El Ártico

La línea invisible que separa en el mar de Noruega el círculo polar ártico está señalada en tierra por un pequeño poste que sostiene una tabla de madera con una inscripción y una exigua bandera apenas perceptible desde el barco. Lo recuerdo como si fuera este mismo momento, mis madres Ulma y Louise abrazándome en el medio de sus cuerpos señalándome el cruce al Ártico, subida yo a un peldaño del casco del barco al que no me dejaban subir sola. Vuelvo a recordarlo con añoranza de momentos vividos cuando aún no sabía apreciarlo. Me consuela a veces, cuando hablo con mis amigos, el saber que esta sensación la hemos vivido todos de una u otra manera. Solo nos damos cuenta de la suerte que hemos tenido cuando ello se ha convertido nada más que en un precioso recuerdo.

—¿Alguna vez te has parado a oler la nieve?

Se había dado la vuelta repentinamente lo que provocó que yo que iba mirando al suelo —lejos en mis ensoñaciones siguiendo sus pasos— casi me topara con él causando un desequilibrio del que nos salvamos gracias a los bastones que hacía tan solo unos días había decidido que teníamos que llevar en nuestras excursiones por la montaña. Acepté más por él que por mí, aunque más tarde entendí que eran de gran ayuda en determinadas situaciones.

Ya he dicho que yo seguía sus pasos. Y eran días de felicidad compartida. Él había vuelto a ser aquel profesor al que le apasionaba organizar viajes y excursiones y rodearse de gente que tuviera curiosidad por la naturaleza o la historia de su país. Entonces, que tenía más tiempo disponible, se pasaba las tardes estudiando planos y libros de historia, de biología, tomando apuntes en folios que llenaba con una letra desordenada y difícil de descifrar para cualquier otro ser humano que no fuera él mismo. Me daba mucha paz mirarlo desde el salón, la puerta de su despacho acostumbraba a dejarla entreabierta porque decía que así me sentía cerca. Algunas veces me pedía que revisara sus borradores manuscritos antes de pasarlos al ordenador.  Aquello me llenaba de una sensación íntima de felicidad, aunque me costaba deducir el significado de determinados garabatos y signos en los márgenes o entre las líneas de aquellas páginas y tenía que recurrir irremediablemente a él para darles sentido. Él sonreía condescendiente y yo me arrimaba a su costado mientras él besaba mis ojos. Eran unos segundos de plenitud. Descubrí que aquél era el sentido de mi vida.

Tiré los palos al suelo. Me agaché e hice una bola de nieve con mis manos enguantadas y me las acerqué a la cara como para oler la nieve.

—¿A qué huele la nieve? —Dime, Profesor, ¿a qué huele la nieve? y se la pasé por la cara empujándole con mi cuerpo hasta que perdió el equilibrio y terminamos los dos en el suelo nevado entre quejas y risas.

Hubo un tiempo, sin embargo, que me marché de Bergen. Trabajé en el centro de Oslo, en un amplio local en la zona del puerto, franquicia de una de las firmas internacionales más lujosas de ropa de caballero. Tenía cinco empleados y personalmente me ocupaba de la dirección y gestión de la propia franquicia, así como de trámites con la casa matriz. Viajaba y disfrutaba de la relación social que aquel estatus me aportaba. La idea había sido, cómo no, de mi amigo Enric que era emprendedor por naturaleza y hombre de negocios quien me había animado a salir de mi estado de inquietud permanente. Aunque yo amaba profundamente a Nathan, trataba de evitar una relación de dependencia por parte de los dos.  Ello no impedía que compartiéramos muchos momentos divertidos, interesantes y entrañables. Enric y yo fuimos socios durante un tiempo largo, además de amigos.

El accidente de avioneta de Nathan fue lo que hizo que se abortaran todos mis planes de futuro. Decidí que me ocuparía de él. En aquellos momentos el no pudo opinar sobre la cuestión.

