Cuando llegaba el verano y mamá guardaba los uniformes, los libros, las maletas y los zapatos de cuero en el desván, para que pudieran utilizarse el curso siguiente, se organizaban encuentros de amigos en el descampado del barrio. Los chicos sacábamos nuestros juguetes a la calle y las chicas se vestían de colores porque también sus madres habían guardado los largos uniformes azules para que los utilizaran el curso siguiente sus hermanas menores.
A mí me gustaba Laura, tenía una larga melena rubia que cuando la aventaba la brisa del sur a mí me parecía que volaban con ella todos mis sueños. Se parecía a mamá. No era la más simpática del grupo, en realidad era la más seria, pero yo no dejaba de mirarla cuando estábamos sentados haciendo corro, porque procuraba ponerme, si no podía ser junto a ella, por lo menos tenerla a un lado para poder verla de vez en cuando mirándola de reojo. La verdad es que no me atrevía a hacerlo de frente. Mi corazón latía más fuerte cuando ella salía a jugar con nosotros. De vez en cuando nuestras miradas se encontraban y me sonreía con sus ojos azules brillando, el problema era que a veces, en vez de a mí, yo le veía sonreír de la misma forma a mi hermano. Pero yo pensaba que solo era porque, en realidad, no nos reconocía. Xabi había nacido antes que yo y eso le otorgaba cierto rango, un aire imponente y de listo que yo admiraba, y le dejaba hacer, aunque no aguantaba que se hiciera más amigo que yo de Laura. Cuando íbamos hacia casa discutíamos, pero él negaba que estuviera enamorado.
En el grupo le llamábamos el txapas. No le costaba ningún esfuerzo hacerse querer, era simpático, juguetón, era el que decidía a qué íbamos a jugar cada día; a guardias y a ladrones, o al txorromorropikotaioke, al escondite o a txapas. Lo del pañuelito era lo que yo prefería porque podía coincidir que me tocara salir corriendo para pillarlo antes de que llegara a la línea del centro del campo la niña contraria —porque solíamos jugar chicos contra chicas—. Cuando le tocaba el turno de salir a Laura, me emocionaba verla venir corriendo hacia mí desde el otro lado y, como yo era más rápido, solía quedarme unos segundos tocando el pañuelo esperando, sin llevármelo. Solo hacía un leve amago y dejaba que ella lo agarrara de verdad y se lo llevara corriendo orgullosa hacia su lado. Lo mejor era traspasar la línea central, perseguirla y pillarla por detrás y que me mirara de cerca sofocada y sonriente. Era la suerte la única oportunidad que yo tenía de tocarla. Cuando jugábamos a txapas las chicas no jugaban con nosotros, se marchaban a jugar a txingos o a la comba o a cromos y mi hermano, como sabía que yo me aburría un poco, para animarme me regalaba una de las txapas que él había fabricado. Las de mi hermano eran las mejores, las hacía con cromos de colores de equipos de ciclistas. Dibujábamos carreteras y hacíamos montañas con la tierra, a modo de circuito, que tenían que recorrer los equipos hasta llegar a la meta. Muchas veces ganaba Xabi y eso me gustaba porque, como ya he dicho, yo le admiraba y le quería porque después me regalaba a mí la mitad de las nuevas que había ganado. Nos queríamos mucho, a veces íbamos al colegio agarrados del hombro, yo me sentía entonces muy orgulloso y tan importante, al menos, como él.
Aquella tarde Laura se quejaba de que no estaba bien. Mi hermano al levantarse rápidamente del suelo para acompañarla a casa se dio un resbalón en la tierra que deshizo la pista de carreras. Nos dejó allí fastidiados, viéndo cómo desaparecían los dos juntos entre calles. Al cabo de un rato empezamos a inquietarnos porque Xabi no aparecía, se estaba haciendo de noche. Me fui a por él antes de que mi madre saliera a buscarnos. Desde el cuarto piso la madre de Laura me gritó que la niña estaba con fiebre en la cama pero que mi hermano se había marchado hacía un buen rato. Pensé que podíamos habernos cruzado por el camino y volví esperando encontrármelo allí con los demás chavales en el descampado.
