El técnico


¡¡¡Glubb!!!

Cerró el grifo de la ducha con un manotazo contrariado. No hubiera querido tener que contestar al telefonillo del portal. ¿Por qué le pasaba ésto a ella un día como hoy? ¿Y a estas horas?

Había venido a casa después del agotador día de trabajo para cambiarse y ponerse estupenda para la cena de su cumpleaños que le había organizado la cuadrilla. Se le atragantó el pedazo de pan que se había metido a la boca —único alimento del día si no contamos el cafelito de máquina de las siete de la mañana, que ni era express ni nada parecido— mientras corría en bragas por el pasillo sin saber si dirigirse hacia la puerta o hacia el más recóndito rincón del mundo.

No tenía tiempo, no podía atender a nadie, no quería ni incluso pensar en coger una llamada de teléfono, ni tan siquiera la de su madre. Quiso hasta ignorar el soplido de la entrada de wasaps. Estaba aterrorizada y sin embargo sabía que tenía que atender al técnico de la caldera porque, claro, ducharte otra vez más con agua fría, esperar otro día más sin agua caliente ni calefacción era para morirse, ahora que había entrado definitivamente el crudo invierno.

Gritó con todas sus fuerzas contra el espejo de la entrada que le devolvió la tragicómica mueca de rabia de su cara medio desmaquillada, con el rimel chorreando hilillos negros por sus ojeras, gracias al extenuante día de visitas de proveedores, de los cientos de correos del día pendientes de tirar a la basura que tenía en la bandeja de entrada, y de la urgente reunión de la que no pudo escaquearse convocada, como siempre, a la hora favorita de su jefa, o sea, justo media hora antes de la hora de salida del viernes.

Se raspó la cara con el trapo de la cocina, como había visto desmaquillarse a Glenn Close en la película «Amistades peligrosas», solo que, a toda prisa, para recomponer de alguna forma su imágen antes de que subiera el técnico. Tenía a disposición minuto y medio de tiempo que era lo que duraba el trayecto del ascensor hasta el quinto piso. Así que solo le dió para ponerse encima un albornoz y recogerse el pelo mojado con la primera pinza que encontró a mano; una de plástico.

Se quedó estupefacta. Casi dos metros de hombre de gimnasio —tipo bombero de calendario— la contemplaban con una especie de irónica sonrisa mientras soltaba una retahíla de excusas por no haber podido atender antes su llamada. Dijo que estaban siendo días complicados para los deshollinadores —su sonrisa la desbarató más aún–. Aquello parecía un sueño; el comienzo de una mala película porno. Se ciñó, mucho más de lo que ya lo había hecho, el gran albornoz que la envolvía y que con las prisas había resultado ser el de su marido; colgaba de ella como si fuera un gran abrigo de vivos visones blancos.

Se escapó de la cocina donde el técnico se afanaba en reparar la caldera y se apoyó, desesperada, contra la pared del pasillo. Necesitaba respirar. Cerró los ojos para ver que solo había chispitas de luz insistentes en la escena oscura de sus pensamientos. Quiso cerrar también sus oídos a los sonidos metálicos que le llegaban, vagamente, de las herramientas golpeando contra el vacío de los tubos de la caldera. ¡Horror!, no era momento para desmayarse allí mismo…

La recibieron cargados de champán los de «la cuadri», con los brazos abiertos celebrando su llegada. ¡Como una reina! Llegaba tarde pero preciosa, pavoneándose ante ellos con sus mejores galas y su maravillosa sonrisa heredada de padre, como si allí no hubiera pasado nada. Se sintió genial, como una gran actriz fluyendo por la alfombra roja de su vida. Sus tacones de aguja atravesando las tripas de cualquier elemento hostil que osara interponerse en su camino. Alrededor, los flashes y los aplausos, los abrazos de un público ferviente que la adoraba.

(Ella era una campeona olímpica (o eso, al menos, le recordaba a menudo su madre…)


@mjberistain
imagen de internet Edgar Degas


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