Imagen: Alicia D’Amico
Borges, el escriba (‘Poesía completa’)
Hay raras ocasiones en la historia de la literatura, en la historia de esta rara, cotidiana magia de símbolos, en que uno de sus intérpretes logra no equivocar jamás la melodía. Existen, sin embargo, para nuestra gratitud estupefacta, esos escribas. De alguna forma incomprensible (incomprensible) son capaces de enhebrar símbolo a símbolo, página tras página y sin errar, una música secreta en la que cupiera el Universo; una canción interminable que fuera muchas y una sola… Y algo que fuera apenas, también, el silbido de un ciego a la sombra silente de algún patio. Un ciego derruido y gigantesco en el crepúsculo, símbolo ya sólo de sí mismo, sonriendo lento y cómplice a ese Dios que, “con magnífica ironía”, le otorgó al mismo tiempo “los libros y la noche”.
Jorge Luis Borges dijo alguna vez, a cuenta de otro bromista genial, Gilbert Chesterton, que “no hay una página suya que no nos depare alguna felicidad”. Bien: no hay una sola página, un solo verso en la Poesía completa de Jorge Luis Borges, que no nos depare alguna o varias felicidades, que no nos regale generosamente una grieta, una abertura por la que mirar un Cosmos que resulta ser un espejo que resulta ser el rostro de quien lee, esfumado ya Borges, el escriba (ese infinito avatar que llamamos Borges), de entre ese rostro y ese espejo: como una carcajada feliz desvaneciéndose.
Hemos dicho traductor, hemos dicho escriba; porque, sí: el artista radical, no el prestidigitador de feria, se sabe apenas un traductor menesteroso entre ciertas voces, que no son suyas, y el silencio. El poeta apenas inventa nada: “La poesía no es menos misteriosa que otros elementos del orbe. Tal o cual verso afortunado no puede envanecernos, porque es don del Azar o del Espíritu…”, defiende en el prólogo de Elogio de la sombra (1969). Esta convicción del artista como auditor más o menos frecuente del otro lado de la realidad tangible hace torcer el gesto a muchos, y enarbolar sonrisitas cínicas a otros: sus ‘megustas’ en Facebook y sus prosías al gin-tonic y la nada se lo paguen. Borges nunca dio clases para el parvulario. Pero siquiera un verdadero niño, concreto como es, libre y limpio de dogmas respecto a lo que es la vida que se respira y siente y toca, puede intuir (de manera absolutamente empírica) que una obra que no trate de hacer oído de alguna forma hacia el misterio (hacia el misterio doméstico de estar vivo, sin ir más lejos) es una obra muerta. “…Pero toda poesía es misteriosa; nadie sabe del todo lo que le ha sido dado escribir. La triste mitología de nuestro tiempo habla de la subconsciencia (…) los griegos invocaban la musa, los hebreos el Espíritu Santo; el sentido es el mismo”, remata el prólogo a la entera compilación, redactado poco antes de morir.
POESIA COMPLETA-JORGE LUIS BORGES
“El escritor (…) debe ser leal a su imaginación y no a las meras circunstancias efímeras de una supuesta ‘realidad’. La palabra habría sido en el principio un símbolo mágico, que la usura del tiempo desgastaría. La misión del poeta sería restituir a la palabra, siquiera de un modo parcial, su primitiva y ahora oculta virtud. Dos deberes tendría todo verso: comunicar un hecho preciso y tocarnos físicamente, como la cercanía del mar”, insiste en el introito a La rosa profunda (1975). Comunicar un hecho preciso; tocarnos físicamente. Su compatriota Alejandra Pizarnik –una de las más altas embajadoras del misterio del idioma castellano, mucho más joven que Borges pero dimitida de esta vida antes que él– le entrevistó en una ocasión y consignó después, en algún lugar de sus diarios, el trastorno que le causó la implacable precisión de Borges a la hora de bautizar la realidad: “Terror que me usurpa toda el alma”, le oyó decir, por ejemplo. Y ella no pudo desprenderse de esa frase, como del eco de un campanazo.