Quise morir cuando vi a Xabi debajo de las grandes ruedas de —lo que años más tarde me enteraría de que había sido— un camión Pegaso 3046, rodeado de gente que gritaba y lloraba. Las txapas que él solía guardar en el bolsillo izquierdo de su pantalón estaban esparcidas por el suelo entre charcos de gasolina. A su lado vi con espanto a mi madre destrozada por el llanto y, como si hubieran sido macabras pistas de carreras, las trazas alargadas y negras del frenazo. Hacía mucho frío cuando me acosté en el asfalto a su lado. Quise decirle que le dejaba a Laura para él solo, que él era el líder, y que se la merecía más que yo, pero que no era justo que se separara así de mí. Le pedí que me dejara un hueco allí, debajo del camión en su lugar, y que él corriera a jugar porque todos los amigos le estaban esperando.
Total, nadie nos distinguiría…
II
Hoy es el día de mi cumpleaños y no soy practicante. Me he despertado muy temprano, bueno, eso no es verdad, en realidad, es que no he podido dormir casi durante la noche. He dado un beso suave a mi mujer y a mis hijos y he salido sigiloso de casa para no despertarles. Las calles, ya se sabe, están en silencio a esas horas, estremece el ruido del motor de cualquier vehículo, incluso el de un híbrido que pase cerca, y las luces de los semáforos parpadean ansiosas de que llegue el día para poder lucirse con todos sus colores. Hoy es el día de mi cumpleaños y el de mi hermano Xabi.
Estoy solo, sentado en el tercer banco de la iglesia, el sacerdote que hacía guardia ha comprendido mi extraña visita y ha encendido unas pocas luces en el altar mayor para que me sintiera más tranquilo. Las vírgenes y los santos de mi alrededor dan vueltas en mi cabeza en una especie de danza descabellada con sus túnicas volando vertiginosamente como si fueran murciélagos. Tampoco sonríen. Yo intento no hacerles caso porque desconozco las costumbres de los murciélagos y de los santos, o, mejor dicho, desconozco las de los murciélagos y he olvidado las de los santos. Me mantengo en silencio. Cuando han vuelto a sus pedestales miro al buen pastor, allí arriba, de pie dentro de su hornacina escasamente iluminada por el párroco. —Sé que era el párroco porque él mismo me lo ha dicho cuando me ha explicado que estaba allí porque el sacerdote al que le tocaba hacer la guardia era un anciano y ese día, que llovía, le había excusado de levantarse tan temprano. —Me ha parecido bien—. Observo a Jesús, con su oveja preferida. Solo observo, sin pensar en nada. Unos segundos más tarde, me doy cuenta de que me voy encolerizando y no puedo evitarlo. Necesito acusarle y no me atrevo.
—Hijo mío, tienes que ser siempre agradecido a la vida —me decían—, Dios nos la da y Dios nos la quita—.
Dejé de estar de acuerdo con aquella frase el mismo día que murió mi hermano. —Aunque tenga que reconocer que mi vida es un regalo sin que entienda todavía muy bien a quién, además de a mis padres, deba de agradecérselo—. He sido respetuoso con las leyes y con el ejemplo que he recibido de mis mayores hasta hoy, y es lo que intento inculcar también a mis hijos. Pero, después de muchos años, que no sé cómo se puede perdonar a un dios, siento la necesidad de encararme con él y acusarle de que me robó lo que más quería y que sigo sintiéndome como si solo fuera la mitad de mí mismo. Que no sé si soy capaz de olvidar la faena que me hizo el día que el camión aplastó a mi hermano.
Agarraba la mano de mamá pensando que, en cualquier momento mi hermano aparecería, se agarraría de su otra mano y nos marcharíamos juntos los tres a casa.