Todavía había luz afuera, hacía frío y el edredón nos cubría a los dos escasamente. Me lamenté de su tamaño, lo que hizo que —a regañadientes, con aquella sorna que me descolocaba siempre de mis posiciones de verticalidad en la vida— me apretara hacia él para ofrecerme la cálida acogida de su abrazo. ¡Tantas veces había soñado con momentos como éstos!

— Ya veo que no pensaste en volver a compartir tu cama.

Me quedé recogida en posición fetal a su lado sin pretender dar ni un paso más. El yacía boca arriba leyendo lo que parecía ser un guion, a juzgar por el esquema de sus páginas, aunque yo no alcanzaba a leer su contenido. Parecía realmente interesado porque además me había pedido unos minutos de silencio para terminarlo. Yo contaba las hojas que le quedaban entre los dedos de su mano izquierda tres, dos… y sin poder reprimirme desplegué mi cuerpo y me abracé a él que soltó los papeles como pájaros espantados que miraban desde el aire cómo nosotros enredados también caíamos a trompicones de la cama y nos rendíamos en la alfombra.

—¿Volarás conmigo? —preguntó más tarde, cuando el latido salvaje de nuestros corazones había cedido y dormitábamos uno junto al otro.

Había un brillo en sus ojos que yo desconocía hasta aquel momento. Imaginé entonces que ya nunca más lloraríamos juntos, quizás habíamos cruzado la fina línea del miedo a la culpa y nos habíamos tropezado inevitablemente con la pasión, tan cercana, y tan esquiva a la vez. Agotados nos abrazamos como si aquel momento formara parte de una despedida, más que de un deseado primer encuentro.

Sonaron las notas de un carrillón a lo lejos.

—Tendremos que cenar algo —dijo Nathan dándome unas suaves palmadas en la espalda.

No quería moverme de allí, podía sentir el fluir lento de nuestras sangres hermanadas. Me había desarmado su entrega y aquella luz que se acababa de encender en su mirada limpia y solícita, agradecida.

Intenté salir de la situación de alguna manera con levedad. Aceptando su idea pregunté:

—¿Has dicho volar en serio?

—Nunca te había visto tan preciosa. Esa sonrisa relajada por fin en tu boca, y tu vestido nuevo revoloteando por mi alfombra…

Todavía no había amanecido y apenas circulaban vehículos por la ciudad. Nathan había quedado con su amigo Joe —el profesor Williams— en el puerto, junto al museo Norway Fisheries para pasar el día juntos. Se conocían desde hacía muchos años y ahora que Joe se encontraba en Bergen dando unas conferencias sobre el cambio climático iban a aprovechar para disfrutar de alguna actividad juntos. Convinieron en contratar una excursión de día en hidroavión. Sobrevolar el cielo noruego despegando desde el mar tenía que ser una experiencia emocionante. Disfrutar desde el aire de la belleza de la ciudad de Bergen y la naturaleza que la envolvía, de su espectacular puerto, de las cadenas montañosas nevadas, de los glaciares, de las pequeñas aldeas salpicando las zonas de los fiordos, los inmensos bloques de hielo rumbo al Norte. Estaban ilusionados con la idea, aunque Nathan no había conseguido que yo me animara a compartirla. Había preferido dejar a los dos amigos vivir su experiencia y compartir sus recuerdos solos después de tanto tiempo. Habían desayunado tranquilamente en el hotel intercambiando anécdotas de su vida en común e historias de su etapa posterior. Joe estaba a punto de dejar la docencia y de quedarse únicamente con aquellas conferencias que le llevaran a lugares a los que él mantenía verdadero interés por conocer.

El agua salpicaba los cristales de la cabina del hidroavión a medida que avanzaba alzando el vuelo. El piloto, después de todas las recomendaciones de rigor, se volvió hacia ellos haciéndoles con el dedo pulgar en alto la señal de «todo en orden, señores, volamos hacia el Círculo Polar Ártico».

Fuga de monóxido de carbono en la cabina de la avioneta.


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