La maleta

Crispó el silencio el tintineo musical del  móvil.

Estaba demasiado dormido para interrumpir su sueño, pero la insistencia de aquella cantinela y la luz que parpadeaba, lanzando diminutos destellos violetas, a la altura de sus ojos sobre la mesilla de noche, consiguieron destemplarle, y claudicó.

Jadeaba. El sudor brotaba de los poros de su piel como un volcán en erupción expulsando con violencia un magma interminable de agua salada. Estaba empapado. Y asustado. Pestañeó con fuerza intentando quitarse de los ojos aquella telilla de niebla mañanera que le impedía situarse en su propia habitación. Estaba solo. Se llevó las manos a la cabeza, ¿qué era aquello? Después, al pecho, buscándole algún sentido a aquella agitación; algún dolor, o algo peor. Pero no le dolía nada.  La respiración seguía acelerada y, mientras intentaba aclarar las posibles causas de semejante desazón, en su mente solo una idea: la maleta.

Había salido a la calle temprano. Deslumbrado por la caricia de la luz dorada del amanecer que se reflejaba en los cristales del portal de enfrente de su casa, pensó que le esperaba un día espléndido. Era una buena premonición.

Le quedaba tiempo. Quizás había madrugado demasiado debido a la excitación del momento. Decidió aprovechar unos minutos para acercarse a ver el mar antes de tomar el taxi que le llevaría al aeropuerto. Dobló la esquina de la avenida a su izquierda. Una bocanada de aire impregnado de salitre descolocó el poco pelo que le quedaba y que con tanto esmero arreglaba frente al espejo siempre antes de salir de casa. No pudo evitar un gesto de contrariedad, Llevaba las dos manos ocupadas y, aunque intentó ordenárselo con un movimiento violento de cabeza contra el viento, fue inútil. Arrastraba con su mano derecha la maleta que le acompañaba desde sus tiempos de estudiante en la universidad. Había terminado acoplándole un pequeño tirador con dos ruedas pequeñas para manejarla mejor. En ella, prácticamente todo su vestuario —que no era mucho— porque la vida le había llevado a una situación difícil y, después de muchos avatares, se había quedado con lo puesto. Sus cuatro libros de cabecera y sus «cedés» eran el exiguo patrimonio que había conseguido rescatar del «desembarco». Y en su brazo izquierdo un bolso con la documentación y alguna que otra cosa de las de llevar a mano durante el viaje.

Se acercó al borde del rompeolas y dejando los dos bultos a un lado, pudo por fin atusarse el pelo. El mar estaba muy agitado, la marea alta. Suspiró profundamente y sintió cómo su espíritu se cargaba de energía.

—¡Volver a empezar!, —se dijo, con más determinación que convicción.

Apenas había algunos paseantes por allí a esa hora de la mañana, gente que disfrutaba del paseo de camino al trabajo, o que volvían de él, algún despistado que volvía de una noche de copas, y estudiantes. Se acercó a leer un letrero que informaba de que el «bidegorri» destinado al tráfico de bicicletas estaba cerrado por obras debido a los daños que había causado el último temporal. Sobresaltado dio un respingo. Su cuerpo se alteró sintiéndose en peligro ante las peligrosas piruetas que ejecutaban con sus bicicletas dos jóvenes que se le acercaban —lo que a él le pareció a toda velocidad—. Uno de ellos, haciendo un salto virtuoso con giro, no pudo evitar el impacto contra la maleta del hombre que esperaba apostada al borde del paseo marítimo y que salió despedida por los aires, cayendo directamente al mar.

—¡Pordiós, esto no puede ser, no es posible!, ¡no puede estar pasándome a mí! —gritó iracundo mientras se acercaba al joven que estaba en el suelo hecho un nudo con su bicicleta y que, con voz y mirada compungidas, se lamentaba del atropello.

Afortunadamente no había sufrido nada más que algún rasguño. Hubo unos segundos de excusas y risas contenidas por parte de los jóvenes. El hombre desahogaba su furia contra ellos y les infligía un duro castigo de recomendaciones sobre convivencia cívica.  Finalmente aceptó el hecho, resignado. Los dos chicos, con toda la seriedad que fueron capaces de aparentar, subieron a sus bicicletas y volaron hacia su destino.

Al hombre, que se había quedado absorto contemplando cómo aquel cascarón de piel marrón, cada vez más lejano y pequeño, navegaba entre el fuerte oleaje llevándose todo lo que, a duras penas, había conseguido acumular en su vida, le atacó un violento impulso irrefrenable que le hizo echarse a correr, como un loco persiguiendo a su maleta, en un intento desesperado de no perderla de vista.

Corrió varios kilómetros por el paseo del litoral asfaltado, trepó monte arriba hasta alcanzar la costa abrupta, como un avezado «trail runner» corrió por los caminos de arenisca y arcillas margosas, al borde de los altos acantilados, a lo largo de cordilleras, bajó a las playas, sorteó las rocas, rodeó los puertos, atravesó pueblos  y ciudades, cruzó fronteras, corrió, sus pies descalzos hundiéndose en la arena de las dunas interminables, corrió sorteando los agujeros negros de la noche que se abrían como abismales gargantas negras agigantándose a su paso…

Y, aquel vértigo al vacío…

Corría a la velocidad máxima que le permitían sus piernas, sus pulmones y su coraje. Su corazón bombeaba a toda máquina cuando lo paralizó la alarma.

El móvil repiqueteaba incansable sobre la mesilla de noche. En su cara se proyectaban diminutos destellos de luz violeta. A los pies de la cama, como una fiel compañera de viaje, esperaba en silencio su vieja maleta.

@mjberistain
Imagen de ouiea crea. flickr


9 comentarios sobre “La maleta

    1. Aprecio muchísimo tu comentario y me hace sonreir emocionada. Me gusta haber llegado a ese punto con mi relato y que alguien como tú lo aprecie de esa manera. Gracias por tu tiempo entre mis letras. Abrazo con sinceridad tus rosas.

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    1. Precisamente tú… ¡eres tan generosa!. Con esa lectura «pormenorizada» con la que me regalas. Me alegro mucho Julie, de haber llegado a entretenerte de esa manera que me cuentas. Un abrazo inmenso.

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