No era una broma, como era habitual, que la hora prevista para el despegue del avión hacia Italia se retrasara más de noventa minutos. Jo lo sabía bien. Debido a que viajaba por todo el mundo con tanta frecuencia, había logrado ganarse el tratamiento de VIP en las principales compañías aéreas internacionales. Aun así, no lograba evitar las largas esperas ni tampoco pasar algunas noches en los asientos más cómodos de los aeropuertos, especialmente cuando se trataba de viajar a Italia—uno de sus destinos preferidos, profesionalmente hablando—. Porque aquella fue la primera vez que elegía Italia, más concretamente la ciudad de Nápoles, para una breve escapada particular. En esta ocasión él mismo se había ocupado de buscar ofertas por internet en el «Top de Agencias de Viajes online más importantes del mundo».
El taxista estaba esperándole en la puerta de salida del aeropuerto con un gran letrero en el que destacaba su apellido sobre las cabezas de la multitud. Le incomodó tener que abrirse paso entre aquella vorágine, con su gran maleta de ruedas y su mochila con ordenador y equipo fotográfico dentro, cargada a la espalda, hasta lograr sentirse seguro cuando cerró la puerta trasera del taxi negro que lo esperaba aparcado, más allá de lo razonable —pensó.
Había opinado tantas veces que, cuando se jubilara, viajaría ligero de equipaje, que se maldijo a cada paso siguiendo los del taxista, que no hizo amago de ayudarle en ningún momento. —Empezamos mal Jo, —se dijo para sus adentros.
Confirmó, mirando la pantalla del ordenador de a bordo, que la dirección que aparecía iluminada coincidía con la escrita en su contrato. Respiró.
Pero, solo pudo tomar aire unos segundos. Se agarraba con fuerza al cinturón de seguridad temeroso de los bandazos que daba el coche; acelerones y frenazos que ejecutaba el taxista italiano con maestría, a milímetros de otros vehículos que abarrotaban las calles; todos ellos procurando el desalojo inmediato de todo ser viviente que pudiera interponerse en su camino. Solo las ambulancias sonando imparables parecían tener preferencia en aquel «maremágnum». Era un acto de heroicidad para cualquier peatón elegir el mejor momento de cruzar de una acera a otra sin terminar bajo las ruedas de algún despiadado conductor.
Jo había tenido suerte en la vida. Era de una buena familia, además, adinerada. Su profesión de arquitecto había añadido valor a su vida social y a su patrimonio. Hacía muchos años que viajaba solo. Se ufanaba de ser un individuo asocial y con muchas manías difíciles de soportar. Se acababa de jubilar hacía apenas dos meses. Cuando contrató el viaje a través de internet había incluido una sola observación; solicitaba que el alojamiento fuera en un «Palazzo» napolitano.
El taxista paró el coche haciéndose un hueco con autoridad desafiante entre los cientos de turistas que a esa hora ocupaban la plaza peatonal del Gesù Nuovo. Abrió el capó del coche dejando que su cliente descargara, él mismo, su equipaje y le indicó, con un gesto grotesco, la dirección por la que debía de continuar caminando hasta llegar a su destino. Recorrió más de trescientos metros por una angosta y sucia calle adoquinada, cargado con su maleta de ruedas y su pesada mochila. Jo, de nuevo, maldijo al taxista varias veces, y no pudo evitar soltar un exabrupto ¡no jodas!, cuando, le señalaron el inmenso portón de la entrada al edificio del «Palazzo».
El edificio originalmente debió de estar pintado de un elegante color rojo pompeyano, representativo de la cultura napolitana, pero, en aquel momento, presentaba un aspecto decadente, con signos de abandono; la pintura ajada y descascarillada en la fachada. El enorme portón de madera estaba desvencijado. Lo más deplorable fue descubrir que la gatera era la entrada para personas y animales pequeños. Debido a su gran equipaje, a Jo le fue inevitable maniobrar y agachar la cabeza para poder pasar al interior del sórdido patio. Un anciano ciudadano apostado tras el cristal sucio de una garita era el encargado de entregarle las llaves de su apartamento. Aún le quedaban por subir andando tres tramos de escaleras.
Se desplomó en el sofá de estilo Luis XIV; agotado. El vestíbulo habría sido digno de una mansión italiana, Techos altos y un gran ventanal que daba a la plaza. Estaba decorado en tonos neutros con pocos muebles clásicos; además del sofá, un escritorio y una mesa baja con un tocadiscos de los años sesenta. Y, rematando el conjunto, dos alfombras persas ajadas sobre el suelo de mármol. De una de las paredes colgaba un mural con fotografías y postales de sonrientes huéspedes que, anteriormente, se habrían alojado en allí. En la pared principal un óleo de un colorido paisaje onírico representaba la bahía napolitana. El suyo era el único de los tres apartamentos que estaba ocupado para aquella semana, y era el mejor que ofrecía el Palazzo. Resultó ser silencioso, completo, sencillo y limpio. Le hizo el efecto de un bálsamo merecido. Durmió, sin acordarse de su «temazepan».


