Cada recuerdo tiene la forma de un alfiler que navega a lo hondo
con una precisión de cuchilla que rasga el pétalo carnal del tiempo y de las rosas.
F.Benitez Reyes
Como cada mañana me despierto antes de que el día se proponga alumbrar la esquina más oriental del planeta. Difícil propuesta retórica. ¡Qué estupidez, impropia, de una persona que se supone que conoce desde hace bastante más de medio siglo que el planeta no es cuadrado, que podría dedicarse a dar mil vueltas a su alrededor y no llegar a ninguna esquina! Bueno, en realidad esto sí lo sabe porque de otro modo no estaría sentada delante del ordenador tratando de escribir, y bostezando como un pez, antes de tomar su café.
Decía que amanezco antes de que las luces del día se presenten ante mí como fieles soldados de un ficticio ejército, para limpiar la estancia del polvo que han levantado las estrellas jugando con la memoria en el despiadado laberinto de las noches.
Soy una especie de alienígena aturdido aferrado a un timón descalabrado que se desprendió en algún momento de la nave orientada rumbo al norte y que, ahora, solo sirve como báculo de su pequeño reino de taifas; o sea, para gobernarse a sí mismo mientras busca la difícil verticalidad en este universo de mareas vivas.
Así fue la última vez que pensé en el suicidio. Pero… ¿Por qué debería de renunciar a la vida, o, a la idea que llevo tatuada en mis genes sobre la felicidad? ¿En favor de qué o de quién?
La última copa… el último cigarrillo, la última onza de chocolate…
Por lo menos, dudé.
Abro el baúl en el que guardo gastadas las viejas fotografías que ya han virado en la mayoría de los casos hacia el color sepia. La casa está vacía. Oculté la luz de las ventanas, cuando ya no estabas, con cortinas de niebla y sedas salvajes, sin saber que del tiempo vivido solo quedaría una madeja de amor enredado en un hondo vacío, y que vivir seguiría siendo una búsqueda constante de verbos sin futuro. Hoy soy el único habitante aquí, el superviviente de un juego mortal al que llegué un día cualquiera de abril con las cartas marcadas.
Vivir sin equipaje es una falacia, es decir, una mentira. En algún lugar leí algo así con lo que identifiqué: Somos lo que queda después de que todos se han marchado de la fiesta; la ambigüedad de la resaca del buen vino, la utilidad de las máscaras rotas abandonadas por los pasillos, y el extremo del extraño viaje por coordenadas equivocadas dentro de nosotros mismos. Y, el huir de un tiempo de luz con los deberes sin cumplir.
Así que, me queda la cuerda floja.
Como en un Akelarre, aquí, en este baúl, se me convoca cada vez que me atrevo a bailar sobre ella. Aparecen algunas fotos del mar tomadas en mis rutinas diarias por el paseo de la playa camino de mi trabajo, cuando aún soñaba en el amor con mayúsculas y lo verbalizaba con versos de adolescente. Leo en los ojos casi opacos de mis mayores, el amor fundamental (el de la ternura, el de la complicidad, el comprometido). Releo algunas notas de mis amores marginales, no olvidados, otras, de mis mejores amigos. Aún me parece escuchar el eco de las piedras que solía tirar sin tino al aire mientras jugaba con mi perra en un solar cercano a casa. Ella nunca supo hacia dónde volaban, ni dónde terminarían cayendo —yo tampoco—. Sí, sé que, además del olfato, afinó el oído conmigo. Me llegan desde el papel satinado de sus miradas limpias, las risas de mis hijas y los abrazos del despertar por las mañanas. —Siento frío—. Vuelvo a encontrarme con las montañas, los “tresmiles” que rodeaban nuestros días de vacaciones en un pueblo pequeño de los Pirineos, a los que intentábamos subir una vez y otra por todos los caminos posibles. Recuerdo las pequeñas heridas, los rasponazos en las rodillas, los picotazos de los mosquitos, las marcas en los brazos de los arañones y las moras que recolectábamos entre los espinos. Reconozco en los trozos de tela guardados, los disfraces que inventábamos para la función de teatro de agosto en la piscina, hechos con restos de ropas y abalorios inservibles de otras épocas. Y ahora la caja de las fiestas; los bautizos y comuniones, las bodas, los bailables de algún final de curso. Y los tesoros; el pasaporte con los sellos de los países a donde viajábamos, y mi foto preferida, sentados, tú y yo, en el suelo de una haymah de nuestro primer viaje a Marruecos, hace ya tanto tiempo. Aún perduran servilletas de papel arrugadas con palabras escritas en letra de mosca, pétalos guardados entre las hojas de los libros, cartas llegadas del extranjero que se reconocían por una guirnalda de colores impresos en diagonal en los sobres, y sellos exóticos que coleccionábamos como postales, tarjetas con invitaciones y dedicatorias y felicitaciones de cumpleaños.
Es casi mediodía, en algún momento se ha debido de hacer la luz. No espero a nadie, tendré que inventar una historia para vivir este día. Quizás un paseo a solas por el monte, tomar un café con cafeína o, si lo consigo, con alguien conocido, quizás tendría que salir a buscar imágenes de luces imposibles, o historias verdaderas para contar, porque la vida, en realidad, es la de cualquiera que tenga un corazón latiendo mientras corre el tiempo como un animal salvaje entre los recuerdos y el futuro imperfecto de los verbos.
@mjberistain