Los ojos del sueño
Éste, éste es el temblor continuo en Borges, sea por el eco y la textura física del verso o por el peso subyugante de la historia (increíblemente precisa) que narra: Borges siempre narra algo, y siempre parece estar fundando el mundo en cada verso. Pero no con los ojos del día, sino con los ojos ciegos (no es un chiste) que tocan sin ver las certezas del sueño. Se tiene con Borges, con la poesía de Borges (pero hasta sus relatos colosales no son más que poemas que transigen a otro ritmo y otra longitud para poder contarse bien), se tiene, con una abrumadora mayoría de estos poemas, la sensación alerta de tantear con los ojos del sueño una verdad que no deja nunca de decirse, y que jamás terminará de revelarse del todo. (En los claroscuros, la detonación de los contrarios, la conciliación de los polos, el Todo que es Nada y vuelve a serlo todo, sabe siempre Borges encontrar su melodía: como todos los sabios desde, al menos, Lao Tse).
La palabra sueño cifra el álgebra toda de Borges. La intuición de que la realidad que percibimos no es sino otra capa más del laberinto inextricable de la vida (de la Vida en toda su inabarcable Vastedad); hasta la certidumbre indemostrable, pero irreparable, de que el Tiempo es un sueño y de que ese Sueño es la medida que el Tiempo usa para vivirnos. El sueño es otro laberinto de Borges, y la vida la escalera de niebla que nos va llevando de una a otra estancia de la biblioteca, sin cesar, sin principio ni final, siendo uno y todos al mismo tiempo, pues todos los hombres serían todos los hombres alguna vez. El Tiempo nos está soñando, y nosotros soñándolo a él: “…Sentir que la vigilia es otro sueño / que sueña no soñar y que la muerte / que teme nuestra carne es esa muerte / de cada noche, que se llama sueño… [de modo que sólo queda] …convertir el ultraje de los años / en una música, un rumor y un símbolo”.
Ya desde su primerísimo libro, Fervor de Buenos Aires (1923), esa intimidad silente, el diálogo secreto con una ciudad que existe y no existe a la vez, pues la sueña al vivirla y viceversa. No deja de ser exótico que un poeta dedique sus primeros libros al amor a una ciudad, y no al de una mujer, al de un hombre, al de sus muertos o sus fantasmas más testarudos; y bien: es que su cosmogonía no le deja ni desde los veintitantos años ceñirse sólo a un aspecto del mandala de su vida, del ajedrez que ya va entretejiendo su memoria y su anhelo. De modo que Buenos Aires es ya, desde el principio, el lugar del Aleph en que ver todo su Tiempo junto: “No nos une el amor sino el espanto; / será por eso que la quiero tanto”, escribiría mucho después, en espiral siempre hacia el origen.
Los temas, los temas en Borges: “fantasmas hambrientos”, precisó él mismo (implacable) en alguna ocasión. Los espectros insaciables de Borges serán, ya lo hemos dicho, por encima de todo y de todos, el sueño y el tiempo, el Tiempo y el Sueño; la conjetura cósmica. Los laberintos y los patios, el tigre y el ajedrez, los crepúsculos y Buenos Aires, el Norte y las espadas, la música y los heterónimos no son sino hermosos arabescos que remiten una y otra vez a ese mismo único asunto, que es también, a qué decirlo, el asunto único de todos nosotros, los invitados a este festival de humilde trascendencia que es la obra entera de Borges. Rara vez un escriba así, dijimos al principio: rara vez, también, un artista que sepa armonizar de tal forma el sutil equilibrio entre la erudición y la emoción, la conjetura y la aventura; ése del que depende hacer al lector un cómplice insobornable, y no un mero espectador maravillado o abrumado o confundido por trucos que en realidad ni le tocan ni se notan ni traspasan.
Él solo es una “vasta literatura”, como dijera él mismo sobre Quevedo. Y de Quevedo heredó Borges cierto oído, cierto ritmo y ciertas notas. El argentino fue –es– un sonetista magnífico, muy astuto a la hora de desarrollar sus temas con una resonancia que remite frecuentemente, de manera subterránea, a nuestro siglo llamado de Oro; habiéndose escrito ayer, resulta antiguo, y siendo antiguo resulta atemporal: Quevedo ahí al fondo, de forma tenaz, cuando dicta por ejemplo que “Sólo una cosa no hay. Es el olvido. / Dios, que salva el metal, salva la escoria / y cifra en Su profética memoria / las lunas que serán y las que han sido…”. “…sé que en la eternidad perdura y arde / lo mucho y lo precioso que he perdido: / esa fragua, esa luna y esa tarde”.
