© Oliver Sacks, 2015.
Catedrático de Neurología
en la Facultad de Medicina de la Universidad de Nueva York
Hace un mes me encontraba bien de salud, incluso francamente bien. A mis 81 años, seguía nadando un kilómetro y medio cada día. Pero mi suerte tenía un límite: poco después me enteré de que tengo metástasis múltiples en el hígado. Hace nueve años me descubrieron en el ojo un tumor poco frecuente, un melanoma ocular. Aunque la radiación y el tratamiento de láser a los que me sometí para eliminarlo acabaron por dejarme ciego de ese ojo, es muy raro que ese tipo de tumor se reproduzca. Pues bien, yo pertenezco al desafortunado dos por ciento.
Doy gracias por haber disfrutado de nueve años de buena salud y productividad desde el diagnóstico inicial, pero ha llegado el momento de enfrentarme de cerca a la muerte. Las metástasis ocupan un tercio de mi hígado, y, aunque se puede retrasar su avance, son un tipo de cáncer que no puede detenerse. De modo que debo decidir cómo vivir los meses que me quedan. Tengo que vivirlos de la manera más rica, intensa y productiva que pueda. Me sirven de estímulo las palabras de uno de mis filósofos favoritos, David Hume, que, al saber que estaba mortalmente enfermo, a los 65 años, escribió una breve autobiografía, en un solo día de abril de 1776. La tituló De mi propia vida.
“Imagino un rápido deterioro”, escribió. “Mi trastorno me ha producido muy poco dolor; y, lo que es aún más raro, a pesar de mi gran empeoramiento, mi ánimo no ha decaído ni por un instante. Poseo la misma pasión de siempre por el estudio y gozo igual de la compañía de otros”.
He tenido la inmensa suerte de vivir más allá de los ochenta años, y esos quince años más que los que vivió Hume han sido tan ricos en el trabajo como en el amor. En ese tiempo he publicado cinco libros y he terminado una autobiografía (bastante más larga que las breves páginas de Hume) que se publicará esta primavera; y tengo unos cuantos libros más casi terminados.
Hume continuaba:
“Soy… un hombre de temperamento dócil, de genio controlado, de carácter abierto, sociable y alegre, capaz de sentir afecto, pero poco dado al odio, y de gran moderación en todas mis pasiones”.
No puedo fingir que no tengo miedo. He amado y he sido amado
En este aspecto soy distinto de Hume. Si bien he tenido relaciones amorosas y amistades, y no tengo auténticos enemigos, no puedo decir (ni podría decirlo nadie que me conozca) que soy un hombre de temperamento dócil. Al contrario, soy una persona vehemente, de violentos entusiasmos y una absoluta falta de contención en todas mis pasiones.
Sin embargo, hay una frase en el ensayo de Hume con la que estoy especialmente de acuerdo:
“Es difícil”, escribió, “sentir más desapego por la vida del que siento ahora”.
En los últimos días he podido ver mi vida igual que si la observara desde una gran altura, como una especie de paisaje, y con una percepción cada vez más profunda de la relación entre todas sus partes. Ahora bien, ello no significa que la dé por terminada.
Por el contrario, me siento increíblemente vivo, y deseo y espero, en el tiempo que me queda, estrechar mis amistades, despedirme de las personas a las que quiero, escribir más, viajar si tengo fuerza suficiente, adquirir nuevos niveles de comprensión y conocimiento.
Eso quiere decir que tendré que ser audaz, claro y directo, y tratar de arreglar mis cuentas con el mundo. Pero también dispondré de tiempo para divertirme (e incluso para hacer el tonto).
He sido un ser sensible, un animal pensante en este hermoso planeta
De pronto me siento centrado y clarividente. No tengo tiempo para nada que sea superfluo. Debo dar prioridad a mi trabajo, a mis amigos y a mí mismo. Voy a dejar de ver el informativo de televisión todas las noches. Voy a dejar de prestar atención a la política y los debates sobre el calentamiento global.
No es indiferencia sino distanciamiento; sigo estando muy preocupado por Oriente Próximo, el calentamiento global, las desigualdades crecientes, pero ya no son asunto mío; son cosa del futuro. Me alegro cuando conozco a jóvenes de talento, incluso al que me hizo la biopsia y diagnosticó mis metástasis. Tengo la sensación de que el futuro está en buenas manos.
Soy cada vez más consciente, desde hace unos 10 años, de las muertes que se producen entre mis contemporáneos. Mi generación está ya de salida, y cada fallecimiento lo he sentido como un desprendimiento, un desgarro de parte de mí mismo. Cuando hayamos desaparecido no habrá nadie como nosotros, pero, por supuesto, nunca hay nadie igual a otros. Cuando una persona muere, es imposible reemplazarla. Deja un agujero que no se puede llenar, porque el destino de cada ser humano —el destino genético y neural— es ser un individuo único, trazar su propio camino, vivir su propia vida, morir su propia muerte.
