La Leyenda

Capítulo I

Agarrada a la botella de bourbon, la mujer observaba, con mirada extraviada, al resto de clientes que bebían y hablaban escandalosamente en el bar del pueblo. El edificio se encontraba unos cientos de metros por encima de las casas, y desde sus ventanucos podía contemplarse un paisaje escarpado, escasamente habitado, y un estrecho camino de piedras y barro que discurría en zigzag pendiente abajo. La vegetación y la nieve de los inviernos habían ocultado la antigua carretera de asfalto que conectaba con la ruta a la gran ciudad, de manera que las provisiones llegaban una vez al mes, excepto durante la época de las grandes nevadas, cuando el pueblo quedaba aislado. Bill y sus caballos se ausentaban durante ese largo período de tiempo, hasta que de nuevo se podía escuchar el sonido del agua fluir por las escarpadas laderas de las montañas, anunciando la llegada de una nueva primavera.

Llegué hasta allí un verano con un grupo de amigos. El objetivo del viaje era hacer senderismo. Encontré una leyenda en la documentación que consulté acerca del pueblo de Fläm, situado en el corazón del Fiordo de los Sueños, que me llamó la atención. 

Inicialmente, instalamos nuestras tiendas en una de las mesetas del camping municipal. Una mañana de mal tiempo, mientras el resto del grupo descansaba en las tiendas, me acerqué al centro del pueblo con la intención de conocer su historia de palabras de sus vecinos.  La primera persona con la que me crucé se llamaba Gunhilda, una mujer de piel rugosa y belleza áspera, alta y fuerte a pesar de sus años, de origen alemán, según me explicó más tarde.

Me acerqué a ella con una simple pregunta acerca de las antiguas iglesias de madera; quería saber en qué estado se encontraban, si podía visitarse el interior fuera de la época estival, y los horarios, concretamente, nos interesaba la de Borgund, que era la más cercana a nuestro centro de operaciones.

—Lamento decirle que solo se abre cuando hay enterramientos; de todas formas, en la actualidad tiene más valor el exterior que el interior debido a que hace años fue saqueada y solo quedan unas viejas vigas negras soportando la estructura.

—¡Ah!, lástima… A propósito, estoy segura de que usted está bien informada acerca de cuánto hay de verdad en la leyenda que he encontrado citada en todos los folletos turísticos de la zona.

No me dejó decir más. Me ofreció amablemente que, si tenía tiempo, siguiéramos caminando y nos acercáramos hasta el bar. Mientras tomábamos un café caliente, me contó algo acerca de lo que me interesaba, que, según me dijo mientras subíamos la empinada cuesta, tenía más de historia que de leyenda.

Nerta fue en algún momento la mujer más hermosa del lugar. La muerte se llevó a su familia y ella decidió quedarse en el pueblo sola, después de la diáspora que se produjo a raíz de la gran inundación. Se convirtió en una persona muy querida y respetada en el pueblo, especialmente protegida por los mayores. Cada tarde, cuando el sol se ocultaba tras las montañas, ella se acercaba caminando hasta la gran cascada. Necesitaba oír la música del agua hasta quedarse adormecida. En su imaginación podía escuchar las voces familiares de su infancia. Con ojos brillantes y una sonrisa sincera, sus mejillas se iluminaban cuando su pulso se aceleraba; entonces se quitaba su gorro de lana gris y dejaba volar su larga melena rubia, que había mantenido oculta en una trenza durante los meses de bloqueo invernal.

La llegada del joven Bill al pueblo, con sus caballos cargados de provisiones, era motivo de alegría y celebración. Aunque los signos de agotamiento se marcaban en forma de grandes surcos secos en el rostro del hombre, su voz poderosa, como siempre, contagiaba el ánimo entre los escasos habitantes, todos ya viejos, que habían quedado en Fläm, aquel pequeño pueblo resguardado entre montañas a la orilla del fiordo.

—¡Hola, amigos! — saludaba, secándose el sudor de la cara con un trapo renegrido en una mano, mientras que con la otra acariciaba el lomo de cada uno de sus caballos.

Los vecinos del pueblo se emocionaban al saludarle y se cruzaban sus voces en el aire, originando un griterío confuso al que el joven atendía con simpatía mientras no dejaba de buscar, impaciente entre el barullo, año tras año, la mirada de Nerta.