—Porque papá tampoco estaba. Se lo llevó, al año de nacer nosotros, una rara enfermedad que no se pudo diagnosticar a tiempo—. Evitaba mirar a nadie, no quería besos ni abrazos de esos pegajosos que dan los mayores a los niños intentando consolarles o hacerles sonreir. Mantenía mi cabeza gacha, había admitido salir a la calle con aquella horrible gabardina, sin capucha para la lluvia, que había sido de mi padre, con la que mamá, por no desprenderse de ella porque, según decía, era de muy buen tejido, había cosido dos pequeñas, iguales, para nosotros. Admití ponérmela aquel día, aunque me sentía como un fantasma. Desde que no estaba mi hermano, yo procuraba no hacer llorar a mamá, así que, en principio, casi siempre hacía lo que ella decía.
No entiendo por qué no nos marchamos de la iglesia al terminar la misa. Ella quiso quedarse a recibir el pésame de los presentes y, además, que yo me quedara con ella, quieto, a su lado. Yo entendí que necesitaba mi protección y, curiosamente, me sentí importante, Las telas húmedas de las chaquetas y gabardinas de la gente me rozaban la cara al ir a abrazarla. Desde mi altura yo solo veía los zapatos recién embetunados y brillantes de los que se acercaban a acompañarle en el sentimiento. Un movimiento extraño, una leve presión de su mano me hizo levantar la mirada y la vi. Laura venía despacio por el pasillo cuando ya no quedaba prácticamente nadie en la iglesia. Ella sola. A cierta distancia le seguían sus padres. No puedo decir de qué color eran sus zapatos o si eran de charol, ni si llevaba sombrero ni collar de ámbar colgando del cuello sobre su pecho, ni lazos de raso rodeando su cintura cayendo sobre su vestido almidonado, como cuando coincidíamos los domingos en la misa mayor de las doce. Descubrí que su mirada había perdido el brillo que yo recordaba, que su melena larga y rubia caía oscura y lacia por sus hombros. No nos dijimos nada, nuestras madres se besaron. Mamá lloraba muy suave cuando se dirigió a mí, y abrazándome, me dijo con su voz debilitada; hijo, vámonos a casa.
La tía Úrsula, que era religiosa, no se separaba de nosotros. Había pedido un permiso en el convento para acompañarnos y cuidar de nosotros, al menos, durante los primeros días de duelo. Mamá se negaba sin fuerzas. En un momento de despiste de mi tía, tiré de la mano de mi madre y al oído le dije que quería estar solo con ella. A pesar de su sonrisa triste, recuperó un poco su determinación. —Creo que fue aquella una de las más bellas sonrisas que le he visto dirigirme a la cara desde que tengo uso de razón. De nuevo sentí que yo, especialmente para ella, era importante—.
No fui al colegio los días siguientes. Todos me parecían días de fiesta, aunque no teníamos nada que celebrar. Los amigos llamaban al timbre de casa por las tardes para que saliera a jugar, pero me escondía debajo de la cama porque sabía que mamá vendría enseguida a avisarme, por si acaso no me había enterado. Yo lloraba y le decía que me dolía la pierna y que no podría correr. Me miraba con una mueca simpática de incredulidad, como para hacerme dudar, pero me lo consentía todo. No quería comer. Ni tan siquiera quería la merienda, hasta que conseguí que, de acuerdo con el médico, me metieran en el cuerpo fuertes dosis de jarabe de hígado de bacalao porque, solo así se conseguiría que recuperara el ánimo y las fuerzas. Ver a mamá que compartía conmigo el asqueroso líquido oscuro de aquel frasco pegajoso me hizo más soportable la medicina, además, porque la farmacéutica me había dicho en secreto, que también ella la necesitaba.
Hoy es mi cumpleaños y el recuerdo más fuerte que tengo de mi vida de niño, aparte de la muerte de mi hermano, es el del primer día que salí a jugar al descampado.
—¡Xabi!, ¡Xabi!… —corrían emocionados todos a mi encuentro.
