Café amargo


Llegó hasta allí sola. Se sentó en una silla y sintió el frío del metal bajo sus muslos como una sorpresa placentera. Hacía calor y aquella sensación le hizo sonreír tristemente.

No prestó atención al camarero que esperaba mientras ella sacaba su móvil del gran bolso que solía llevar siempre colgado de su hombro izquierdo.  Lo sintió, pero no lo miró, se quedó pensativa con la cabeza baja y absorta en sus pensamientos como sin atreverse a tomar una decisión importante.

Él se inclinó hacia ella educadamente y anotó en su cuadernillo: un café americano, sin leche, sin azúcar. A su pregunta de si deseaba algo más, respondió con un escueto: solo. El nudo en la garganta le apretaba cada vez más, casi hasta llegar a la asfixia, pero ella se negaba a darse por vencida. El día era caluroso, demasiado para lo que acostumbraba a ser en esta época del año y en aquella zona del planeta. Mientras esperaba a que le sirvieran el café detuvo su mirada en la gran pantalla de uno de los edificios de enfrente, al otro lado del río. Imágenes grandiosas y coloridas, píxeles enormes se solapaban uno sobre otro a gran velocidad anunciando los próximos eventos culturales en la ciudad. Las escasas diez personas que ocupaban el local leían el diario de la mañana con calma. Pensó que quizás tendría que comprarse el periódico y quedarse un rato leyendo, aunque solo fueran las columnas de opinión o la guía del ocio para relajarse, porque no estaba dispuesta a saber nada que tuviera que ver con los acuerdos y desacuerdos de los partidos políticos ante el nombramiento del nuevo presidente de la nación. Había dejado de creer también en las negociaciones, especialmente en las de conveniencia para unos, y no para otros. No se movió. Estaba mejor paralizada. O, mejor dicho, quizás hubiera estado mejor paralizada, porque de repente, sin pensarlo más, escribió tres frases en el móvil que no quiso revisar, simplemente las lanzó a la pantalla con la furia de una loba herida.

El café estaba amargo.

La noche anterior, finalmente, se había olvidado de sacar dinero. Soltó sobre la mesa toda la calderilla que llevaba y que tanto le pesaba y se dispuso a utilizar las pequeñas monedas hasta llegar a acumular el importe del precio del café.

—Dos veinte, por favor.

—Si, sí. Ya voy —respondió un tanto contrariada, más consigo misma que con la cajera que le atendía amablemente tratando de evitarle la dificultad al pretender leer el recibo en aquel mínimo papel lleno de caracteres minúsculos impresos por una máquina a falta de tinta negra.

Cruzó el puente deprisa. Pensó que el calor del sol podría reblandecer el asfalto y abrir agujeros negros a su paso como en sus sueños de adolescente. Y buscó la sombra por el paseo, solitario e inhóspito a esas horas. Le llegó el sonido del timbre de una bicicleta que venía por detrás de ella y que pasó a su lado a toda velocidad rozándole el costado hasta casi conseguir desequilibrarla del todo. Estaba abatida y ni siquiera le importó el incidente. Su orgullo, su dignidad, ¿dónde los había olvidado?

El aire era denso y no llegaba a respirar bien, se apoyó en una de las verjas de hierro de las casas señoriales del paseo y esperó unos minutos a recuperarse.

Se revolvían en su cerebro las imágenes. Diosas del sexo con pañuelos blancos ocultando sus ojos alumbraban con velas rojas la gran estancia mostrándose desnudas. El roce de sus pies descalzos al moverse a su alrededor atenuaba el rumor de la marea creciente no muy lejos de su cama. Estaba atada. Largos lazos de tul la envolvían sujetándola de pies y manos a los barrotes de hierro de una descomunal cama en la que solo un hombre sentado con las piernas cruzadas la observaba mientras ella se revolvía con violencia, su pecho y su vientre intentando ahuyentar su sueño y salir de aquella trampa morbosa.

Dos segundos de ternura. Solo le había faltado eso…


@mjberistain

2 comentarios sobre “Café amargo

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