ https://wordpress.com/view/myeltiempohabitado.wordpress.com

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    1. Bueno Julie, dices mucho… no sé si mi escritura lo merece, aunque viniendo de tí, me emociona. Mis textos son cuentos «casi reales» de vivencias propias, algunas, o de otr@s…, desenfocadas, retorcidas o inventadas. También aparecen sueños, ilusiones, frustraciones, ya sabes, la vida misma… Me gusta moverme entre líneas como en el mar una barca a la deriva. Desconozco los caminos por los que me llevará la primera frase, mucho menos el final. Muchas gracias por tus palabras. Me alegra que las disfrutes. Un fuerte abrazo

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