CONTRADICCIONES


En contra de sus principios, atendió a una llamada de número desconocido en el móvil.

El camarero les propuso aquel día probar un nuevo vermut; un vermut especial, de autor. Aceptaron. Aunque ella hacía unas pocas semanas había decidido dejar de beber alcohol, no hizo un problema de saltarse su propia norma. Disfrutaron ambos de la compañía del otro, y del brebaje oscuro de fuerte sabor a cereza amarga.

Vivía como un reto la aventura que en cada encuentro la situaba al borde de un abismo al que, en principio, no estaba dispuesta a ceder. Exploraba sensaciones; descubría rincones de su ser a los que nunca hasta entonces había prestado atención. Había acumulado una cierta seguridad en sí misma y, francamente, no temía al resultado en el caso de que resultara adverso; en el fondo, Goya lo deseaba. Las propias contradicciones, como jurados de una pugna inquietante, jugaban un papel fundamental en su vida. Se miraba en los espejos, se ponía en jarras frente a ellos con las cejas y los morros fruncidos, en situación de reproche, otras veces se dejaba mecer, sin oponer resistencia, por la dulce sensación de ser admirada por alguien como él. Las diferencias de cultura que ella sentía manifestarse en sus conversaciones se salvaban gracias al carisma y la elegancia del hombre. Sin embargo, ella no cejaba; se resistía por orgullo, aunque reconociera que su relación podría permitirle avanzar en su crecimiento personal e intelectual, más rápidamente de lo que podría de hacerlo por ella misma.

Hacía más de tres años desde que un amigo común les había presentado. Una larga e interesante entrevista. Después, nada. La información, propuestas y facilidades que le ofreció para que se incorporara al círculo de actividades culturales de la ciudad, quedaron archivadas. Algo hubo en su forma de ser, de expresarse, algo en la contundencia de su discurso que, aun pasado un tiempo del encuentro, solo el recuerdo le resultaba inquietante, como una alarma encendida en la noche a la que no tenía el valor de enfrentarse.

A la terraza exterior llegaban, desde el fondo del local, notas sueltas de una música que Janos conocía bien. Había apoyado su guitarra cuidadosamente en una silla a su lado. Era media tarde. El sol se deslizaba perezoso por encima de los tejados de los edificios próximos. Estaba incómodo. Le crispaba no poder disfrutar de la melodía completa que se atascaba cada vez que alguien entraba o salía por la puerta del bar. Intentaba concentrarse en la lectura, lápiz en mano, pero los acelerones del tráfico en el semáforo de aquella esquina y el tono altísimo de las voces de los clientes a su alrededor se lo impedían. Estaba claro que no conseguiría llegar a tiempo a entregar su manuscrito a la editorial antes de que finalizara el día espantoso que ya le estaba minando la moral. Sin embargo, no se movió del lugar, era uno de sus preferidos. Los magnolios estaban cargados y su sombra era el rincón más agradable en días en los que el bochorno invadía los cuerpos. Además, había sido el mayor éxito del día; conseguir allí una mesa disponible. Fue entonces cuando se percató de la presencia de la pareja en la mesa de al lado que, a partir de ese momento, se convirtió en el centro de su atención. Difícil evitar mirar a la mujer, discretamente; aquellas manos cargadas de fuerza y expresividad que jugueteaban con dulzura, a veces con su pelo, otras con un pequeño plástico transparente. Observaba cómo su mirada brillante, quizá por el efecto del vermut, se camuflaba bajo sus párpados en momentos de picardía o de rubor, y se acordó de lo mal que había dormido esa noche. Su cuerpo reventado por las violentas vueltas que no encontraban alivio para la herida de su corazón maltrecho. La huida de su novia, que había desaparecido de su vida inesperadamente, había dejado sobre la cama común un reguero de contradicciones en su mente y un pequeño ramo de flores tristes acompañadas de una nota: «no me busques» anunciando su cruel despedida.

Pasaban los autobuses delante del bar cada cinco minutos. Rojos como el color del calor que se desprendía de los neumáticos al parar, como el color de la fachada descascarillada del bar. Por supuesto que ella conversaba. Aunque era el hombre quien, llevado por la experiencia y habilidad que le presuponía con las mujeres, sobre la mesa de juego proponía temas diversos, salpicados de ocurrentes anécdotas; palabras que nada tenían que ver con el centro secreto de su cita, pensaba Janos. Parecían adolescentes, había momentos en los que ella, con el vaso de vermut en la mano, hacía sonar los trozos de hielo casi licuados, y reía nerviosa cuando percibía la leve maldad de las palabras que la inquietaban. Ella notaba que quizá el vermut la estuviera emborrachando.

Desnuda en el centro de la habitación, se quedó comprobando si la estancia o los muebles daban vueltas a su alrededor. Repentinamente, se sintió sola.

Cada vez estaba más convencido de que aquel empezaba a ser el mejor día de su vida. Una nueva oportunidad para dedicarse a lo que realmente le interesaba; escribir. Quizá lo había descubierto muy tarde, después de pasar años peleándose con su novia que lo esperaba cada atardecer sentada en la cama, llena de languidez, acusándolo de no prestarle atención, y él, sin poder reprimirse, vociferando, amenazándola con que se marcharía a un lugar en el que pudiera concentrarse porque se sentía coartado por ella, por sus caricias y cuidados, interrumpido, cada vez que tenía una nueva idea y ella le impedía desarrollarla. Se levantó de repente, cogió la gran caja negra que contenía su guitarra y la cargó como pudo en la moto para perseguir a la bicicleta en la que se había subido la mujer del vermut, y no le importó saber a dónde lo llevaría. Se había levantado viento y agradeció que una bocanada de viento fresco lo estremeciera.


Texto y fotografía@mjberistain

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