Esta es una historia verídica, aunque tal vez te parezca mentira. Mentir; mentir apenas a veces, mentir solo un poquito. Mentir nunca me lo permitieron cuando era una niña. Era uno de esos «valores» que debes de tener en cuenta si quieres llegar a ser una persona digna de ser amada.
Desde mi pequeño peldaño al que me subía para parecer mayor delante del espejo, hacía méritos artísticos en solitario a esa hora de la merienda en que va oscureciendo el día y aparecen los duendes entre las hojas de los libros de física y matemáticas. De pie en mitad de la habitación, subida a mi banquito de madera, leía en voz alta párrafos en latín dándoles un sentido épico, porque era capaz de recitarlos, pero no tanto de analizarlos y traducirlos —que era de lo que se trataba—.
Así fui convenciéndome de que aquellas pequeñas variaciones de la realidad —cuando reconocía haber hecho seriamente los deberes— no eran tan graves, de hecho, no causaban ningún dolor ni trastorno a nadie, tenía la suerte de que tampoco se notaban en mis calificaciones escolares, casi siempre brillantes.
Nunca tuve un diario, pero tenía un cajón.
Tenía una caja secreta debajo de mi cama, apretada entre el colchón y los hierros del somier y que, para que nadie la viera cuando limpiaban la habitación, estaba envuelta en un trozo de sábana vieja de los que se utilizaban para limpiar cristales. Al principio era una cajita plana de puros de los que fumaba mi abuelo Julián pero que fue transformándose con el tiempo a medida que la iba llenando de papelillos impregnados con signos y aromas de mi pequeña historia.
Aunque no dije ninguna mentira, sentí que mentía cuando, por primera vez la escondí. Más tarde, deduje que aquello no era una mentira, sino que era un secreto. ¿Qué diferencia había entonces? ¡Puaff! ¡Lo que tendría que aprender todavía…! Pero sabía que, para no delatarme, no debía de preguntarlo.
Hace unos días, una de esas tardes en las que no pasa nada especial, sentada junto al fuego, me planté ante mí misma a corazón abierto. Tengo que decir que a estas alturas de la vida mi caja secreta se había convertido en un «Cajón Desastre» o, según como se mire, se había convertido en el cajón de mis desastres. De allí salían maltrechas cuartillas y fotografías dedicadas, servilletas de bares con raros dibujos o con dedicatorias escritas a mano, pétalos de flores planchados que aún conservaban el aroma de las rosas rancias, fotocopias de páginas de libros, páginas desgarradas de revistas de literatura y poesía y hasta suplementos de periódicos color sepia —que claramente no sería el color original de los diarios de su época.
Volver…
Mirar atrás y volver a encontrarme con el arsenal de emociones que han perturbado mis días y de las que —podría parecer hoy— he salido indemne.
¡Mentira!
Lo que queda de mí hoy son las cenizas de todas esas historias contenidas en mi «cajón desastre». Lo admito con pena y con gloria. Porque de algunas todavía no he salido y dudo poder salir en vida. De otras he salido airosa después de que hayan terminado, y de otras tantas con la satisfacción y el alivio de haberlas dado por terminadas. Todas ellas están tatuadas de manera indeleble en la piel de mi alma.
Beso con devoción mis recuerdos; algunos ardieron antes, sin yo quererlo.
Lo decido por fin.
Crepitan las lenguas de fuego con hambre feroz de historias remotas.
@mjberistain
Es interesante entrar en esa otra caja que es el pasado. Gracias por compartir algo de lo que hay allí (y digo «algo» porque estoy seguro de que debe haber mucho más).
Un abrazo.
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Juegas con ventaja, mon ami. Sabes que han pasado años y el pasado pesa… Hay mucho, de verdad que hay mucho, pero a algunos nos redime el ir soltando mecha a través de los espacios entre las líneas de lo que escribimos. Un fuerte abrazo Roberto.
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Pues estamos en el mismo barco, por edad, por intención, por afinidad estética y vaya a saber por qué otras cosas más. Esto de ir «deshilachando» nuestras historias a través de nuestros escritos es una nueva relación que se sospechaba.
Otro.
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A veces me pregunto si es mejor guardar los recuerdos con los ojos de esa primera vez, antes que intentar redescubrirlos con ojos adultos. Salud y saludos.
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Sabius, y si sencillamente te dejas invadir por esa emoción, la que sea que te llegue cuando ellos aparecen? Gracias por estar aquí, me complace. Un gran abrazo.
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así es la vida, plena de recuerdos
algunos perduran y otros
en algún momento, arden en el fuego
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Recuerdo… cuando era una niña y tenía fiebre y estaba sin ir al cole en la cama. Le pedía a mi amá que me dejara el bolso de las fotos y me pasaba ratos mirando las fotografías en blanco y negro. Entonces tenía pocos recuerdos pero ya me gustaba repasarlos… Sigo siendo una niña… Un fuerte abrazo pakdark, gracias por tu presencia entre mis páginas.
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