Su nombre, aquel sonido sibilante, que en otras ocasiones había relacionado con la música, se clavaba en mi pequeño estómago como una fina cuchilla cortante, cada vez que lo escuchaba de sus voces inocentes, paralizándome. A duras penas había conseguido mantenerme en pie mientras me abrazaban. —Si hubiera sido yo, solo hubiera deseado el abrazo de Laura—, pero, aquel día, Laura se había quedado apartada del grupo, mirándome con el azul de sus ojos apagado, y yo me había quedado callado, sin saber qué hacer, compungido.
—¡Venga Xabi!, que te estábamos esperando, a qué quieres que juguemos hoy —dijo Tontxu con falso desparpajo, para conseguir animarme.
Los demás, poco a poco fueron uniéndose a su iniciativa. Yo los miraba en silencio. No me salían las palabras. Mientras se ponían de acuerdo mi ánimo volaba como una paloma blanca hacia el cielo. Allí estaba mi hermano.
—¡Vamos!, —escuché que me decía como si estuviera a mi lado gritándome al oído.
Sentí el poder de su fuerza en aquellas palabras alentándome a que continuara con el juego. Pero, aquel mensaje, como un destello sobrenatural me invadió de tal manera que consiguió desestabilizarme por completo. Debí de caerme al suelo, desmayado. En urgencias le dijeron a mamá que solo había sido un susto porque me estaba quedando muy débil. Nada importante.
Yo escuchaba, sin decir nada.
III
El accidente no había provocado derramamiento de sangre del cuerpo de mi hermano. La mía se había quedado helada, petrificada, como todos los órganos de mi cuerpo, asustados hasta el infinito. Pero, recostado a su lado en el asfalto, había podido sentir cómo una nueva sangre fluía con lentitud en mi interior. Como si la de Xabi se estuviera adueñando de mi cuerpo y estuviera invadiendo mis venas para salvarme —él a mi— ofreciéndome la calidez de la suya.
Sentado en el banco de la tercera fila de la iglesia, permanezco ido, mis pensamientos se entrecruzan alocados en hilarante danza con la de los murciélagos. Me pregunté muchas veces durante mis años de mudo que, cómo era posible que un ser humano muriera, si su cuerpo no se había vaciado de sangre.
Me espantaba de mí mismo, porque, a partir de quedarme sin habla, mi mente proponía pensamientos que yo no había sido capaz de elaborar antes. Seguía siendo todo muy confuso. Me afanaba en recuperar mi voz, pero solo podía hacerme entender por mi diario. Mamá sabía interpretar mis gestos y me ayudaba con sus palabras y yo solo tenía que asentir o negar lo que ella proponía. Me abrazaba cuando me notaba en dificultades. Yo no entendía lo que pasaba y peleaba por vivir mi verdadera vida, ¿pero a quién podría decírselo si me había quedado sin palabras que expresaran mi profunda incoherencia? La angustia se había instalado en mi retorciendo los cables en mi cerebro de niño. Me sentía incomprendido y estaba desolado en el silencio en el que me había sumido. Sentía que había perdido mi futuro cuando, acostado en el asfalto al lado de mi hermano, acepté el regalo de su sangre.
—¿Quién sería yo ahora, si hubiera continuado con mi vida verdadera? —me lo he preguntado muchas veces durante todos estos años.
—Es terrible, ¡pobre niño! —decían las vecinas— que se haya quedado de repente sin habla; seguramente habrá sido por la impresión que recibió al presenciar la escena del cuerpo desarticulado de su hermano debajo de las ruedas del camión.
—Esa pobre criatura tan alegre, tan espontáneo él, y tan risueño, tan buen estudiante; es que lo tenía todo, ¡pobrecito!, y ahora mudo. ¡Lo que le faltaba a esa mujer!
Todavía lo recuerdo —decía otra— cómo los mandaba su madre al colegio, que iban siempre juntos de la mano, tan relimpios y recién peinados. Era una delicia verlos.
