Mi abuelo materno se llamaba Julián; ya lo he dicho en el título.
Nada más nacer me topé con su afilada nariz cuando intentaba darme un beso. No era un hombre cariñoso con los niños y se le notaba en el esfuerzo que hacía al acercarse a tí con su difícil ternura. A su manera nos quería.
Había vivido la guerra de un lado para otro y afortunadamente consiguió hacerse con un trabajo para poder comprar alpargatas y mandar a la escuela pública a su única hija (mi madre).
Así que en una habitación de la casa montó una peluquería para chicos y señores.
Cuando yo le conocí, afilaba cada tarde las navajas y las tijeras y las dejaba relucientes para empezar a trabajar al día siguiente muy temprano por la mañana. Claro, había niños a los que traían sus padres antes de llevarlos al colegio y señores que venían a la peluquería antes de ir a trabajar.
Además del espejo, el sillón y la mesa donde colocaba ordenadamente todo el utillaje aquel, había sillas pegadas a las paredes, ah! y una mesa de formica con tebeos para que se distrajeran los clientes mientras esperaban su turno. Allí estaban el Jabato y el Capitán Trueno y otros que sólo leían los chicos, pero que a mis hermanas y a mí nos gustaba leer mientras los cosíamos, antes de dejarlos bien ordenados sobre la mesa. Sí, teníamos que coserlos; sustituir las grapas por hilo y rematarlos bien porque así no se despeluchaban y duraban más días, según cómo había ido el trabajo.
Sus clientes le apreciaban mucho, tanto que subían ciento once escaleras cada vez que venían a la peluquería a cortarse el pelo. Entonces los chicos llevaban el pelo muy muy corto, así que era bastante a menudo. De todas formas supongo que se lo podían permitir porque el abuelo les cobraba tres pesetas.
¡Ciento once escaleras, contadas desde el primer peldaño al entrar en el portal!
Subí y bajé aquellas ciento once escaleras durante muchos años de mi vida, varias veces cada día. Algunos días las contaba todas. Bajaba primero y después subía, pero si se le había olvidado algo a mi madre al hacer la compra volvía a bajar y subir antes de comer. Volvía a bajar, volvía a subir y bajar y subir, asi hasta conseguir contar más de quinientas cada día.
¿ Cuántas tendría que subir para llegar al cielo ?
Bello recuerdo del Abuelo y de las escaleras.
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¡Magnífico remate! (a mí, como no puedo subir escaleras, menudo infierno me espera)
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Ne t’inquiète pas!. Es posible que ya hayas subido todas las necesarias… Un abrazo
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