En aquella oportunidad no pudo localizarla entre el grupo. Algo le hizo reflexionar con tristeza en su ausencia. Muchos meses habían transcurrido desde la última vez que se habían visto. Pensó que estaba dejando que el azar determinara sus sentimientos y decidió que nunca más sería de esa manera. Tomó las riendas de los caballos para dejarlos descansar y darles de comer y beber en la antigua granja de Thomas. Había sido un gran amigo de su padre cuando aún eran niños y acudían a la escuela local. Al volverse la vio discretamente apartada del grupo, observándolo, y pudo apreciar cómo en sus labios se dibujaba su nombre —¡Bill!— en una amplia sonrisa.

Mientras Bill descansaba en el pueblo, solía organizarse una especie de romería bulliciosa que llevaba a los vecinos cada tarde cuesta arriba, hasta el bar, para charlar y escuchar ansiosos las noticias que les traía el carretero desde el otro lado de las montañas. Los ánimos se inflamaban, y la alegría invitaba a bailar antiguas danzas al sonido ronco y desafinado del violín de Rufo el ciego. Casi todo estaba permitido en aquellos días; se abrazaban con júbilo, se besaban y disfrutaban sin pudor en aquel rústico y viejo bar tan querido para ellos. Cantaban las mismas canciones populares de siempre mientras las noches se alargaban bebiendo sin parar hasta el amanecer.

—¡Nerta! —Se puso serio mientras la miraba fijamente, acorralándola con un abrazo tierno.

Habían pasado la noche entera juntos, sentados en la escalera de madera que llevaba al zaguán, cantando y hablando en un idioma tan antiguo como el amor.

—No repetiré lo que voy a decirte. —Aunque su voz era un susurro, sin embargo, sonó imperativa. Un repentino cosquilleo se adueñó de su cuerpo.

Nerta sintió que se estaba enfrentando a su pasado en una batalla decisiva. El enorme peso de su corazón estaba siendo vapuleado ahora por el miedo; no estaba preparada para abandonar aquel lugar en el que descansaban sus antepasados. Ella sabía que formaba parte de la leyenda y allí seguiría, aunque con el inmenso rencor que sentía hacia sí misma por dejar partir a aquel hombre que amaba desde que era una niña.

Su existencia se volvió una triste sucesión de noches vacías entre paredes desconchadas y maderas que crujían destempladas. Las semanas y meses iban transcurriendo, formando una confusión de soles tibios, nubes y nieblas, bajo el amparo de un cielo azul abatido. Los vientos del otoño ese año llegaron con la violencia de una extraña premonición.

Nerta salió del pueblo al amanecer para evitar cualquier encuentro con los vecinos, se dirigió hacia el viejo camino que pensaba que la llevaría a la gran ciudad. Atravesó ríos entre profundos barrancos, subió a lo más alto por laderas escarpadas, bajó a los valles, perdió el norte y la cuenta de los días y de las noches que aumentaban su obsesión por llegar con su abultado vientre hasta los brazos de Bill. Cuando le sorprendió el tiempo de las nieves, solo su espíritu desgarrado seguía obedeciendo a los impulsos de su corazón. La primavera trajo consigo una gran crecida de los ríos. Se dice que fueron los espíritus del valle quienes depositaron su cuerpo dormido al pie de la cascada Kjosfossen.

Mientras proseguía con su relato, Gunhilda separaba cada párrafo con un sorbo de la botella pegajosa que no cesaba de acariciar con ambas manos. Su mirada perdida y húmeda indicaba que había dejado de hablar conmigo hacía un buen tiempo, y yo estaba inmersa en la leyenda que —según insistía— acabaría en su boca porque ya no quedaba gente joven interesada en contar esas cosas…

Se rumoreaba en el bar que, cuando Bill abandonaba de nuevo el pueblo, se podía oír el eco del canto de Nerta entre el ensordecedor murmullo del agua de la cascada; incluso, —añadían—, que en las noches de luna llena se veía a lo lejos su larga túnica roja y su larga melena rubia danzando entre las rocas.

Los vecinos agotaban su vida, sentados en el pretil de la iglesia. Bill continuaba llegando puntualmente al pueblo acompañado de sus viejos caballos y las cada vez más escasas provisiones que transportaba. Su espesa barba blanca impedía apreciar el temblor de sus labios cuando recordaban los viejos tiempos…

Después llegaron al valle el trabajo en la obra del ferrocarril y la guerra, pero eso fue otra historia…


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