Los profesores me protegían a su modo confiando en que el problema fuera pasajero. Yo escribía cada día en mi diario. No solo me iba dando cuenta de que no podría recuperar mi futuro, sino que tenía la cruda certeza de que jamás volvería a ver a mi hermano. Lloraba por las noches, porque en mi interior era incapaz de imaginar en qué tipo de monstruo me estaba convirtiendo al haber aceptado el empujón que me dio mi hermano cuando me había dicho ¡vamos!, y yo entendí que siguiera adelante con la farsa de suplantarle, y ser él, como los demás querían. Y yo mudo, aceptando aquel regalo envenenado. Sé que lo hizo pensando en mi bien, pero yo me había equivocado al aceptarlo, porque la realidad —visto desde ahora— es que me hizo mucho daño—. Yo sé que se habrá arrepentido muchas veces de ello, pero en aquellos momentos ya no podía discutir con él sobre ello, y solo me quedaba polemizar con mi diario.
Crecía con la angustia de no ser yo, algo así como la idea de estar usurpando su recuerdo en el corazón de los demás. Mi cerebro era incapaz de ordenar los continuos estallidos de neuronas que producían un humo cegador, parecido al que vi en televisión, años más tarde, cuando despegaban los cohetes que se enviaban al espacio. Lloraba y escribía por las noches, cuando me llegaba desde la oscuridad el sonido de la fuerte respiración de mamá en la habitación de al lado, y yo entendía entonces que estaba dormida. Pasaba muchas horas, apostado en la ventana de mi cuarto, mirando al vacío. En el silencio, sin embargo, me calmaba escuchar, como en sordina, el latido de las campanas de la iglesia que silenciaba el párroco por las noches, para no perturbar el sueño de los vecinos.
Soñaba con la ingravidez, con volar como lo hacían los cohetes de la Nasa, para salir al espacio a buscar a Xabi. Creo que así se me ocurrió la idea de ser astronauta. A veces, incluso me pareció escuchar sus carcajadas.
—¡Astronauta! —me llamaban los amigos—. De vez en cuando conseguía responder con gestos de simpatía, porque aquella palabra me hacía menos daño que el que me llamaran por el nombre de mi hermano.
Solo a mí se me había ocurrido ser astronauta, aunque nunca expliqué el por qué. Los demás, elegían cosas más vulgares, como policía o bombero. Lo normal. En el caso de las chicas era querer ser bailarinas o azafatas para viajar por todo el mundo. Bueno, aquello era otra fórmula que se parecía algo más a lo mío, aunque no fuera tan exótico.
Cuando sentía las ganas de morir, pensaba en mamá. No deseaba dejarla más sola aún de lo que se quedaría si yo me marchaba. Así es que tuve que acostumbrarme a vivir sin pedir más, porque, en aquella época, yo estaba muy enfadado con Dios.
Sigo en silencio. Y sigo sentado en el tercer banco de la iglesia. Estoy agotado. Necesito darme un respiro, aunque no pueda evitar seguir pensando. Puedo oír el tañido silenciado de las campanas de menos cuarto, aún me quedan unos minutos para llegar a tiempo al trabajo.
IV
Yo solo venía a hablar con Dios.
No pretendía pensar en nada especial esta mañana, cuando el cura me ha dejado entrar en la iglesia y ha encendido la lúgubre luz en la hornacina para que me sintiera más tranquilo.
Pero, me siguen llegando a la mente los ecos de las vecinas.
—¡Pobrecito! Este niño no parece recuperarse a pesar de los tratamientos, ¡qué pena!, después de tantos meses de psicólogos—decían las brujas del tercero—.
Era a primera hora de algunas mañanas, cuando las oía hablar mientras fregaban la escalera. Yo entonces bajaba sigiloso las que había desde el quinto hasta el tercero. Me daba tiempo de escuchar sus conversaciones hasta que advertían mi presencia, y entonces me sonreían, y me hablaban con esa voz afectada que utilizan los mayores cuando se dirigen a los niños. Yo no decía nada, bajaba la cabeza y, simplemente, hacía un leve gesto de saludo. ¡Brujas!, —pensaba, mientras pasaba entre ellas— las odiaba, las imaginaba con las caras arrugadas y verrugas en las narices como las de los cuentos que nos contaba cada noche mamá antes de que nos quedáramos dormidos.