No puedo fingir que no tengo miedo. Pero el sentimiento que predomina en mí es la gratitud. He amado y he sido amado; he recibido mucho y he dado algo a cambio; he leído, y viajado, y pensado, y escrito. He tenido relación con el mundo, la especial relación de los escritores y los lectores.
Y, sobre todo, he sido un ser sensible, un animal pensante en este hermoso planeta, y eso, por sí solo, ha sido un enorme privilegio y una aventura.
Este artículo se publicó originalmente en The New York Times.
Traducción de María Luisa Rodriguez Tapia.
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Lo más conmovedor del artículo en el que Oliver Sacks anuncia su cáncer terminal y su próxima muerte es la modestia del tono, la falta total de engolamiento. El yo, que ocupa tantísimo espacio en nuestras vidas, tiende a tomarse todo lo que le afecta bastante a la tremenda, y desde luego la propia muerte es el acontecimiento mayor de la existencia, así que todos los textos semejantes que he leído con anterioridad sobre la propia finitud, por muy bellos que fueran, tenían siempre un toque de épica, un añadido de lírica, un no sé qué candente de emoción apenas contenida. El artículo de Sacks carece de todo eso; en realidad, es casi ramplón. Y eso es lo que lo convierte en algo único y formidable. Esa es la verdadera voz del héroe, el verdadero mensaje del sabio. Nos dice: Soy poco, sentí y viví todo lo poco que fui con intensidad, sé que es hora de irse. “Donde yo ahora estoy, tú estarás”, vaticina una clásica inscripción funeraria presente en muchas lápidas. El artículo de Sacks, con su sencillez, sirve de espejo. Señala esa desnuda continuidad de vida y muerte y vida.
Siento que su próximo fin es el de alguien cercano. Le he leído tantos libros, esos magníficos trabajos sobre las rarezas de la mente. Verdaderos viajes a los extremos del ser, como Un antropólogo en Marte o El hombre que confundió a su mujer con un sombrero. Él mismo tuvo graves problemas neurológicos o quizá neuróticos; lo cuenta en alguno de sus libros, ya no recuerdo cuál. Dolores de cabeza inhabilitantes, cegueras y parálisis momentáneas. Seguramente ese sufrimiento personal le hizo más apto para comprender el sufrimiento de los otros. A fin de cuentas, todos somos raros de una manera u otra. Esa fue la gran aportación de Sacks: la convicción de que todas las rarezas son normales. Y la celebración constante de la vida, del misterio de la vida, de la fuerza de la vida para adaptarse a todo, para crear un mundo a la medida de tus posibilidades. Ahora, fiel a sí mismo, Sacks nos demuestra que también podemos adaptarnos a la certidumbre de nuestra muerte inminente. Es un ejemplo precioso y tranquilizador, aunque no sé si yo seré capaz de seguir su estela.
Ese ejercicio de modestia, tan raro en los humanos, es consolador y relajante
Desde todos los puntos de vista, del más convencional al más personal, Oliver Sacks parece haber tenido una vida de rotundo éxito. Es famoso, es rico, es respetado, es querido, es conocido en todo el mundo, sus libros se venden a millones. Y ha alcanzado la aceptable edad de 81 años, quizá un momento perfecto para despedirse, antes de que la vejez hinque demasiado profundamente los dientes. Pero, enfrentada a la muerte, toda vida, hasta la del personaje más glorioso, se encoge hasta mostrar su microscópica dimensión real. Polvo y cenizas. El barroco español, atormentado por la finitud, llenó los cuadros de calaveras para recordarnos esa nadería, esa futilidad de la vida humana. ¿La pompa del emperador dueño del mundo? Puro espejismo; por debajo del sombrero adornado con plumas de faisán está el pelado cráneo amarillento. Que también acabará desintegrándose. Ya se sabe que nuestra vida es apenas una minúscula gota en el mar del tiempo. En realidad, y si lo piensas bien, ese ejercicio de modestia, tan raro en los humanos, que estamos llenos de pretensiones espectaculares sobre nosotros mismos, es consolador y relajante. Si nuestra vida entera, vista en términos globales, es una fruslería, las angustias por las que perdemos la cabeza, el corazón y el resuello cada día son verdaderas necedades. Deberíamos poner más calaveras barrocas en nuestro entorno y vivir más conscientes de nuestra nimiedad.
Esa modestia es la que llena de luz el texto de Oliver Sacks. Me encanta especialmente cuando dice que se siente liberado de muchas cosas, y que en las semanas o meses que le queden de vida no va a ver más informativos de televisión ni va a preocuparse más por el cambio climático. Y no porque no sea importante, sino porque ya no le incumbe. Él está en otra cosa: en la vida esencial, una vida básica de célula, de animal gozoso de sentirse vivo. Es una observación desternillante: ¿Quién no ha tenido alguna vez la tentación de no ver más los aterradores telediarios, de cerrar los ojos al dolor y al miedo y volver a ser un inocente niño bajo el sol? La vida también pesa. Tal vez el miedo que le tenemos a la muerte no sea más que otro de esos desquiciados, desordenados miedos que apesadumbran absurdamente nuestras vidas. Sacks navega hacia el final libre de carga, marinero de un barco diminuto.