Le despertó la llamada de una campanilla. No sabía dónde se encontraba. Consiguió ponerse el albornoz mientras hacía un esfuerzo por despertar y situarse en el mundo. Ah, sí, en Italia, concretamente en Nápoles, y en mi Palazzo —pensó con ironía—.
Entreabrió la puerta. No podía creer lo que veía. La voz grave de un personaje de dos metros de altura en un cuerpo semejante al de una mujer lo despejó definitivamente.
—¡Buoniorno caro Jo!
Saludó empujando la puerta con familiaridad. —Jo, sin comprender, sin embargo, no hizo resistencia alguna—. Y dejó una bandeja de bollos recién horneados sobre el aparador de la entrada. Después, se volvió a Jo para ofrecerle un abrazo apretado.
—¡Ti ho portato delle Sfogliatella Napolitana come benvenuto!.
Jo, no podía creer lo que estaba pasando. De pie, en medio del recibidor, con la puerta aun sin cerrar, intentaba determinar si se trataba de un hombre o de una mujer. Buscaba en su mente alguna fórmula para tratar a aquel personaje que le había invadido su intimidad, ya fuera hombre o mujer. Tardó unos minutos en pronunciar una sola palabra mientras continuaba mirando, atónito, sus rápidos movimientos; tan rápidos como su forma de hablar y gesticular por la habitación. No pudo evitar observar aquel cuerpo por detrás, mientras se encaramaba a una pequeña escalera, y se estiraba para alcanzar un long play de una de las estanterías. Sobre ellas, escrito en grandes letras en la pared, leyó: “Don’t worry. Be happy”.
Sonó la música de Adriano Celentano en el tocadiscos. El personaje subió el volumen y se volvió hacia Jo con satisfacción, esperando alguna respuesta.
—Buoniorno, respondió Jo, admirado.
Retiró su melena pelirroja rizada de la cara con un movimiento afectado, claramente femenino. Le invitó a Jo a sentarse a su lado en el sofá Luis XIV que, según le contaba, había tapizado su padre que vivía en Pescara, un pueblo al otro lado, en el Adriático.
—¡Ajá! —Jo asintió amablemente con un movimiento de cabeza, dando signos de que estaba interesado en aquel discurso, al mismo tiempo que trataba de disimular su perplejidad.
El personaje de larga melena color cobre rizada vestía un suave buzo, de pantalones anchos, con un estampado geométrico en colores azules, negros y blancos. Muy ajustado al cuerpo, y desabrochado hasta el punto exacto de despertar la concupiscencia de cualquiera. Jo no pudo evitar dirigir una mirada furtiva al canalillo de su escote, y a los pezones pronunciados que se pronunciaban bajo la tela sedosa. Resolvió que podrían ser el resultado de una operación de tipo “prémium”. No obstante, no era capaz de hacer un buen diagnóstico. Aquel culo plano y la estrechez de sus caderas —a las que él hubiera añadido unos treinta centímetros— le confundían. Pensó que era muy improbable que pertenecieran a una mujer, especialmente a una mujer napolitana. Le pareció más adecuado tratarla como a una Donna.
Había mucho de simpático descaro en sus maneras. Ella le contaba que su marido trabajaba en la construcción, que, en aquel entonces, no vivían juntos. Que su hija era estudiante en Londres. Y que ella era la Donna del “Palazzo”, —remarcó la última frase irguiéndose en el sillón Luis XIV acercándose seductora.
Recibió el “curnicello” de regalo de las grandes manos que le apretaban las suyas con tal afecto que casi parecía real. Le explicó, con voz grave afectada, que era un “pisello”; símbolo de la virilidad y fertilidad que favorecía la prosperidad, su color rojo se vinculaba a la sangre y al fuego que eran los símbolos del poder y la vida.
Jo mintió cuando se disculpó diciéndole que se le hacía tarde para llegar al tour que había contratado para ir a Pompeya. Agradeció sus atenciones y salió a la calle a respirar. Los días siguientes trató de evitar el encuentro con la Donna, pero no fue posible. A su pesar, oía el crujir de las maderas de las escaleras y, unos segundos más tarde, la música napolitana que le indicaban que la Donna estaba allí antes de que él amaneciera…
Jo rellenó la encuesta de satisfacción del cliente con la máxima puntuación.
También lo había merecido la hospitalidad de la Donna. ¡Faltaría más!
@mjberistain