El derecho y el revés

 

Nunca me han dejado indiferente los espejos.

Diría que forman parte de la propia naturaleza. En ellos se encuentra, engañosamente, el reflejo de lo que hemos llegado a creer que somos, nos identificamos y nos distinguimos y jugamos contra ellos a los disfraces.

En mi caso porque consiguen que crezca mi autoestima (esa mujer imperfecta que me persigue de cerca a todos lados) mientras dura la mentira.

¿En qué momento una persona, (digamos un niño o una niña), mirándose a un espejo, se reconoce como el actor principal de la obra de su vida?

Se mira y no se reconoce en la imagen que ve; la confunde con «algo o alguien» que es otra cosa o persona. Se sorprende de su cercanía.

Quiere tocarlo, cogerlo, apresarlo para sí como lo haría con un juguete nuevo, pero su tacto no entiende la superficialidad de esa materia brillante y luminosa.

Mira al espejo y se mira a sí mismo; a su cuerpo; vuelve a mirar al espejo y parece reconocerse, lo observa, se observa en él y mira alrededor de sí mismo satisfecho de su descubrimiento buscando connivencia; complicidad y aceptación.

Le divierte mirarlo, se divierte mirándolo, observando sus muecas, sus risas, sus payasadas esperpénticas y nerviosas, emocionadas, ilusionadadas, cómplices con su nuev@ compañer@ de juego; nunca muestra signos de extrañeza.

El estallido de la luz en sus ojos es poderoso. Le gusta lo que ve.

Más tarde aprenderá a mirarse de otra manera. Al identificarse a sí mismo iniciará una búsqueda del más allá a través de la imagen que le refleja.  Su mirada tratará de encontrar en su interior algo más que su cuerpo; su alma, atravesando su mirada el fondo del cristal…

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La produccción masiva de los espejos tal y como los conocemos en la actualidad se origina en Alemania en 1835. Justus vo Liebig desarrolló un proceso en el que aplicaba una delgada capa de plata a un lado de un panel de vidrio. Esta técnica fue adaptada y mejorada hasta llegar a nuestros días.
Pero mucho antes…
Se presume que habitantes de Anatolia (Turquía), fueron los que crearon los primeros espejos a partir de la obsidiana pulida hace ocho mil años. Entre los etruscos y los romanos la fabricación de espejos fue una actividad floreciente. Pulimentaban todos los minerales que extraían de las minas, sin embargo fue el color neutro de la plata que hizo de éste el espejo metálico predilecto porque reflejaba el maquillaje facial con sus auténticas tonalidades. Los espejos fabricados a partir de cobre pulido aparecieron más tarde en Mesopotamia y Egipto, entre los años 4,000 a.C y 3,000 a.C. Un milenio después, los pobladores de América Central y del Sur comenzaron a hacer espejos a partir de piedra pulida. En China y en India, se fabricaban a partir de bronce. Sin embargo, alrededor del año 100 a.C. los espejos de oro causaron furor. Incluso los sirvientes de mayor categoría en las mansiones de alcurnia pedían espejos de oro personales. El vidrio había sido convertido, por moldeo y soplado, en botellas, copas y joyas desde los comienzos de la era cristiana, pero los primeros espejos de cristal aparecieron en Venecia en el siglo XIV, obra de los sopladores de vidrio de esa república. (Wikipedia)

Todo esto a propósito de que me resultó muy sugerente un pequeño artículo titulado «El derecho y el revés»

 

Hemingway-writing

 

 

Si la vista no nos engaña, la mesa sobre la que escribe Hemingway obstruye la puerta de un armario, quizá para que los fantasmas salgan de su cabeza y no del ropero. En realidad, los fantasmas salen de todas partes, pero conviene que circulen en orden. Hay novelistas que no pueden trabajar en espacios demasiado angostos, o demasiado amplios, o con una puerta a sus espaldas. La calidad de un cuento de terror, según Stephen King, depende de cómo manejes la apertura de la puerta (siempre hay una). Ignoramos qué rayos escribe Hemingway, pero lo que nos llama la atención de la foto no es su imagen, ni la de la máquina de escribir, ni la de las cuartillas que se amontonan a la derecha. Lo que nos preocupa es lo que hay dentro del armario. También lo que no hay, pues podría estar desocupado. «Triste estoy como un cajón vacío», decía carlos Edmundo de Ory.

Si me preguntaran qué hay o quién se encuentra dentro de esa oquedad, diría que el propio escritor. Eso es lo que sugiere al menos la imagen del espejo. Al otro lado de Hemingway está Hemingway, mordiéndose la uña del pulgar de la mano derecha que en el reflejo resulta ser la izquierda. En el lado de acá escribe una novela del derecho, y en el de allá, la misma novela, pero del revés. Si tuviera que salvar una de las dos de un incendio, ¿cuál elegiría?. Es más, si tuviera que salvarse a sí mismo de un incendio, ¿escogería al Hemingway del interior del armario o al de afuera?. ¿Al claro o al oscuro?. ¿Al de la cara o la cruz?. He ahí una decisión que cada autor toma línea a línea y de la que esta imagen es una buena metáfora.

Autor Juan José Millás

 


Fotografía de cabecera de Xavi Madrid

14 comentarios sobre “El derecho y el revés

  1. Qué interesante todo lo que has aportado, María. La imagen de Hemingway sugiere muchísimo, y no sabía la historia de los espejos, su origen y cómo fue evolucionando. En cuanto a tus palabras, coincido contigo. Siempre sostengo que perdemos esa diversión de mirarNOS a medida que nos vamos contaminando al crecer; de niños nos fascinamos al vernos reflejados. Entonces, la tarea como adultos es volver a mirarNOS, pues quien se mira en un espejo y aprende a amarse encuentra más de lo que imagina.
    Gracias. ¡Abrazos infinitos!

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  2. Estupenda entrada María; amplia y documentada. En lo personal siempre recuerdo aquel temor y fascinación de Borges por los espejos. Empecé a leerlo de adolescente y siempre me llamó mucho la atención la profusión de espejos en sus poemas y textos y muchos años después encontré, en otro texto suyo de carácter personal, las razones de ese miedo. La idea es algo así: «En los tiempos antiguos, los espejos eran puertas que comunicaban dos mundos o universos distintos. Los hombres y los seres de ese mundo podían pasar por ellos hacia uno y otro lado; pero un día esos seres quisieron invadirnos y someternos. Tras arduas luchas, los hombres los vencieron y los confinaron a su propio universo. Luego (no recuerdo si aquí intervenía un dios o dioses o algo así) se los castigó obligándoles a copiar nuestros gestos, y eso es lo que hacen hasta hoy. Pero esos seres, furiosos, se están preparando para volver a invadirnos; entonces llegará un día en en que se verá una ligera línea en los espejos, la cual se irá ensanchando poco a poco hasta que sea lo suficientemente grande como para que ellos pasen otra vez. Y esta vez, no ganaremos».
    Bueno, esa fue la historia (aproximada) que le contaron a un Borges niño. Me imagino cómo lo debe haber aterrorizado para que ese miedo lo persiguiera a lo largo de toda su vida.

    Un abrazo.

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    1. Realmente la historia que cuentas es de «terror del bueno», aún hoy estaría soñando yo… Menos mal que tengo una relación amor/odio con ellos porque al fin nos obligan a parecernos a nosotros mismos —como escuché decir un día— amén de toda la fantasía que queramos compartir con ellos y con sus dioses… Un abrazo Roberto.

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