Llevaba más de tres horas sentada delante del ordenador, la pantalla en negro. A mi lado, como siempre, las páginas de un libro abierto, el lápiz amarillo y negro Staedtler Noris HB2, y el móvil en silencio.
Por cierto, había tal silencio alrededor a esas horas de la mañana que me molestaba hasta el tic-tac de un reloj, no sabía muy bien si era el despertador de los vecinos de abajo o el mío que parpadeaba en rojo en mi mesilla. Por si acaso, mi Grundig lo metí en el cesto de la ropa para planchar. Era domingo, pensé que faltarían todavía un par de horas para que sonara cualquier alarma. Todavía podía notar el olor de la ginebra y del whisky, el de los bocaditos de foie, de salmón, de jamón, el de la tarta de queso, en fin, de todos los restos de la fiesta inesperada que quedaron sin recoger anoche en la cocina. Y el de los cigarrillos mal apagados en el cenicero del salón, aunque había tomado la precaución de dejar las puertas de la salida a la terraza abiertas.
Además, olía a colonia desconocida.
Si hubiera estado sobre una máquina de escribir, hubiera arrancado la hoja blanca de mala leche y la hubiera roto en mil pedazos y la hubiera tirado por la ventana, me hubiera levantado de la silla y hubiera escapado de aquella habitación viciada que me impedía concentrarme.
Era inquietante, pero no era desagradable. Se había colado en mis dominios como un fantasma y no podía evitar, cada vez que pasaba por el pasillo, intentar averiguar de quién era aquel aroma condensado en el baño de invitados. Me entretuve en pasar lista imaginaria para encontrar al misterioso personaje entre los que habían aparecido por sorpresa a celebrar mi cumpleaños, pero estaba segura de que no era un olor «familiar», conocía bien los olores de mis amigos, a menos que para esa noche alguno de ellos se hubiera preparado expresamente con una nueva y exótica colonia de oferta.
Vacié los restos en una gran bolsa de plástico azul y cerré con dos nudos las tiras de plástico rojas para evitar que se escapara el olor, especialmente el del tabaco. Limpié el baño de las visitas con lejía y encendí la llamita del inhibidor de olores —que no utilizo habitualmente pero que viene bien para ocasiones como ésta— intentando recuperar mi propio ambiente. Esperé unos minutos para verificar que había hecho su efecto, pero nada. No había manera, ni siquiera de camuflarlo.
¿Cuánto tiempo había pasado?
Yo pretendía escribir. Tenía una novela a medio terminar y me había propuesto escribir todos los días. Trabajaba mucho, revisaba, recomponía, actualizaba, tachaba, cambiaba palabras repetidas, y había momentos en los que no hacía nada, porque me daba pavor enfrentarme al final de la historia y no sabía cómo hacerlo. Así había conseguido que pasaran dos años desde que empezara el proyecto y me había hecho con una carpeta en el ordenador, con varias subcarpetas y varias versiones de cada uno de los capítulos, que había adquirido un tamaño difícil de articular.
Y ahí estaba yo, encorvada frente al ordenador, con ojeras profundas y oscuras, mordiéndome los labios, pálida, mirando al contador de palabras a ver si esta mañana conseguía llegar hasta mil…
Volví al baño de invitados para apagar la llama del inhibidor de olores y me marché de casa a comprar los periódicos del fin de semana.
@mjberistain
No puedo dejar de admirar el trabajo que haces, amiga. Gran relato.
Un abrazo grande.
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Ya sabes, momentos de crisis…
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