He sabido que algunos viejos del barrio se escapan y visitan por las tardes los cementerios.
Con cuerpos vacilantes, salen sigilosos de sus casas antes de que caiga el sol y recorren solemnes el estrecho camino de piedras sueltas bordeado de cipreses que se inclinan a su paso. Al fondo hay una pequeña explanada con cuatro bancos de madera y hierro. Allí se sientan, cabizbajos, y hablan con Dios, como rezando.
Huyen de las calles solitarias y las iglesias están cerradas. Para ellos la calle dejó de ser una quimera hace ya demasiado tiempo. Sienten que la fe les está fallando mientras notan el temblor de la soledad de los tilos y los naranjos a su lado. Ya no se oye cantar el agua de las fuentes, ni se mueve el viento en las veletas de los tejados ni funcionan las luces de los semáforos. Solo les parece escuchar a lo lejos el eco del tañido de las doce campanadas del mediodía en las iglesias por los muertos.
—Con esto de la pandemia no hay reposo para los sepultureros trabajando a destajo entre losas de mármol, maderas de pino y lúgubres luces palpitando amarillas sorteando las cruces cuando cae la tarde— suspira el más viejo.
Sin embargo, todo parece dormido —dice otro—.
Ya no hay flores en los jarrones de los hospitales, ni música que se quedó callada hace más de quince días en los quirófanos. Solo hay un fervor muy parecido al miedo en las miradas de los enfermos, un llanto febril esperanzado y la vigilia generosa de seres que, como ejércitos de ángeles celestes, tratan de evitar que sus corazones se queden dormidos.
Rezan susurrando los viejos y piden perdón a sus amigos muertos por el error de estar todavía ellos vivos.
Un soplo de vida los acompaña cada tarde por el camino de vuelta a casa, solos, hacia su destino.
@mjberistain