—Y su madre, tanta desgracia junta, es que es para morirse. —Si no le hubiera quedado este hijo mudo de quien cuidar, vaya usted a saber qué disparate hubiera hecho—.
Sus comentarios me hacían sentir más culpable todavía. Culpable por no haber muerto en lugar de mi hermano. Culpable por haber admitido suplantarle. Culpable por no ser capaz de confesarlo. Pero entonces yo era un niño, y, además de mi propio dolor, tenía muchas dificultades para hacerme entender por los mayores. No sabía cómo interpretar el futuro de mi hermano. Quería morirme. Pero también pensaba en mamá. Mamá, tan triste. Yo era su única razón para seguir viviendo. Y ¡cómo iba a abandonarla! No quería verla morir. Algunas noches la encontraba abrazada a la almohada, pretendiendo esconder allí su llanto. Entonces, me hacía un hueco a su lado, y me rodeaba con sus brazos y me apretaba a su pecho tan fuerte que yo sentía estar recibiendo el amor que no había podido dar en vida a mi padre y a mi hermano. De nuevo me sentía como estar usurpando su recuerdo en el corazón de los demás.
Nos trasladamos a un piso más pequeño en el centro de la ciudad y me cambió de colegio a uno de educación especial. Fueron años durante los que recibí distintos tratamientos porque decían que, en mi caso, la pérdida del habla había sido selectiva, motivada por un fuerte trauma. Los médicos tenían confianza en mi curación, aunque no podía determinarse en qué plazo se conseguiría.
Meses más tarde me llevó al despacho de una psicopedagoga. Desde los ventanales de su casa se veía el río y el sol de los atardeceres. Yo solía ir cuando salía del colegio. Los primeros días, ella me hablaba, pero no me preguntaba nada. O tarareaba alguna canción que yo conocía y me invitaba a seguir el ritmo con la cabeza, como hacía ella. Dibujaba y pintaba muy bien, me animaba a coger pinturas para que yo le hiciera algún dibujo de lo que veía por la ventana; árboles, un perro jugando o personas sentadas en los bancos o paseando por los jardines. Tenía un gran libro de juegos infantiles, en él me hacía identificar los que más me gustaban. Con ella aprendí a pronunciar palabras sin voz. También me hacía soplar muy fuerte para comprobar si me salía el sonido por la boca. Recuerdo que nos reíamos mucho intentándolo juntos. Nos dábamos abrazos de alegría cada vez que era capaz de articular alguna palabra. Así fue como hizo que fuera descubriéndome de nuevo a mí mismo, poco a poco, gracias a su gran paciencia, hasta que por fin me atreví con el “no”.
A mamá se le saltaban las lágrimas cuando escuchaba mi nueva voz. Aquella mujer con su sensibilidad y su cercanía, con su paciencia y su alegría hizo que volviera a descubrir, dentro de mí, todo lo que se me había quedado paralizado de repente. Ahora puedo decir con inmenso agradecimiento que fue ella la que me salvó de un futuro equivocado, y que me ayudó a reconciliarme con el mío propio. Aunque seguían quedando algunas resistencias, sin embargo, por la confianza que llegamos a tener, recurrí a ella en determinadas ocasiones después de terminado el tratamiento. Sus consejos y las conversaciones que mantuvimos a lo largo de los años fueron definitivas y me sirvieron siempre de ayuda para reafirmarme en lo que soy ahora. Sigo admirándola como profesional y como gran persona que es, a la que quiero como parte de mi propia familia.
Gracias a ella fui capaz de disfrutar de mi adolescencia, aunque yo seguía hablando con mi diario. Me apasionaba la música, el baloncesto y las chicas. No quise apuntarme a la congregación mariana que entonces hacía excursiones y organizaban cine forum en el colegio, porque, como ya he dicho, en el fondo, estaba muy enfadado con Dios. Así que me apunté a los boy scouts, que pensaba que eran más divertidos. Yo tocaba la guitarra y cantaba a mi manera, pero me convertí en el alma de todos los saraos. ¡Tantas veces pensaba en mi hermano!, Sin embargo, fue una parte de mi vida muy feliz.