Un oído proverbial para verter en cada poema, como en un cántaro, el cántico que escucha. Discípulo de Quevedo, pero también del abuelo Walt Whitman y su verso libre, o mejor dicho verso desatado, interminable como los ríos de América.
“Es el amor. Tendré que ocultarme o que huir.
Crecen los muros de su cárcel, como en un sueño atroz. La hermosa máscara ha cambiado, pero como siempre es la única. ¿De qué me servirán mis talismanes: el ejercicio de las letras, la vaga erudición…
(…) Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo.
Ya el cántaro se quiebra sobre la fuente, ya el hombre se levanta a la voz del ave, ya se han oscurecido los que miran por las ventanas, pero la sombra no ha traído la paz.
Es, ya lo sé, el amor: la ansiedad y el alivio de oír tu voz, la espera y la memoria, el horror de vivir en lo sucesivo…
(El amenazado, de ‘El oro de los tigres’)
‘En las grietas’
En el prólogo a La cifra, ya en 1981 [sólo con sus prólogos, con un puñado de frases, se podría dictar una cátedra sobre cómo escribir poesía, o sobre cómo no escribirla] finge confesar su incapacidad para “la curiosa metáfora”. Finge, porque él mejor que nadie supo alguna vez qué es una metáfora y cómo funciona esa orfebrería. Pero entendemos lo que quiere decir: en muchas ocasiones no es una metáfora al uso lo que hace: es una declaración, una testificación, un señalar a la pared blanca para informar de que es efectivamente blanca, y no una manera de remedar el blanco; lo más cercano a descifrar el enigma. Es verdad, no son metáforas; son visiones fulgurantes que sin llegar a compararse con nada son exactas como un número: son descubrimientos. Lo que hay entre “los dos crepúsculos” (el alba y el ocaso) es una servidumbre; “la silenciosa amistad de la luna” no es un juego de palabras, es una ley o un anhelo de todos. Y así: “las pequeñas magias del miedo” (porque el miedo engaña siempre), “la ignorante aurora” (pues siempre es inocente, la aurora, de lo que sucedió ayer), “el olvido, que es el modo más pobre del misterio”; “la lluvia… una cosa / que sin duda sucede en el pasado”… y hasta el gato, habitante de un Tiempo propio: “el dueño / de un ámbito cerrado como un sueño”.
Descreía de escuelas, de corrientes, de clasificaciones literarias (“artificios didácticos”), pero su poética es diáfana. La existencia le susurra en sueños su caligrafía encriptada, y la visión no es la visión sino el símbolo de lo que se oculta detrás. Es un oráculo, y al mismo tiempo sólo un ciego mirando sin ver las estrellas: como todos los hombres, pero sintiendo la palpitación sagrada, el secreto vínculo, la reunión. Son las sagradas escrituras de cualquiera de nosotros, que podemos ser (acaso fuimos, seremos) Alonso Quijano sabiéndose soñado por un soldado pobre y manco, Boabdil despidiéndose de la tarde de la Alhambra, y la Alhambra misma, el guerrero remoto del norte y de la bruma, Sherezade y su relato infinito, y aquel que algún día desfallecerá en el amor imposible de Matilde Urbach. Es una voz adormecida susurrándonos que, pues todo morirá, todo vivirá siempre, y todo lo que tanto importa no importa nada. Algunos verán con horror esta serenidad; otros, la más limpia redención ante un universo que no necesitamos entender, a la postre, para sabernos parte gozosa y trágica de la trama incognoscible:
Para una versión del I-Ching
El porvenir es tan irrevocable
como el rígido ayer. No hay una cosa
que no sea una letra silenciosa
de la eterna escritura indescifrable
cuyo libro es el tiempo. Quien se aleja
de su casa ya ha vuelto. Nuestra vida
es la senda futura y recorrida.
Nada nos dice adiós. Nada nos deja.
No te rindas. La ergástula es oscura,
la firme trama es de incesante hierro,
pero en algún recodo de tu encierro
puede haber un descuido, una hendidura.
El camino es fatal como la flecha
pero en las grietas está Dios, que acecha.
Por Miguel A. Ortega Lucas