El vermut

Me pasé el brazo izquierdo por la cara cubierta por mis pelos. Estaba húmeda, aprisionada.

Dios mío, ¿qué hacía yo allí? Abrí los ojos y me imaginé una alcachofa de ducha amenazadora en lo alto sobre mi cabeza. La lluvia no cesaba y, como pude, enfoqué mejor la mirada. Efectivamente, era una alcachofa de ducha que chorreaba con estruendo y sin parar sobre mí; estaba metida en la bañera, hasta el cuello de agua. Me propuse apoyarme en las agarraderas de los lados para conseguir incorporarme antes de ahogarme, pero especialmente para pensar en dónde demonios estaba, y qué hacía yo allí.

Últimamente me había tocado viajar mucho y comprendí que el exceso de trabajo me estaba produciendo cierto estrés, pero de ahí a aparecer de esa guisa en nosabíamuybiendónde, había una cierta diferencia.

Por supuesto que estaba desnuda, veía mis pezones aflorar en el agua si me movía. Me paré a observarlos intentando hacerme dueña de mis pechos de nuevo. Levanté una pierna y allí al fondo había un pie, que supuse que también sería mío. Bueno, esto me tranquilizaba. Saqué el otro pie y me atreví a tocarme la tripa. ¿Bien?

¡Bien! Por fin me encontré. Era yo.

Recordé que al llegar de viaje me habían visto tan agotada que habían querido obsequiarme con algo fuerte, un vermut por ejemplo, para que repusiera fuerzas. Mi imaginación me llevó a un Martini seco glamoroso y sofisticado, con bien de ginebra, un poco de vodka y vermut blanco, aderezado con un poco de piel de limón retorcida y agitado en coctelera con mucho hielo, —que no removido— servido en copa de cóctel de fino cristal. Lo pensé unos minutos, porque yo lo que en realidad necesitaba con urgencia, era relajarme en un buen baño con espuma o, incluso me hubiera conformado con que hubiera sido solo jabonoso.

Reconocí que esta idea era una utopía en una casa con niños pequeños que revoloteaban por todas las habitaciones con sus cochecitos, excavadoras, piezas de lego y otros objetos minúsculos de colores vivos, y atropellándole al personal con sus animalitos, especialmente con los del tipo dinosaurio a los que, por cierto, ya me tenían acostumbrada y hasta habían conseguido que aprendiera nombres y características de algunos, hasta llegar a considerarlos, casi, como si fueran de la familia. Así que aprecié tomarme ese vermut.

El primer trago me hizo retroceder. Horrorizada, pregunté que ¿qué era aquello de color rojo amarronado con burbujas y sabor a caramelo de cola? Me explicaron que era una mezcla rebajada de vermut especialmente preparada para mí. —No sé por qué diantres en alguna conversación había comentado que había dejado de beber alcohol hacía unos días—. No hubo problema, muy solícitos me lo sustituyeron por un vermut de verdad del tipo de los que se habían visto siempre en las películas de James Bond.

¡Aquello era otra cosa!

Y aquí estaba yo, intentando salir de la bañera de mis nietos, después del tropezón con el cocodrilo y su cola de más de treinta centímetros de largo, con el que, por lo visto, había tenido que compartir baño.

A pesar de mi sofoco cuando lo vi, y de mis gritos, el cocodrilo seguía mirándome impertérrito. Intenté serenarme y conseguí entender que era un nuevo miembro de la familia a quien todavía no me habían presentado.

En unos segundos me vi rodeada de toda la familia, mientras mi nieto mayor de cinco años recién cumplidos me tranquilizaba con sus explicaciones para que no me preocupara, que se trataba de un tipo de cocodrilo supergrande y terrible de nombre Deinosuchus que había convivido con los dinosaurios, y que incluso se los podía comer…, y muchos detalles más…

Yo le creí, y el cocodrilo y yo nos hicimos amigos…