Y estudié Derecho, como quería mamá. Conocí a mi mujer en el viaje de fin de estudios y, a los pocos meses, ya teníamos muy claro que queríamos formar una familia juntos. Para entonces, ya me había curado. Bueno, es un decir, porque todavía estoy aquí, sentado en este banco de la iglesia, intentando hablar con Dios, porque parece que algo se me debió de haber quedado pendiente, y todavía lo tengo sin resolver.
Respiro hondo. Pasa el rato y empiezo a estar cansado.
Hoy es el día de mi cumpleaños, es viernes, y también es el cumpleaños de mi hermano. Soy un hombre solo en mi intimidad, en la que no caben, desde que murió mi madre, ni mi mujer ni mis hijos, ni, por supuesto, los amigos de la playa de los domingos. Supongo que debo de andar por la mitad de la vida, más o menos. Posiblemente no llegue a vivir completa la otra mitad, porque pienso que el castigo que han tenido que soportar mis neuronas aparecerá, en forma de desgaste de cerebro, o de alguna rara enfermedad como le pasó a papá.
Se fue mamá y el gran vacío que me dejó anegó todas mis penas, igual que lo hace un tsunami consiguiendo arrasar todos los signos del tiempo pasado. Creo que lo de marcharse, lo hizo a propósito, cuando se dio cuenta de que yo ya no la necesitaba tanto. Al final, sí, había estudiado Derecho. Durante unos años compaginé mis estudios de leyes con la física, porque en mi mente, supongo que aún infantil, se mantenía la ilusión de ser astronauta para viajar al cielo a ver a mi hermano. Pero la vida, que nunca sabes por dónde te lleva, me ayudó, porque, cuando fuí consciente de que mi pasado estaba arrasado, decidí, con el orgullo y la determinación que le hubiera gustado a ella verme, que volvería a empezar desde cero; que seguiría viviendo.
Todavía no me he reconciliado con Dios. Miro al reloj. Creía que estaba perdiendo la noción del tiempo, pero me doy cuenta de que la he perdido hace ya un buen rato. Me quedan cuatro minutos para llegar a tiempo al trabajo. Tengo mi propio despacho con ayuda de otros dos abogados. Dejé de pensar en ser astronauta. —Supongo que me curé a tiempo—.
Continúo en silencio. Miro hacia el altar mayor y observo, ahora con detenimiento. Ahí siguen el buen pastor y junto a él su oveja preferida. Después de unos segundos comprendo. Rezaría una oración, pero no sería suficiente. Bajo la mirada, me cuesta decírselo a la cara. Pero necesito hacerlo. Hacerle saber que hoy venía a acusarle de que cuando me robó, no solo el futuro, sino además a mi hermano, me sentí traicionado. Que quiero acabar con esto, y que necesito su ayuda. Que le pido perdón por la osadía de haber entrado en su casa con toda mi decepción y mi coraje, con el orgullo y el rencor que me han mantenido alejado de él durante estos años, odiándole tanto.
Desdoblo despacio el pañuelo blanco de fino lino con mis iniciales, —las propias— que mi mujer se ocupa de regalarme cada cumpleaños y me seco de nuevo las lágrimas que se me han escapado.
Decido llamar al despacho para decirles que no me esperen, que la noche ha sido dura y muy larga.
Me levanto y camino despacio por el gran pasillo de la iglesia vacía. Las campanadas ya se escuchan por la ciudad anunciando la celebración de la primera misa del día. Al llegar a la puerta de salida, me vuelvo, ahora ya me siento capaz de mirarle a Dios a los ojos. Le pido que cuide de él, como cuida a esa oveja que tiene a su lado. Me marcho convencido de que en el lomo lleva tatuado el nombre de mi hermano.
Por fin siento una gran calma y una profunda alegría, respiro hondo, y me dejo invadir por la suave brisa de la mañana. Quiero volver a mi casa para abrazar a mi mujer y a mis hijos, ahora sí, con toda mi alma.
@mjberistain
Imagen destacada de Lita Cabellut