Es noche de luna llena. Las tribus indias la llamaban luna de hielo, luna vieja o luna del lobo. Era cuando los lobos aullaban más en las zonas cercanas a las aldeas.
Hace frío, voy protegida por un abrigo raído que heredé de mis hermanos mayores. Gracias a que llevo una gran bufanda y un gorro de lana que tejió alguna de mis abuelas, consigo escapar del destemple que me hace llorar cada vez que se levanta una racha de viento y azota la ciudad.
Llevo días sin comer apenas, solo castañas, y algunas flores marchitas. Si puedo, evito ir a las parroquias a pedir, supongo que tienen emergencias más importantes. Al fin y al cabo, yo estoy acostumbrada a vivir así.
Mantengo conversaciones con el señor Manuel, el de la esquina de la Catedral, para sustituirle cuando se jubile. El hombre está muy abotargado por el efecto de la «quimio» y la radioterapia, y siente que le quedan pocos días. Aunque está muy enfermo y vive solo, no quiere morir. Todos los inviernos, desde que no está su padre, ha abierto el pequeño puesto de castañas que le ayuda a vivir, además de que le ha hecho muy feliz.
Desde que le conocí en Nochebuena, le visito cada día. Hemos llegado a tener una bonita relación de amistad. Yo le traigo castañas que he ido acumulando en un saco durante el otoño para que él no tenga que salir al monte. Últimamente, va necesitando menos cantidad porque la gente ya no consume tantas como cuando empezó en esta profesión. Ahora se compran castañas por capricho y porque son baratas —diez castañas por un euro—, ya no se comen por necesidad de calentarse las manos y el estómago como era entonces. Don Manuel las mantiene crujientes y calientes, las revuelve continuamente con su vieja espumadera negra, para tenerlas a punto cuando algún cliente se acerca a su caseta. Aprendo muchas cosas con él, me enseña a preparar las brasas, a cortar y asar las castañas, a ser amable, a sonreír a las personas que pasan a nuestro lado, a no ser huraña a pesar de que mi vida siempre haya estado rodeada de negro.
Cada noche cuando cierra la caseta me anima a que, si vuelvo a verle algún día, venga con una florecilla de cualquier jardín público, o una hoja caída de algún árbol, o una fina brizna de hierba. Él está convencido de que llevo una luz muy especial dentro de mi corazón y eso es lo que me va a servir para ser feliz de aquí en adelante, que tengo que aprender a sonreír —me dice siempre, con la inmensa ternura de sus ojos negros—. Y él, cada vez que pasa alguien cerca, me da un pequeño empujón con su brazo para recordármelo. Eso sí que me hace sonreír.
Es un hombre bueno, don Manuel. Cuando le conocí le ofrecí mi cuerpo a cambio de un poco de dinero y se negó. Cerró la caseta y me trajo un bocadillo caliente del bar más próximo. A mí también me da pena que se tenga que morir ahora. Es como un ángel de la guarda conmigo, ahí enrollado en su gran abrigo negro, con sus manos hinchadas y rotas de heridas que oculta debajo de sus gruesos guantes de lana. Ahora prefiere que sea yo quien prepare los conos de papel de periódico con las castañas calientes para los clientes. Él se ocupa de guardar el dinero en una caja negra que, según me explicó, era de madera de ébano que le había traído un cliente de uno de sus viajes a la India. Porque a don Manuel le gusta trabajar la madera en sus ratos libres, haciendo pequeñas tallas, sobre todo de flores, que luego las regala a los niños. Hoy me ha regalado sus guantes cortados. Aunque me quedan tan grandes, me abrigan mucho. Me ha permitido darle un abrazo.
—¿Por qué te marchaste del pueblo? Allí tendrías comida y trabajo en la granja, con los animales y la huerta, y seguramente con el cariño de tus hermanos.
Don Manuel espera que le conteste, aunque le hago una mueca de contrariedad.
Después de lo que me está ayudando creo que le debo una explicación, así que un poco a mi pesar le explico que me escapé de la escuela porque la directora decía que me quería. Cuando se terminaban las clases me llevaba a su despacho y me pegaba.
—Ay, niña, —me dice, moviendo la cabeza a un lado y al otro— algo mal habrías hecho…
—No, don Manuel, se lo prometo. Ella decía que era para que aprendiera a portarme como una buena mujer, y que si no me servían sus golpes aprendería con los que me iba a dar mi marido cuando me casara si seguía siendo tan terca.
—Mis hermanos se reían de mí, yo era la única chica de la familia y me hacían ocuparme de la casa y de sus cosas porque no teníamos padres. Mi madre había muerto durante mi parto y mi padre se ahogó, unos años más tarde, intentando salvar a las personas de los pueblos de los alrededores durante la gran inundación que arrasó la comarca.
Don Manuel se calla cuando hablamos de estas cosas, y su mirada se pierde en la nada y yo entonces no sé lo que piensa, pero estoy segura de que tiene que ser algo bueno.
—Mañana, —me dice— tendrás que abrir tú la caseta, están las llaves y toda la documentación en orden en el fondo de la caja negra. También están las tallas de madera para los niños y las flores que me traes y que guardo secas. Abrígate bien. Ocúpate de abrir las castañas, acuérdate cómo; con un par de cortes como si fueran cruces mientras prende el fuego y preparas las brasas. Haz bien las cuentas cada noche. No tengas prisa, despacio pequeña, tienes toda una vida por delante.
Hace frío mientras camino hacia el albergue. Acaricio la cabeza a un perro lobo que parece perdido y que ladra lastimosamente al lado de un banco vacío. Una luna de hielo ilumina la plaza y la caseta en la esquina de la Catedral.
@mjberistain

Estupendo relato. Ya sabes, mañana castañera.🤣🤣🤣🎈
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Me chifla el olor a castañas asadas y la imagen oscura que conservo en mi mente de las castañeras de antes.
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